Un hermoso día de junio —hermoso porque la temperatura alcanzaba los veintiocho grados Réaumur— hacía calor en todas partes, pero en un sitio del jardín donde había un montón de heno recién cortado estaba aún más caluroso, puesto que el viento se detenía a causa de una plantación muy densa de cerezos. Casi todo dormía. Hombres y mujeres, que habían almorzado recientemente, ahora se recostaban sobre sus costados, enfrascados en aquellas profundas meditaciones que suelen venir después de una comida contundente. Las aves callaban, incluso varios insectos se ocultaban del calor, y con mayor razón los animales domésticos. El ganado, grande y pequeño, se refugiaba a la sombra de un cobertizo. Un perro, que había cavado una madriguera bajo el granero, se instaló allí y con los ojos semicerrados se estiró, respirando pesadamente con casi la mitad de la lengua afuera. De vez en cuando, y sin duda por la excesiva temperatura, bostezaba hasta el punto de emitir agudos quejidos. Los cerdos, la madre con sus trece lechones, se habían ido al río y retozaban incrustados en el fango. Solo se les veía una fila de hocicos que resoplaban, las largas espaldas lodosas y las grandes orejas. Únicamente las gallinas, que habían perdido el miedo por el calor, se afanaban por matar el tiempo escarbando el suelo junto a la puerta de la cocina, aunque sabían bien que no había siquiera un minúsculo grano que encontrar. Las cosas parecían andar muy mal para uno de los gallos, pues cada cierto tiempo asumía una actitud pomposa y, con todas sus fuerzas gritaba:

—¡Qué escándalo!

En el mencionado sitio del jardín (el que era el más caluroso de todos porque no llegaba el viento), unos individuos que no dormían estaban sentados en grupo. En realidad, no todos se sentaban, puesto que la vieja yegua sufría en sus costados a causa del látigo del cochero Antón. Y, como era un caballo, removía el heno y no podía sentarse. Una oruga, forma previa de alguna especie de mariposa, se recostaba sobre su estómago más que sentarse; en todo caso, todo esto no es más que un asunto de palabras. Una pequeña pero solemne reunión se celebraba bajo uno de los cerezos: un caracol, un escarabajo, una lagartija y la antes mencionada oruga. Un saltamontes también llegó de un salto, y cerca se mantuvo de pie la vieja yegua escuchando los discursos con una oreja parda llena de canas vuelta en dirección hacia ellos. También había dos moscas sentadas sobre su lomo.

La reunión era cortés pero animada, controvertida. Como era de esperarse, nadie estaba de acuerdo con nadie, pues cada uno valoraba su autonomía y opinión.

—Yo creo —dijo el escarabajo— que un animal de recto comportamiento debe, antes que cualquier otra cosa, preocuparse por su legado. La vida es trabajo para las futuras generaciones. Aquel que, con sabiduría cumpla con los mandatos de la naturaleza, vivirá en tierra firme. Mientras haga su trabajo, no será responsable por lo que ocurra en el futuro. ¡Mírenme! ¿Quién trabaja más duro que yo? ¿Quién, por días enteros, hace rodar esta pesada bola? Bola que, por lo demás, yo mismo hice con estiércol para el más digno propósito: servir para que futuros escarabajos como yo puedan nacer. No creo que nadie pueda decir, con una consciencia así de tranquila y un corazón en paz, lo que yo podré decir cuando nazcan mis escarabajitos: «Sí, ya hice todo lo que debía y podía hacer en este mundo». A eso, señores, le llamo trabajar.

—Oh, ¡por favor! —exclamó una hormiga, que durante el discurso del escarabajo y sin importarle el calor, estuvo arrastrando un excelente tallo de pasto. Descansaba por un instante, sentada en sus cuatro patas traseras, y con las delanteras se limpiaba el sudor de la frente atribulada—. ¡Yo, al menos, trabajo más que tú! Tú trabajas para ti, o en todo caso para tu linaje. No todas tenemos esa suerte. Deberías intentar arrastrar ramas y pastos para los demás, como lo hago yo. Por mi parte, no sabría decir qué es lo que me impulsa al trabajo, agotando mis fuerzas incluso con este calor… Nadie me lo agradecerá. Nosotras, las desgraciadas y explotadas hormigas, todas trabajamos, ¿y en qué sentido es bella nuestra vida? El destino…

—Tú, escarabajo, eres muy severo; y tú, hormiga, tienes una visión de la vida muy pesimista —dijo el saltamontes—. No, señor, a mí me gusta hacer música y saltar, y ninguna obligación, ni la consciencia, ni el destino me preocupan. Además, nadie contestó la pregunta de la señorita lagartija. Ella preguntó: «¿Qué es el mundo?». Y le hablan sobre pelotas de estiércol. Es una ordinariez. En mi opinión, el mundo es un lugar bastante agradable, porque hay hierba fresca para nosotros, y sol, y la brisa… Sí, ¡y es inmenso! Ustedes, aquí entre los árboles, no pueden concebir su tamaño. Cuando estoy en el campo, a veces salto tan alto como puedo y, como alcanzo alturas impresionantes, desde arriba veo que el mundo no tiene fin.

