Repulsión: del latín repulsĭo, refiere al acto y el resultado
de repulsar o repeler algo, llevándolo hacia atrás.
Filmada en blanco y negro, es la primer película en inglés realizada por el director Roman Polanski. La misma da inicio a la llamada trilogía del apartamento, la cual continúa con Rosemary’s Baby (1968) y Le Locataire (1976). Puede decirse que el elemento que reúne estos tres títulos reside en la desesperación de los personajes principales, y el terror que deriva de ciertas fantasías oscuras que transcurren en las cuatro paredes de un departamento.
Un ojo abierto, perplejo, se torna objeto de la cámara desde el inicio de Repulsión. Lentamente, la imagen cinematográfica se amplía para dar lugar al retrato de Carol (Catherine Deneuve), una mujer de mirada perdida, apagada. La cámara permanece e insiste en un primer plano sobre su rostro, introduciéndonos posteriormente en su cotidianidad: su trabajo como manicura en un salón de belleza de Londres. Tanto su imagen corporal como los comentarios que se oyen de los otros personajes que van apareciendo en pantalla, dan cuenta de cierta abstracción de la realidad en Carol, de una ausencia, una imposibilidad de estar-en-el-mundo.
A partir de un travelling, somos cómplices de cómo la cámara persigue a Carol por la ciudad. La acompañamos en una caminata que parece no tener un propósito determinado, sino que deambula por las calles de Londres, en un ritmo un tanto desesperado. Es casi como si alguien la acechara, o mejor dicho, como si ella se sintiera acechada. La sensación de un peligro exterior que la rodea comienza a delinearse desde los primeros minutos de la película. Tal vez, esa sensación de acecho y persecución se vuelve concreta a partir de los comentarios y miradas de los hombres que aparecen a su paso, como así también con la presencia de un joven pretendiente que intenta invitarla a salir constantemente, obteniendo siempre el mismo resultado: una imposibilidad enunciada en el “no puedo” de Carol. “Es muy tarde” -se jacta ella- ¿tarde para qué? Instantáneamente el tic tac del reloj la acompaña aún estando en el exterior. Y las imposibilidades comienzan a hacerse síntoma, tanto que tampoco puede sostener la mirada durante el diálogo, rechazando la mirada del Otro, demasiado pesada, demasiado opaca. El poeta mexicano Octavio Paz (2017 [1987]) recita “En el centro de un ojo me descubro; no me mira, me miro en su mirada”: hay algo en la mirada del Otro que supone un des-cubrir, quitar los velos de aquello que me implica a mi-mismo, una verdad quizás insoportable. Sartre, en El Ser y La Nada (1988) manifiesta que en la mirada del Otro uno puede ser visto, y allí reside el peligro, en tanto que algo escapa al sujeto, una “dimensión real” (p. 168).
Carol, quien en su cotidianidad comparte departamento con su hermana, al llegar se despoja de sus vestiduras formales y adornadas. La evidencia de que un hombre transita por las habitaciones del hogar londinense da cuenta de la irrupción de un tercero en esa relación tan simbiótica que las dos parecen tener. Un usurpador de intimidades, un extranjero que quiere “quitarle” a la hermana.
De esta manera, Polanski comienza a brindarnos un punto de vista sobre el personaje principal: Ella no es más que la hermana de. Por ende, cuando la hermana comienza a salir del hogar, y le plantea que se irá de viaje con esta figura masculina, pocas son las cosas que pueden nombrar a Carol, quedando reducida a las paredes de un departamento. La joven se mira a sí misma en el reflejo de los objetos inertes en busca de una imagen que le sea devuelta, como un intento de reconocerse a sí misma. Se hace tangible la dificultad de establecer algunas aristas para poder componer un yo, teniendo en cuenta que, como dijo Rimbaud, <<yo es otro>>. Ese otro semejante cuya imagen funciona de espejo, permite sostener un lazo social, una posibilidad de encuentro. Cuando esos lazos no se hallan, el sujeto apela a otras construcciones, las que puede. En este caso, Carol se recluye en los metros que delimitan su departamento, hostigada por sonidos mudos, a veces invisibles, de una pequeña gotera o de las agujas de un reloj. Sonidos imperceptibles que se tornan insoportables, aún para el espectador.
El cuerpo de Carol desfila por los ambientes del departamento, pero no los habita, sino que se desliza en un intento por ser parte de los mismos. La cámara se posa sobre una fotografía que nos remonta a la infancia de la joven. En ella, se ve el rostro de una niña rodeada de adultos, mirando hacia un costado, a un mas allá, ausente. El filósofo Lévinas (2012 [1977]) establece que en el rostro se expresa una presencia viva, es decir, que el rostro habla, dice algo, enuncia y en ese enunciar hay ya un discurso sin apelar a la palabra. Carol carece de palabras: en su rostro, aún en el presente que la película construye, se observa un estado de perplejidad y silencio. Hay una búsqueda de un decir; un decir que aún ella desconoce, y que podría relacionarse con esa fotografía.
