Sé que me ha llegado la hora, entiendo perfectamente que ya no doy más. No soy una persona a la que se le podría llamar vieja, sí es que me vieran, probablemente me etiquetarían con la categoría de la juventud. Sus mentes pensarán que estoy enfermo, pero se equivocan, no lo estoy, ni siquiera padezco de un resfriado. Simple y sencillamente es mi momento y lo sé.
En este instante estoy sentado, observando la puerta: está semiabierta, y al amanecer, cuando la luz del sol la acaricia suavemente, la madera que la compone se torna de un café acaramelado; es realmente hermoso, aunque en los últimos momentos de la vida, todo es hermoso, o nada lo es.
El cielo se aprecia desde el tragaluz, pese a que el sol ya ha marcado su presencia, todavía no aparece para que lo observemos, o más bien, para que evitemos hacerlo. El horizonte está levemente iluminado, produciendo un color anaranjado, y mientras subo la mirada por sobre mi cabeza, se pueden ver las últimas estrellas de la noche. Cuanto deseo que no desaparezcan, no quiero enfrentarme con el vacío: sin sol, sin luna, sin estrellas; no tengo de dónde sostenerme. El rocío comienza a evaporarse por el calor y una niebla comienza a aparecer, le da un sentimiento místico al ambiente que me rodea, pero no inhibe mi visión.
Se acerca el momento.
Me pesa mi soledad, levantarme cada mañana es como hacerlo con veinte ladrillos encima, pero sé que nadie lo hará por mí; nadie me empujará de la cama, me dirá mis obligaciones, me motivará o me abrazará sí es que lo necesito: porque soy inalcanzable. De cierta forma me alegra que otro ser pronto vendrá a acompañarme. No me atrevo a decir que es un alguien, conozco las historias, la verdad es que abundan por estos tiempos, y definitivamente no es un humano, es un eso.
Yo sí soy una persona, eso creo al menos, no existe otra definición posible: todo mi sufrimiento no tendría sentido entonces, porque las personas sufren, eso es lo que hacemos. El alivio después de sufrir, eso sí que es ser persona, esa alegría vacía, porque ya no estás mal, es infinitamente superior a cualquier logro que haya hecho, no tiene contenido, solo el dejar de lado el malestar. Cuando abandonamos ese estado exultante, volvemos a sufrir, pero con esperanza, sabiendo que existe algo después. Esto le otorgó sentido a mi vida por mucho tiempo, pero exploté en demasía aquel círculo vicioso, bajo todos los parámetros, lo rompí: ya no siento nada después de sufrir, solo vacío e impaciencia por comenzar a sentir de nuevo.
Ahora siento sus pasos, cada uno se asemeja al sonido de un tambor: son graves y profundos. Su caminar es lento, definitivo y seguro. Toda preparación mental que había hecho se esfumó como los dibujos en la arena a las orillas del mar; fue desapareciendo con cada paso, como el aire que respiramos, los recuerdos que olvidamos, como mi vida en unos momentos más.
El sonido de sus pisadas es cada vez más fuerte, y mi mente explota con mil recuerdos, haciendo que mi cabeza sufra un dolor concentrado y fuerte. Mientras se acerca el eso, mi mente se vuelve insoportable e inhabitable, el dolor es muy grande y mis pensamientos no paran. No lo soporto más, grito desesperado, lo más fuerte que puedo: lo hago para mostrar mi estado, y para no estar más así.
Al terminar de gritar me doy cuenta que el sonido del tambor ha cesado. Quizás lo asusté, tal vez no era mi hora.
Mi cuerpo se paraliza, tengo frío y me siento débil. Comprendo, la muerte está cerca.
Una mano compuesta por huesos se asoma a mi puerta y la mueve lentamente. Aprieto mis dientes; siento todo mi cuerpo adolorido, sin embargo, la ansiedad que me dominaba antes se ha calmado. La esquelética mano sigue avanzando, noto que desde la muñeca ya comienza a haber carne; sigue avanzando: polera, pantalones, el eso está descalzo, sus dedos también son normales, con piel y uñas.
Miro al eso de pies a cabeza, repito la secuencia varias veces, no existe ninguna arruga en sus prendas. Son negras como la oscuridad misma, absorbiendo la luz a su alrededor, evitando que los objetos brillen y que sus colores aparezcan en el ambiente.
Es evidente que el eso es igual a mí. En los últimos meses he intentado activamente no mirarme al espejo, no le veo el punto, pero sé muy bien como soy, y definitivamente puedo decir que es exactamente mi copia. Bueno, no exactamente, la ropa es distinta, trae objetos que yo no tengo en mi disposición y posee ciertas marcas que no están en mi cuerpo. En su mano izquierda tiene un pequeño contenedor lleno con pastillas; su cuello está marcado con un gran moretón, el cual por su forma se puede saber que fue hecho por una cuerda gruesa; en su mano derecha, la que está formada solo por huesos, porta una gran hoz. Lo considero bastante teatral, mi elección fue un cuchillo, pero supongo que no podemos ser exactamente iguales, yo no soy un eso y el eso no es una persona. En la hoja de la hoz puedo ver mi propio reflejo, no tiene sentido seguir evitándome a mí mismo; es sorprendente, mis ojos demuestran tristeza, no estupefacción, ni miedo frente a semejante ser.
Comprendo lo que me espera, lo último que debo hacer es mirarlo a los ojos. No me he atrevido, creo que cuando lo haga me iré, y una parte de mí no quiere hacerlo. El acto de mirarme a mis propios ojos posee una fuerza que no me siento capaz de enfrentar, siento como si me desafiara a una gran ola, está a punto de reventar encima de mí, debo correr hacia ella para evitarla, pero no creo poder alcanzar.
No sé qué es lo que me queda, tengo tanto por pensar, pero el sentir se ha llevado la victoria, como siempre, ya es muy tarde, no hay vuelta atrás.
Los ojos del eso son rojos, al menos no he tenido que enfrentarme a los míos. Sin embargo, me siento extraño, estos ojos se han llevado mi esperanza, mi miedo, mi tristeza, todos mis sentimientos. También siento como se están llevando mi vida, son realmente hermosos y me alegra que sean lo último que contemple.
Texto por José Tomás Lempereur
Foto por Felipe González (@sombrasimaginarias)