Debo confesar que siento una debilidad por los poemas breves que apenas se escriben, pero que desde esa miniatura, maximizan sus posibilidades. Una poesía antirretórica diría Gonzalo Millán. Jaime Concha, cuando comenta “Tarde en el hospital” de Pezoa Véliz, señala que se trata de una “miniatura… de una expresión vastamente concentrada, como por primera vez se alcanza en la poesía chilena”¹. 

Hay una tradición de la poesía mínima, que va de los poetas chinos en adelante. En los últimos años en la poesía chilena buenos ejemplos de aquello son: Pedazos de agua (2018) de Roberto Contreras o Aldabas (2016) de Macarena García Moggia. 

Isabel Larraín se inscribe en ese grupo constelar, que hace de la poesía un arte de relojería. En que la lectura se realiza con un monóculo para captar los detalles.

El valor del silencio (Cuarto Propio, 2025), es una joya del tejido, compuesto por dos capítulos: “En la memoria” y “Póstumo”. Este poemario tiene alrededor de treinta y dos poemas sin título, que nos indica que esta elección despersonalizadora (sin título) del poema, es una invitación a leer ambas secciones como un material abierto, que respira a bocanadas con cada texto. 

Lo fascinante de este libro, es su lectura de todo aquello que aparece tenue en el poema, como si cada uno de estos fueran huellas que nos conducen a un objeto que debemos buscar no para encontrarlo, sino que para sentir el trayecto de su propia exploración. Por ejemplo:

 

Un rostro se deja morir

sonrisa en lo alto

se deja morir

el tiempo

en esta calle de manos cortadas. (13)

Estos cinco versos esconden un conjunto de elementos, que pese a su concentración de sentido se dejan leer como si fueran dos caras, dado por el tercer verso, que en la repetición: “se deja morir”; exhibe una dualidad entre la “muerte” y el “tiempo”, que al terminar, en su verso final es concreto como una “calle”, pero también esa calle a la vez es mutilación y castigo. Y después al poema siguiente, sigue, retoma el hilo:

Quién va a ver tras esa esquina

quién va y mira

saluda la parca vestida de perro

manso 

el tiempo se echó a esperar (15)

De este segundo poema he fragmentado sólo su primera división estrófica, luego continúa con siete versos más. Bien, lo que deseo observar es que cada división, en este caso estrófica, encuentra una gestualidad, que gestiona una concentración semántica. Además, hay configuraciones particulares, por ejemplo, una palabra como “manso” del verso cuarto, constituye un verso, ese gesto, tiene la característica de cumplir una función de acoplamiento, hacia al verso anterior (tercero) y al siguiente. De ahí esta idea de leer con monóculo. Pues hay decisiones interesantes propias del oficio de una poeta con trayectoria como Larraín.

Leer con monóculo también es detenerse lentamente y volver a aquellos detalles, que dejamos pasar por la costumbre de leer de corrido. Se podría decir que la poesía de Isabel Larraín se escribe a contrapelo de las condicionales formas de lectura del rendimiento. Porque no hay resolución ni categóricos hallazgos, mas bien hay exploración que se despoja de cualquier expresividad pedagógica. 

Para terminar de cerrar la idea anterior, el tercer poema vuelve sobre el tema de las “manos” que ya estaba en el primer poema. O sea, esto nos aclara que cualquier intento de leer El valor del silencio, como si fuera una colección de poemas sería un error, pues tal como señalé, sus secciones son abiertas, sin título, cuestión que permite que el material se teja e intercomunique, como si cada capítulo pudiera funcionar también como un poema largo, que al fragmentarse, inventa un diálogo interior silencioso.

Otro aspecto llamativo son las referencias a distintos autores desde Malú Urriola, Tomás Harris, Eugenia Brito, Maqueira, etc. Alusiones a libros, pienso en Campo Minado o Zonas de Peligro. De cualquier forma, estas alusiones mantienen el tono del libro, ya que aparecen sin ninguna particularidad gráfica u ortográfica. Mantiene esa idea sobria del índice, que desde la semiótica Charles Peirce, nos señala que el “signo está afectado por el objeto”. Desde esa perspectiva El valor del silencio, puede ser leído como un conjunto de signos afectados por un objeto, y aquí vale la pena recurrir al espléndido prólogo de Rosabety Muñoz, para recordar que ese objeto, en este caso puede estar afectado por la muerte, de ahí la articulación episódica de “En la memoria” y “Póstumo”, de ahí también las dos dedicatorias iniciales del libro.

Entonces la huella es una posibilidad de respirar. Aunque la huella, el residuo, no debe apartarnos del paso siguiente, que es siempre pura materialidad vital en movimiento. Finalicemos con este bello poema, que abre esta reflexión:

En este tramo no cabe la tristeza

el equipaje va ligero

importa más el paso que la huella. (67)

 

¹ Véase “Tarde en el hospital”, de Carlos Pezoa Véliz de Por Jaime Concha.

Publicado en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana Año 1, N° 2 (1975)

 

Por David Bustos Muñoz

 

Sobre

El valor del silencio
Isabel Larraín
Cuarto Propio
84 pp.
2025