Naufragio

 

Abatida por las estrellas, la isla soporta 

su soledad con periquitos en árboles filosos,

 

fuegos futuros y años de viento.

Hasta los corales deben soñar con telarañas. 

 

Cada aliento se pulveriza,

una legión de olas obstruye mi cara.

 

Este mundo somero es un ronco murmullo

de caracolas. Un refugio a la mitad: 

 

el agua me perdona, pero el cielo me ataca.

Más allá del tropel de corales, el mundo

 

es difuso como el horizonte. Mi mandíbula

es un animal distante, la cobre envidia de los colmillos.

 

Para volver incendiaría las velas y cincelaría

el corazón. El mar es lo opuesto a la caída.

 

 

 

Desayuno

 

Eres la clase de hombre al que le gusta la tostada

bien a punto. Las rodajas abiertas en abanico, cada centro

 

pálido y aterciopelado es todo tuyo. Es preferible

no pensar en otras manos una vez aquí:

 

los dedos que revolvieron la masa y las palmas 

que sostuvieron las rodajas. Además, los héroes

 

de las epopeyas siempre parten de ciudades feas.

Tus mañanas empiezan de la misma forma: café

 

filtrado, huevos cocidos a fuego lento en la sartén, 

el periódico desplegado, la tostadora

 

acepta el pan por designio, dos rebanadas

se deslizan hacia adentro y se endurecen contra los resortes radiantes;

 

un solo propósito encuentra sin duda claridad.

Percibes que la perilla está por saltar

 

y mantienes tus manos sobre la boca cromada

empujando el pan hacia abajo hasta el punto

 

de quemarse. No hay perfección más grande

que el desayuno. Hasta el verdugo

 

recibe una baguette, aunque el panadero la venda

al revés. El resto del día, persigues

 

sombras de halcones a través del campo.

Tu dobladillo se descose, arañas bebé salen

 

del huevo en el buzón y el cráneo de ardilla

en la vereda solo es un carozo de durazno. 

 

Pero nadie logra llevarse la cebra a casa,

te dices, incluso algo peor que un caballo

 

sería un golpe de suerte. A la noche, solo ves

mis ojos, un par de peces oscuros que te observan.

 

Mi mano sobre tu muslo es plana;

tú desearías que fuera una bobina caliente.

 

(Ya lo sé.) A la mañana, 

te levantas de un salto. Quieres contarme

 

todo. Tu boca se abre como la tapa de una caja,

luego se cierra con una solapa de cartón

 

dentro de otra, resellable pero no hermética.

Suena el futuro reloj de la desilusión.

 

No hay palabra adecuada porque no hay nadie 

ahí para oírla. Pero el desayuno será perfecto.

 

 

 

Nocturno

 

Aquí estoy otra vez, en la oscuridad revestida de hierro,

donde nos reagrupamos como extraños.

Todos obedientes, llevados bajo tierra,

letárgicos como peregrinos. 

 

El entendimiento aquí es miope: solo

reconozco el aerosol y el agotamiento, las costuras

del hombro, una mancha de nacimiento y tu secreto, aún en boca.

Enmarañados,

 

piernas y brazos que no puedo distinguir ni seguir

me presionan, como la libertad de la hierba, para que suelte,

me incline. No hay dónde caerse. No cambiaría esto

por la superficie,

 

pero el final llega de repente, como un quiebre. Dejamos 

nuestra privacidad fluorescente, tropezamos, enmudecemos

como caballos de plástico, intactos, con los ojos en blanco,

casi como una pequeña tribu. 

 

 

 

Islandia

 

Alguna vez creció aquí un bosque: tal vez no me creas.

Con el primer arribo de un invierno sin días, se taló

o se quemó troncos por pasturas. El resto

 

se ahuecó para hacer botes cuando volviera

abrumador el sol, como lo más deseado.

Mil años sin sus árboles segaron esta isla,

 

y nos quedó poco más que hielo. Las ovejas

tropiezan en los campos de lava desgajados,

basta un plato de papas con bacalao seco.

 

Tú dices que jamás hubo abedul, insistes

con rojizas riolitas, pero rechazas el lupino, foráneo

e imprevisto, aunque anide en pedregales

 

donde nada más crece. Pero, a veces,

hasta el amor es invasivo: que de la piedra

pómez produzca tierra, que nos devuelva al verde.

 

 

Por Robin Beth Schaer

Selección de Miguel Ángel Gutiérrez

 

Naufragio
Robin Beth Schaer
Komorebi Ediciones
2024
Traducción de María Agustina Pardini y Eleonora González Capria