—Cierto, muy cierto —afirmó la vieja yegua—. Pero, en todo caso, ninguno de ustedes verá ni una centésima parte de lo que yo he visto en mi vida. Lamento que no puedan entender lo que es una versta… A una versta de aquí, hay un pueblo: Luparevka, a donde voy cada día por un barril de agua. Pero allá nunca me alimentan. En la dirección contraria tenemos los pueblos de Efimovka y Kislyakovka. En este último hay una iglesia con campanas. Más lejos está Sviato-Troiska, y después Bogoiavlensk. Allí siempre me dan heno, aunque no de muy buena calidad. Nicolaiev, en cambio, ¡ese sí que es un buen pueblo! Está a veintiocho verstas de aquí. Allá el heno es mucho mejor, y hasta dan avena. Sin embargo, no es muy agradable el trayecto. El amo a veces va, y ordena al cochero apurarse, y el cochero nos da unos latigazos terribles… Y, en fin, más allá está Alexandrovka, Bielozerk y Jersón… pero ¡cómo podrían ustedes comprender esto! Eso es el mundo: no todo, debemos admitirlo, pero igualmente es una gran parte de él.

La yegua dejó de hablar, pero su labio inferior siguió moviéndose como si balbuceara algo. Eso le pasaba por la edad. Tenía diecisiete años. Esto, para un caballo, son como setentaisiete años de vida humana.

—No entiendo tus sagaces y equinos comentarios. No me molestaré en intentar comprenderlos, pero los acepto —dijo el caracol—. Mientras haya hierbas que comer, me basta. Llevo cuatro días subiendo por esta planta, y aun no llego hasta arriba. Y después de este tallo viene otro, y allí estoy seguro de que habrá otro caracol esperando. Y eso es todo. Saltar no es necesario: todo eso es imaginación y frivolidad. Lo mejor es quedarse en su sitio y comer de la hoja en la que ya se está. Si no fuera tan perezoso arrastrándome, ya me habría alejado hace un buen rato de ustedes y sus debates. Lo único que van a sacar de todo esto es un dolor de cabeza.

—No, déjame explicarte —interrumpió el saltamontes—. Es muy agradable cantar, y mejor si es sobre temas tan fascinantes como el infinito, o algo similar. Claro que hay gente más práctica que solo se preocupa de llenar su propio estómago, como tú o esta bella oruga.

—Ah, no, a mí déjenme en paz, se los ruego —exclamó alterada la oruga—. Déjenme fuera de este asunto, no se preocupen por mí. Yo hago esto por la otra vida, todo lo dispongo para la otra vida.

—¿Qué otra vida? —preguntó la yegua.

—¿Acaso no lo sabes? ¿Ignoras que después de la muerte transmutaré en una mariposa con alas de muchos colores?

Ni la yegua, ni la lagartija, ni el caracol sabían nada del tema, aunque los insectos tenían una vaga noción. Todos mantuvieron silencio por un tiempo, porque nadie sabía cómo decir algo referente a la «otra vida».

—Es necesario respetar las convicciones —grilló, finalmente, el saltamontes—. ¿Nadie quiere decir algo más? ¿Tal vez las damas? —Volteó en dirección a las moscas.

—Nosotras no podemos decir que nos vaya tan mal —dijo la mayor de ellas—. Venimos recién saliendo de una habitación donde la señora de la casa estaba enfrascando mermelada, y nos paramos sobre una de las tapas y ahora estamos satisfechas. Es cierto que nuestra madre se quedó allí pegada, pero ¿qué se puede hacer? Ya tuvo una buena vida, y nosotras estamos alimentadas.

—Estimados —dijo la lagartija—, creo que todos ustedes tienen razón. Sin embargo, no podemos ignorar que…

Pero la lagartija no pudo decir qué es lo que no debía ignorarse, porque sintió que algo le apretó fuertemente la cola contra el suelo.

Era el cochero Antón, quien luego de despertar vino por la yegua. Pisó, sin quererlo, a la reunión completa y los aplastó a todos. Solo las moscas lograron huir, y se alejaron para zumbar en otra parte sobre su pobre madre muerta en la mermelada. La lagartija se salvó, pero con un muñón de cola. Antón tomó a la yegua por las riendas y se la llevó fuera del jardín para ensillarla y enviarla a buscar un barril de agua, y le dijo:

—¡Muévete, vieja achacosa!

