Desde aquel viernes de evasión masiva comenzó un fenómeno particular. El colectivo, ese ente tan olvidado y ausente por décadas -con un par de excepciones focalizadas- volvía a asomar con una fuerza inusitada. Primero el gesto digno de los estudiantes secundarios al movilizarse contra una medida que no les afectaba directamente. Luego, el viernes por la noche, la presencia de miles de adultos, niños y ancianos en las calles con las cacerolas y su pulso metálico.

En las redes sociales, el lugar donde el individualismo se sacraliza a partir de la imagen del sí mismo, comenzó a disminuir la presencia de selfies y posteos de intereses propios. Mucha gente transformó su tribuna en una plataforma de denuncia por la represión desatada. De eso ya dos semanas y cada vez son menos los que se mantienen en la lógica individualista, ya sea por convencimiento o por coerción social.

Las paredes, esas que estaban acostumbradas a significantes ambiguos y firmas narcisas, como un perro que marca su territorio donde quiera que va, han cambiado radicalmente. El perro narciso se volvió el Negro Matapacos, los cientos de grafiteros se despojaron de la necesidad de firmarlo todo para alinearse con la causa, pasaron del ego a la premisa, de la constatación de su presencia individual a la interpelación pública.

No son sido pocas -me incluyo- las personas que han podido conocer a sus vecinos gracias a este terremoto social, y miles quienes se han agrupado para realizar cabildos, asambleas, ollas comunes o intervenciones callejeras. La emergencia de colectivos, agrupaciones y comunidades es también un hecho cotidiano desde hace unos diez días.

El individuo acérrimo, el que ha intentado seguir como puede su vida con todo lo que está pasando, se refugia en el consumo público y privado. Mientras tanto las personas movilizadas o simpatizantes por la causa se vuelven sujetos, enredados en el acontecer del país, incapaces de hacer más que salir a la calle o hacer algo al respecto.

El sujeto se desdibuja en lo colectivo, comienza a sentirse parte de algo, no tiene esa necesidad imperante de diferenciación, se mezcla y está a gusto siendo masa. El pueblo unido y los que sobran, los patipelados e inútiles subversivos cada día llenan la Plaza Italia y hacen de la Alameda una peatonal intoxicada por la represión policial.

Por otro lado, las personas que quieren volver a esa ilusoria normalidad tienen vergüenza, saben que no es tiempo de molinos propios, que es una frivolidad cruel una selfie cuando hay personas muertas o que quedaron ciegos, que la plata y las oportunidades perdidas no tienen la medida de una vida. Con su silencio aportan a que el grito colectivo se escuche, aunque con su voz se podría escuchar un poco más fuerte.

Los depresivos se sienten acompañados, los tímidos con ganas de hablar, los que dicen mucho están llenos de duda y los rabiosos nunca habían sido tan expresivos. Desaparece el narcicismo de instagram, la figura del self made parece obsoleta, la extrema derecha no asoma en las calles, los discursos de odio se apagan, de los suicidas del metro o del Costanera no hay noticias, los montajes en la Araucanía no existen, se habla todos los días de la necesidad de una nueva constitución y el descrédito de los pacos se vuelve sentimiento nacional.

El chilean way, hijo bastardo del american dream, que ya tenía víctimas mediáticamente subterráneas, dejó estas dos semanas más de veinte muertos y miles de heridos. 45 años de una siesta involuntaria -porque decir 30 es obviar la dictadura- de la que millones gritan que han despertado. Los que quieren seguir durmiendo lo harán, dirán que no lo vieron venir, que no escucharon la alarma cuando en realidad, hace ya muchos años, quisieron programarla para que no sonara nunca más.

Por Miguel Ángel Gutiérrez

Foto por Frente Fotográfico