En las calles, nuevamente camina en círculos, en un divagar que no lleva a ningún sitio, deteniéndose a contemplar las grietas que se forman en el pavimento. Y así se mantiene. Pareciera que en ese transitar circular y repetitivo, instaura la posibilidad de evitar el encuentro con aquel hombre que la invita a salir constantemente. Las grietas del pavimento se vuelven grietas en la película; hay un quiebre narrativo en el personaje de Deneuve, luego de que la misma recibe un beso del joven. Sola en su departamento, la cámara sigue los movimientos más finos de Carol, al tocar objetos cercanos que ella puede manipular y que son los únicos que la acompañan. El tocar puede ser pensado como un intento de apropiarse de aquello que está estructuralmente a distancia de uno mismo, aquello que, aunque no anula la otredad (incluso ante un objeto), funciona como tracción. La distancia precisamente posibilita el contacto y la distinción entre sujeto y otro (Nancy, J-L., 2013). Por eso es pertinente pensar que, quizás, este es otro intento de Carol por reconocer sus bordes, sus fronteras, hacerse cuerpo más allá de las fronteras espaciales y frías de las habitaciones.
Pero en la noche todo es distinto: “cerrada noche de fantasmagorías” diría Hegel (1931). En las penumbras de la noche los fantasmas obtienen un lugar predilecto para hacerse manifiestos y deambular por los pensamientos de Carol. Presencias extrañas son advertidas por la joven, sonidos ajenos la atormentan en la oscuridad. En este intento de Polanski por brindarnos una trama propia del género de terror (con jumpscares incluidos), es posible pensar hasta qué punto Carol se encuentra separada de lo que la rodea, incluso olvidando que ha realizado ciertas cosas, como dejar el grifo de la bañera abierto, atribuyéndose fácilmente a un fenómeno exterior.
Ahora, actitudes persecutorias se entraman en el comportamiento de la protagonista, a la cual se la observa en un estado de alerta constante. Esas grietas que ella ubicaba en la acera, se desplazan sutilmente al interior de su departamento. Un lugar que, por lo visto, ella considera un espacio íntimo, comienza a resquebrajarse literalmente, dando a entender que hay algo en el límite entre interior/exterior que se vuelve indecidible. Y ella ya no está tan segura y protegida con esa operatoria de evitaciones que fue elaborando, recurriendo a actitudes distantes con los otros. Hay algo afuera, si se quiere, que la incomoda, que la toca de cerca. Una presencia siniestra y angustiosa. Como planteó Freud, emerge algo que aunque “debería permanecer en secreto, en lo oculto, ha salido a la luz” (1917-1919, p. 225). Algo éxtimo, que es más bien lo más propio, lo más íntimo de Carol, aquello que no se atreve a ver, demasiado intolerable y por lo que recurre a esta reclusión y aislamiento, a encerrarse en sí misma, más allá del espacio físico. Otras sombras, posiblemente las que ella no reconoce, merodean en la noche. Y sus fantasmas se encarnan en la figura de un hombre que, en la estructura de lo que parece ser una escena onírica, abusa sexualmente de ella. No hay sonido. Ella grita, pero no se la puede escuchar. Es la figura de la imposibilidad pura.
Como mencionaba más arriba, ese beso que el joven le da a Carol se instaura como quiebre, un contacto real a partir del cual devienen estos escenarios traumáticos en los que se siente perseguida y atormentada por sombras y alucinaciones de abusos, en donde no cesa de repetirse una misma situación. La joven deja de asistir a su trabajo por varios días, evitando contacto alguno con otros. La visita repentina del joven pretendiente la impulsa a ella a un pasaje al acto: aquel que logró atravesar la barrera de lo íntimo es destruido, y con él, toda posibilidad de establecer contacto con un exterior. Carol apela a clavar maderas en la puerta de entrada, con la esperanza de que las penumbras cesen de perturbarla.
Nuevamente Polanski apela a la crudeza de la imagen para retratar otra violación de la que la joven es víctima. Se repite, nuevamente, el silencio. No poder decir nada es quizás lo más angustioso, en tanto que algo no puede inscribirse en el plano del lenguaje. Entonces le queda hacer síntomas, habitarlos y habitarse en ellos hasta en cierto punto ser consumida. Eso que no cesa de aparecerse perturba y persigue en forma de alucinaciones visuales, como así también auditivas.
Manos ajenas la acechan a través de las paredes, tal vez manos del pasado, portadoras de un roce impropio, que ella rechaza y por el cual se atormenta. Retornan y se repiten en pequeñas alucinaciones y fragmentos de sueños violentos. Y cada vez que suena la puerta, algo prosigue resquebrajándose, en tanto Carol se niega, se ve imposibilitada a responder a ese llamado, al llamado del Otro. El director cierra la historia con la fotografía de su infancia, con una niña de mirada petrificada que parece dirigirse a un señor, familiar, allí donde su infierno comenzó y no cesó de perpetuarse. Y de esta forma, le da el nombre a la obra, en ese acto de repulsión ella rechaza, niega algo al mismo tiempo que lo trae hacia sí misma, “hacia atrás”, hacia ese pasado indescifrable y que no logró inscribirse de modo alguno que, por lo tanto, se repite.
Referencias:
- Epstein, J. (1947). El cine del diablo. Buenos Aires: Editorial Cactus.
- Freud, S. (1917-1919) Obras completas: Volumen XVII. Buenos Aires: Amorrortu
- Hegel, G. W. F., (1931) Filosofía Real. México: Fondo de cultura económica.
- Lévinas, E. (2012 [1977]) Totalidad e Infinito. Salamanca: Ediciones Sígueme.
- Nancy, J-L. (2013) Del sintiente y del sentido. Buenos Aires: Editorial Quadrata.
- Paz, O. (2017 [1987]) Poesía. Barcelona: Bonalletra Alcompas.
- Sartre, J-P. (1988) El Ser y La Nada. Buenos Aires
Por Agustina Cabrera