Tal como suena:

nombre no tengo; cuido

crisantemos

Haiku de Natsume Sōseki

 

Es un día como cualquier otro y Sentaro está batiendo la mezcla para sus dorayakis en la tienda Doraharu. Sin meticulosidad ni entusiasmo, con apatía e indiferencia, prepara hace años estos dulces japoneses en algún rincón de Tokio. Las jornadas ocurren una después de la otra. No llega demasiado temprano a la tienda para los preparativos, elabora la mezcla y la vierte en la plancha formando pequeños panqueques del tamaño de una palma, coloca el an industrial –dulce de porotos azuki que se usa como relleno de los dorayakis– en uno de estos panqueques, luego lo cierra con otro y lo envuelve. Su relación con el trabajo se parece al de muchas otras personas; no alberga ninguna pasión y fue más el azar que la vocación lo que lo llevó hasta allí. Sentaro se parece a una hoja en el viento. Sobre un elemento como el aire comienza Dorayaki, junto a un aroma dulce que se mezcla con el revoloteo de las flores de sakura, provenientes de un imponente árbol que custodia la calle donde está la tienda. Esa brisa primaveral lleva a la anciana Tokue hasta Doraharu, quien revolucionará de forma silenciosa y progresiva la vida de Sentaro.

La obra de Durian Sukegawa es publicada por primera vez al castellano por Chai Editora, luego de que haya sido adaptada al cine por la directora japonesa Naomi Kawase, bajo el título An en 2015. La historia nos hace entrenar la imaginación no a partir de la vista, sino de otros sentidos como el olfato y el gusto. La historia discurre contenida en escenas de belleza ligera y sencilla: utensilios de cocina, la preparación del an, los detalles de las diferentes estaciones, la brisa, la contemplación de los sakuras y los significados o tonos emocionales que viven en inclinaciones de cabeza, gestos de las manos y miradas. En efecto, los capítulos de Dorayaki están poblados de la presencia de lo cotidiano y lo nimio, que nos recuerda el poder de las pequeñas cosas delicadas. El libro propone a su vez la oportunidad del encuentro a través del trabajo conjunto. Tokue desea trabajar en Doraharu y se las ingenia para convencer a Sentaro de que la acepte. Jornada tras jornada, Tokue le compartirá no sólo sus saberes detrás de los porotos azuki y la pasta an, sino también un consejo tan misterioso como hermético: abrirse, aprender a escuchar. 

Dorayaki, que puede leerse como un elogio por estos sencillos postres japoneses, también nos presenta las historias de tres personas que se ven unidas por la necesidad y la amistad en un nudo intergeneracional. Sentaro es un hombre de mediana edad sin aspiraciones y con muchas puertas cerradas, que lleva a cuestas un pasado difícil y reprochable. Wakana es una adolescente pobre que no podrá ir a la preparatoria, con una madre que no le presta atención y a quien Sentaro le da los Dorayakis defectuosos. Tokue es una anciana que ha tenido una vida cruel e injusta. De pequeña contrajo la enfermedad de Hansen, fue recluida en un sanatorio y privada de su libertad durante décadas por las leyes de sanidad, aunque se hubiera curado por completo y no existiera riesgo de contagio. 

En su aislamiento y soledad, los tres personajes tienen la impresión de que su vida no guarda gran valor, a la luz de la máxima moral japonesa de ser útiles para la sociedad. Experimentan la desorientación a la que los arroja la pregunta por el sentido de su vida. ¿A qué bordes de la vida los lleva esa amarga sensación? Dorayaki no brinda descripciones psicologistas. Las tonalidades afectivas de Wakana, Sentaro y Tokue son narradas desde la ausencia de explicaciones exhaustivas. Contamos con los detalles de gestos, movimientos de cabeza, contemplación de los árboles, puños apretados, una mirada que se ha detenido demasiado frente a las vías del tren, ver lo que otro está viendo…

Mientras los primeros capítulos nos muestran de a poco las texturas afectivas de los personajes, los tiempos que demanda el an casero de Tokue y los chispazos de alegría en Doraharu, los últimos nos revelan la violencia y la crueldad detrás de la ignorancia y la indiferencia. Sentaro abre su oído para escuchar las palabras de Tokue que, aunque no sean la panacea, sí comparten la pequeña y modesta rebelión de lo frágil y marginal. Tokue defonda la utilidad como única medida del valor de la vida para presentar su propia perspectiva: “Estaba sola en el sendero del bosque y vi de frente a la luna (…). Decía: ‘Quería que me vieras. Por eso brillo de esta forma’. (…) Comencé a entender que nacimos con el propósito de ver y escuchar”.

El libro ofrece como cierre una Nota del autor, donde Sukegawa reflexiona sobre el origen e impulso de esta historia. Experimentar, ver y escuchar el mundo une cada vida individual con un tiempo y espacio más que humano, no importa sus circunstancias. El mundo, con sus capas de realidad y reinos que se tocan e interrelacionan, es el contenedor en el que discurren las vidas de Tokue, Sentaro y Wakana.

Por Sasha S. Hilas

Obra de portada: Adolf Fassbender.

Dorayaki
Durian Sukegawa
Traducción de Amalia Sato
Chai Editora
2024