“Ay, ese es el nombre de nuestro pueblo.
Me lo estuve guardando todo este tiempo”
Las estrellas eran unas extrañas ampolletas, la luna era la mitad
de unos anteojos, todo el mundo daba vueltas por el vestíbulo
de la tarde mientras las nubes gordas se desvanecían,
la gente parecía confundida, como alguien que llega
unos minutos tarde a la cena y encuentra flores
crecidas en la platería, capullos de amarillo
y azul. Quel drag. Dos muchachos tomados del brazo
subieron al observatorio, iban jadeando y riendo
por los amplios escalones de la terraza. La gente corría
hasta sus pequeñas casas con balcón solo para darse
la media vuelta y volver corriendo abajo, la atención puesta
en los diversos gustos de los balconistas, las plantas
colgantes y la decoración, esa fachada blanca cubierta
de restos de una fiesta de matrimonio. Una mujer
volvió a subir las escaleras, dejando la biblioteca
a merced de las ratas y lectores (esos ratones modestos),
y cada cual en la colina prestó atención
a su ascenso onírico, recordando cuánto se disfruta
ver películas en reversa, la leche vertida arriba
hasta un vaso de bordes azules, en orden, la acción deshecha
de lo sublime. Aunque recién atardecía, era como si fuera tarde
para algo, una forma mayor que no captabas
aunque la presionaras contra tu cuerpo y que parecía
tararear una canción para distraernos, con tan pocas notas
y con tal indiferencia que apenas era canción, pero
¿cómo más íbamos a llamarla? Quién sabe,
respondiste, sabiendo que gran parte del movimiento brillante
ya estaba en marcha, el vasto torbellino
de la armadura subterránea que justo comenzaba
a relajarse en serio, y aún nos queda por inventar
algo tan puro como la guillotina, un instrumento
también conocido como la pequeña ventana. Pero
¿qué esperamos ver? ¿El matrimonio entre lo bello
y lo trivial? ¿O que el cielo finalmente,
limpio de nubes, sepa decirnos algo nuevo?
En la canción de Jaufré Rudel
El sol se abandona en los pensamientos que se tuvo de él.
Las flores del pasto yacen tendidas bajo el aire y el ruido del gong.
El pasto concluye con aquel irritante factor que previene a los números del reloj
salir volando en doce direcciones distintas, más allá del campo.
Ella envía su voz entre los pinos, regresa sola al atardecer.
Los cuervos la desprecian por su belleza, ella es tan fea como un poeta.
Existe un número limitado de noches, aunque ninguna noche en particular
pueda probarlo.
Este es el saludo que los amantes intercambian cuando se encuentran.
Poema
Me topé con los adoquines
La breve capital de los disturbios.
Y dentro de esa ciudad yace la ciudad
Utopía con sus pequeñas estancias
y bebidas de naranja, Utopía con
sus sandías y televisores.
Dentro, la ciudad sostiene los felices
disturbios de mi juventud tras sus fachadas
de oro. En trémulo ascenso desde el río,
llena de olvido en los resplandores de la tarde,
uno ve una ciudad donde gobernó
lo negativo. Y más adentro, una ciudad
que es poco más que una teoría del rojo
en la vida cotidiana: los suburbios rojos, el rouge
de la nostalgia, una serie de cambios apenas bosquejados.
Bajo los adoquines, la playa
Y así, como siempre se arriba
de lo muy lejano. La ciudad
donde nos deslizamos entre las vigas toscas
del segundo piso, aturdidos por el sexo.
Un interior que guarda la famosa Somnópolis
ciudad puranoche que gotea luz de secobarbital.
Dentro suyo hay una triste ciudad sin terminar
comenzada en un gesto de ensueño, sin nubes, hecha
polvo por millones. Ciudad que fuera
una carta de amor. Un interior a esto,
ciudad que emerge desnuda de la blanca
indiferencia del invierno. Ciudad
alguna vez oculta en la biblioteca y hoy
dormida por el sueño de lo colectivo.
Detrás de lo abstracto vive lo efímero
No logras recordar si, en esta esquina,
años atrás, doblaste a la izquierda o la derecha.
Adentro del suspiro inmanente, una ciudad
bajo el signo de la rueda de la fortuna y
los balazos en la torre del reloj. Una ciudad
dispersada por notas extendidas en el frío
margen de lo espectral, las grandes ciudades.
Ciudad sin nada en absoluto: no hablará
de mí ni otros, ni de amor ni juventud
ni nada. Y la ciudad llamada
El Anti-pasado, adonde viajas
cada día, donde la lluvia marca
una gramática del horizonte, la lluvia
y el aire de abril cubierto de comillas plateadas.
[Los tres poemas pertenecen a su libro The Totality for Kids (2006)]
Por Joshua Clover
Traducción de Simón López Trujillo
Fotografía de Duane Michals