El loteo interior es todo lo opuesto a lo que ves desde las avenidas. Líneas trazan divisiones irregulares, patios interiores en los que a veces es difícil comprender dónde inician y dónde acaban, mucho menos desde dónde se accede a ellos. Frente al primero después de esta ventana hay una piscina, pero desde aquí no se puede ver. “¡Splash! ¡splash! se escucha en verano” me dice la dueña de casa. Al costado, un patio a superior altura donde en las tardes se ven niños jugando a la pelota ¿cómo llegaron allí? no es una pregunta que pueda responder.

“Cerdá no buscaba la división, todo lo contrario” es lo primero que me dicen al llegar a vivir al Eixample, refiriéndose al creador de la planificación urbana de dicho barrio ubicado en el centro de Barcelona. Estos interiores fueron diseñados para ser públicos, para el uso y recreación de la comunidad. Fachadas continuas, edificios con no más de cuatro plantas de altura, manzanas organizadas como un tablero de ajedrez interrumpido a veces por diagonales para mejorar la circulación. Patios interiores pensados para el encuentro.

Por la mañana está todo tranquilo, los escasos árboles dan albergue a pájaros que, si bien hablan una lengua que no comprendo, es cálida como una madre que desea serlo. Se hacen notar volando entre hojas verde oscuro y flores púrpura. Ventanas cerradas, persianas abajo. Una mujer mayor barre su lote, impecable en un vestido azul con un escote en la espalda. Al finalizar, cuelga pala y escoba en un gancho anclado al muro a una distancia perfecta del suelo.

Están los interiores pequeños, esos túneles alargados que dejan entrar algo de luz a las habitaciones, donde a la hora de comer los olores de las cocinas se mezclan creando menús insólitos, incomibles. Alguien tira la cadena del inodoro. Una mujer muele ajo en un mortero y le habla a un niño en una lengua a través de la que no comprendo el amor.

Lo que debería haber sido de hasta cuatro plantas según la planificación de Cerdá, ha trazado líneas irregulares que separan del cielo a las edificaciones, de derecha a izquierda tenemos: seis, siete, cinco, ocho, seis, seis, siete, cinco y siete, sin contar las azoteas. Ropa de colores sólidos, neutros, pasteles, sin estampados ni flores, cuelga frente a las ventanas. Se abre una cortina,  una mujer en pijama sale al balcón, le pega el sol en el cuerpo, apoya en la baranda sus codos y el interior la absorbe otra vez. Al mismo balcón sale una chica más joven, se sienta en una silla, come con rapidez. Pantalones blancos, polera sin mangas, negra. Escucho el sonido de su cuchara golpear el cuenco. Cereales con leche, de seguro.

Un poco más de setenta patios interiores han sido recuperados desde los ochenta, en la necesidad de darle más áreas verdes a una Barcelona con altísima densidad de población. Leo noticias en donde me entero de estos interiores públicos, doy con un par de direcciones y me dispongo a encontrarlos. Es un medio día soleado, la gente camina con pausa por Córcega, hace las compras. Paso frente al Hospital Clinic, sigo hasta Urgell. Google Maps indica que la entrada al jardín se encuentra en un 365. La gente sigue caminando naturalmente, con una seguridad de sus coordenadas de destino que añoro. Me devuelvo hasta Villarroel, tal vez algo no ví. Nada. Subo hasta París, doy vuelta a la manzana. Me cuestiono si el significado de público para los catalanes es el mismo que para esta extranjera recién llegada: tal vez son espacios de uso solo para las comunidades de los edificios que los bordean. No quiero perder la esperanza y voy a buscar otro que se supone está en Roselló. Elijo retomar Córcega y de pronto, se abre ante mí antes de llegar a Casanova, Montserrat Figueras. “La magia existe” me digo.

 

Por Camila Blavi Contreras

Fotografía de Joan Carles