La yegua respondió balbuceando algo inaudible. La lagartija se quedó sin cola. Es cierto que después de un tiempo volvió a crecer, pero le quedó permanentemente negruzca y un tanto atrofiada. Cuando le preguntaron qué le había pasado, ella respondió modestamente:

—Me la arrancaron, porque estuve a punto de decir lo que pensaba.

Y, sin duda, tenía razón.

1882

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Traducción por Tomás Veizaga, a partir de la versión de Bernard Isaacs (Ed. de Lenguas Extranjeras de la Unión Soviética, 1950), complementada y contrastada con la de Rowland Smith, embajador de Gran Bretaña en Petrogrado (Ed. A. Knopf, 1916).

Vida y obra del autor

Vsévolod Mijáilovich Garshin es, junto a Chéjov, uno de los más grandes escritores de relatos breves del llamado Siglo de Oro de la literatura de su país. Nació en 1855 en la Rusia de los zares, en tierras que hoy corresponden a Ucrania. Provino de una familia acomodada cuya estirpe se remonta —según la leyenda— a un guerrero de la Horda Dorada, ennoblecido y juramentado a Iván el Terrible, primer zar. 

Acaso la presión de su linaje, de su familia (el padre era oficial de ejército) y cercanos (como retrata cruelmente en Cobarde) le llevaron a dejar de lado su naturaleza pacífica para enlistarse y combatir como soldado contra los turcos en 1877. Esta experiencia le marcó tanto psicológica como físicamente, regresando profundamente dañado, situación similar a la que vive su Ivanov en Cuatro días, su primer cuento escrito y publicado el mismo año que regresó de la guerra. Tal vez el padre le llevó a la guerra; tal vez la madre influyó en su carrera literaria, pues era asidua a la política y a la literatura, además de manejar tanto el francés como el alemán. De ser así, ambas influencias se unen para crear una poética cuya mayor contribución no es la elusiva referencia biográfica de sus relatos, sino su legado a la literatura universal. Por ejemplo, a muchos se les ha atribuido el primer uso del monólogo interior directo. Eduard Dujardin se autodeclaró el inventor de este recurso, y su fanfarria fue canonizada por la Enciclopedia Británica, que registra la fecha de 1887. Otros han atribuido este recurso a Rhodius, otros a Gidé, otros a Browning. Sin embargo, Garshin en Cuatro días usa este recurso diez años antes que Dujardin y un año antes que Dostoievsky, el cual antecede en su uso a los franceses e ingleses, quienes no por nada tienen sus más grandes museos llenos de reliquias extranjeras. Vladimir Tumanov, por su parte, rescata el mérito de Garshin en un excelente ensayo que expone, fundamenta y contrasta la manera en que este escritor utiliza el monólogo interior directo en Cuatro días, señalándolo como el primero en concretar esta técnica que luego fue tan ampliamente utilizada por grandes autores del mundo anglosajón y también cultores del género de la narrativa breve, como lo fueron Joyce, Faulkner, Woolf y Poe, entre otros. Eso sí, quisiéramos agregar que Garshin supera el mismo artificio que inventa, al subvertir las expectativas del lector en un juego temporal que no dejará de advertirse.

Garshin, además, fue un objeto de culto en muchas lecturas públicas en las que leía sus relatos profundamente conmovedores. Los lectores y oyentes, medularmente cristianos ortodoxos, no podían dejar de notar el fuerte parecido entre el narrador y los íconos de Jesucristo. Esto sumado a la llaneza del lenguaje que lo hacía cercano con el pueblo, más la insondable compasión y simbolismo de sus relatos causaban una especie de histeria colectiva que no pasó desapercibida para la prensa de la época. Pero la salud mental de Garshin, sus nervios dañados, sus personajes, su mirada y su trágico final también le ganaron el epíteto de «el melancólico». Su paso por instituciones mentales y su sentido de profunda empatía por la humanidad se hacen manifiestos en La flor escarlata, uno de sus relatos más emblemáticos, aunque no deja de retratar la futilidad de ciertos ideales. Su sentido de entrega y su manera de crear arte a partir del dolor (o darle sentido a la sangre) se materializan en La señal, otra de sus obras más reconocidas.

En 1888, internado en un sanatorio, Garshin se lanzó escaleras abajo. Muere días más tarde en un hospital de la Cruz Roja. Al igual que Jesús, murió a los treintaitrés. Su muerte fue recibida como la de un mártir, y no pocos condenaron a los gobernantes y a una élite ingrata con sus más grandes artistas e intelectuales. No por nada Ilya Répin, quien lo retrató en vida, acudió e hizo un estudio del rostro del fallecido, que luego utilizó como modelo del príncipe muerto a manos de su propio padre Iván el Terrible, en la que acaso sea su pintura más difundida por el mundo entero.

Por Tomás Veizaga