En el negro de la página como si fuera una pantalla, Dronbot cuenta cómo y por qué existe, quién lo creó y cómo funciona. Es un programa computacional, dice, que puede crear textos nuevos a partir de textos dados. Afirma que este libro es una infraestructura «donde transitan poemas, drones y conciencias operadas a distancia». Y es esa infraestructura, entendida como estructura que sirve de sustento a otra, lo que permite que el juego de estas dos voces —el hablante humano y el no humano— se desarrolle con el lenguaje en el centro, tensionando el sentido de sus temas.

Pensar el libro como una infraestructura es lo que hace posible que el texto admita muchas lecturas porque funciona como una caja de resonancia donde esos temas reverberan. La fragmentación como forma, intensificada por la ruptura que genera Dronbot en la sintaxis, es lo que finalmente da espacio suficiente a la interpretación de quien lee, amplificando el sentido del texto.

No sé si Dronbot en realidad existe, pero funciona muy bien en el armado del libro. Si existe, encuentro que hay harto coraje en cederle a un otro el control de algunas partes de la escritura. Si no existe, hay mucho talento en la construcción, tanto de esa voz no humana como de la verosimilitud de la premisa.

Aunque se arma en cinco partes —«en mapas lo que perdimos», «derrotas», «premonición del dron en estadio a medio hacer», «reinserciones» y «destrucción de provincia afectiva»— en mi cabeza hay tres escenarios que logro identificar: un mall, Fuerabamba y la cueva de Chauvet; que más que simples lugares se erigen como polos temporales. El mall —muy de distopía futurista— dialoga muy bien con los textos que hablan sobre Fuerabamba que, en nuestro presente, es la comunidad peruana que fue desplazada y reubicada por los intereses de una empresa minera. Pero también, tiene un nexo con el pasado, representado por la cueva de Chauvet y su réplica que fue construida porque, como medida de protección, la cueva no permite el acceso al público. Curioseando en la página oficial de este lugar me llamó la atención que definen las cuevas decoradas como «organismos vivos de precario equilibrio» y eso me genera un eco con el libro que juega a romper con estas categorías: lo artificial, lo natural, lo humano y lo no humano.

En la primera lectura quedé muy enganchada con la relación entre cada escenario con el pasado, el presente y el futuro; y cómo ese tironeo permitía que el libro fuera también un viaje en el tiempo o que generara la ilusión de estas tres dimensiones temporales coexistiendo. En la segunda, habiendo averiguado un poco más de Fuerabamba y de la cueva, apareció la relación que establece la humanidad con el mundo natural y cómo ha ido cambiando. Imaginé a él o la artista de la prehistoria pintando animales sobre la roca, a quienes habitaban Fuerabamba antes de que llegara Glencore Xstrata a sacar cobre, qué relación establecían esas personas con su territorio, por qué en Francia se desplegó todo un plan de protección para preservar la cueva y por qué en Perú no se pensó en lo que era necesario proteger.

Mirar el disruptivo paisaje que ofrece la construcción de Nueva Fuerabamba, en medio de esos cerros que en sus formas y colores parecen irrepetibles. Mirar esa imposición de formas constructivas rígidas, copiadas en serie, una al lado de la otra, indistinguibles, como una sucesión de cajas sin ningún planteamiento formal, donde la relación con el entorno —natural y cultural— parece no haber sido un parámetro a considerar. Mirar este nuevo paisaje es desolador. Lo que pasó en Nueva Fuerabamba no parece una obra de arquitectura y urbanismo, sino la ejecución de un encargo de construcción y urbanización. Y en eso se conecta con la idea de «mall», un espacio hecho con otros objetivos que no tienen relación con la cultura de quienes habitan ese lugar donde lo instalan y generalmente tampoco con su paisaje.

Así, la infraestructura textual de Dron sigue amplificando las lecturas, por ejemplo, de la cueva, un espacio al que nadie puede entrar —excepto para estudiarlo, por períodos cortos, por pasarelas estrechas—, solo se puede visitar la réplica. O de Nueva Fuerabamba que es un no-lugar como el mall, ambos con formas que se replican también en todas partes. Todos espacios donde la forma de habitar no es relevante. Donde lo que importa no es lo vivo.

Ruptura con el paisaje y las formas de vida de una comunidad. Ruptura también en el libro, en la sintaxis y en las categorías que problematiza. Con esto se me viene a la mente «volar en el sentido de destrozar» (93), como dice en la penúltima parte. Volar, en su polisemia —desplazarse por el aire, hacer explotar, elevarse y destrozar— parece ser la fuerza que mueve este libro, donde el impulso creativo no cabe en las formas tradicionales y obliga a romper esquemas y encontrar un nuevo lenguaje: «tienes un vocabulario nuevo por primera vez. Una lengua en este adrecido de su argunidad. Tienes también una nueva gramática» (80). Porque el lenguaje de Dron es otro, son secuencias numéricas que deben traducirse para convertirse en texto, en documentos ejecutados. La diferencia entre los ejecutables y los ejecutados se explica al final, como para tentar a quien lee a buscar dónde está la voz de Dron y dónde el humano. Descubrir que no es del todo discernible me parece que aporta organicidad al gesto.

Vuelvo al inicio, Dronbot me habla de esa distancia, de esa incomodidad que sintió el autor respecto de sus poemas tras ver una película sobre la réplica de la cueva y que fue eso lo que gatilló la búsqueda formal que dio como resultado este libro. El autor con una acertada sensibilidad —ausente en los arquitectos y urbanistas de Nueva Fuerabamba— se dio el trabajo de buscar otro lenguaje, otra forma, otro armado que respondiera mejor a los temas que trataba, al contexto y a su tiempo. Hacer del libro una infraestructura que acortara esa brecha.

Por Carolina Garrido

 

 

 

 

 

 

 

 

Dron
Christian Anwandter
Pez Espiral Ediciones
2021
118 pp.
10.000 pesos chilenos