Hay muchas formas de hablar sobre Vitalina Varela. La primera consistiría sobre todo en su estructura narrativa. Clásica, incluso hollywoodense: comienza con hombres volviendo de un funeral. Luego, el avión que trae a la mujer que amaba al difunto. Ella conocerá a testigos de la vida de él, buscará su casa, y descubrirá sus secretos. Poco a poco, el rompecabezas de la vida de ambos, de lo que los unió y separó, será reconstruido. Y el viaje atrás en el tiempo termina con la evocación de una feliz joven pareja, construyendo una casa donde jamás vivieron juntos pero cuya imagen los unirá por siempre. Una historia de amor infeliz pero aún así indestructible.

Esta forma de narrar tiene por lo menos un mérito: enfatiza la evolución que parece llevar el cine de Pedro Costa de vuelta hacia una estructura ficcional abierta. Este movimiento de retorno revierte la dirección que el director había tomado en Ossos, donde la forma narrativa parecía quedar inconclusa, como si las vidas de los inmigrantes y marginados descubiertas en los callejones de Fontainhas lo hubiesen hecho impracticable. La película terminaba con una puerta cerrándose, como si rechazara definitivamente al espectador el tradicional lamento hacia los pobres. Entonces, es posible considerar el ciclo completo que comienza con No Quarto da Vanda como un largo esfuerzo por inventar una nueva forma capaz de representar las vidas perdidas en los barrios de los suburbios de Lisboa o en otras poblaciones de las metrópolis europeas. No Quarto da Vanda adopta una forma cuasi-documental en que la temporalidad de la película parece modelada a partir de los tiempos muertos de los rituales de la droga que están siendo desplazados desde afuera por el rápido progreso de retroexcavadoras destruyendo la población. Juventude em Marcha rompe esta forma lineal general abarcando la continuación de la historia de Vanda y las prosaicas conversaciones en un mosaico de pequeás escenas oscilando entre lecciones dialécticas brechtonianas (la visita a la Fundación Gulbenkian) y las alegorías benjaminianas (el adialogo entre Ventura y Lento en la casa quemada). Cavalo Dinheiro extiende esta segunda vena condensando cuarenta años de vida migrante en la unidad de un tiempo inmóvil y la unidad geográfica de un hospital -real y simbólico- abriéndose directamente al inframundo. Mientras el espacio en que ocurre Vitalina Varela permanece siendo, al menos simbólicamente, un lugar entre la vida y la muerte, la película parece abrir este tiempo inmóvil adaptando la manera ficcional de una investigación sobre la persona muerta. Otras características subrrayan este cambio. El diálogo que Vitalina establece con el muerto es inmediatamente percibido como una escena ficcional. Y Ventura, que solo ha representado el papel de sí mismo en las películas anteriores, ahora aparece como un actor hecho y derecho, haciendo un doble rol tomado del mundo de la ficción: el personaje de un cura venido en menos que recuerda vagamente a los curas rurales miserables de Bernano y Bresson; pero también el rol de un testigo privilegiado de la vida del difunto, un testigo detrás del que se puede percibir por momentos la sombra errante de Joseph Cotten/Leland en su casa de retiro, aún cuando Citizen Kane no forma parte del panteón de Pedro Costa.

Pero ahí es donde la similitud formal termina. No habrán flashbacks. Ni niños sentimentales; no habrán adultos ambiciosos que febrilmente se levantarán para reencarnar al muerto. Nada de mansiones fabulosas donde el sueño de un niño común y corriente sería esconderse. El sueño del emigrante menguó hace bastante, enterrado en una de esas poblaciones precipitadamente construidas con material rescatado por aquellos trabajadores de la construcción que esperan por un futuro que nunca llegará. Es imposible traer de vuelta a la vida a los distintos cuerpos de una historia en recuerdos, dotándolos del color de la vida. Ellos se han vuelto sombras que se deslizan en la noche, todos de la misma forma. Y en esa noche la pregunta por los muertos tendrá lugar. En la primera toma apenas podemos discernir cruces coronando altas paredes junto a las cuales desfilan siluetas sin ningún sonido más que el de un bastón tocando el pavimento. Entenderemos que eran amigos del difunto volviendo del funeral cuando vemos que dos de esas sombras toman forma brevemente mientras limpian su casa. Aún es de noche cuando más tarde vemos la silueta de Vitalina aparecer encuadrada por la puerta del avión antes de que sus pies descalzos comiencen a descender las escaleras y un grupo de otras sombras, vestidas como trabajadores de aseo, aparecen en la pista y saludan a Vitalina en voz baja, contándole que su esposo ya fue enterrado y que no hay nada que ella pueda hacer en este lugar: no hay nada para ella en esta morada de sombras. Y solo llegando al final de la película aparecerá la luz del sol, para iluminar el cementerio donde el difunto descansa. Toda la pregunta por el muerto tendrá lugar de noche, o más bien en un universo donde día y noche, adentro y afuera, son indistinguibles, donde los cuerpos se cruzan en la penumbra, una madre llama en vano a su hijo al que le lleva comida, viejos ociosos juegan naipes, los visitantes golpean la muerta, sin que ninguno de estos trabajadores salga o vuelva alguna vez del trabajo.

Uno podría pensar, entonces, que la estructura ficcional investigativa sobre el muerto es solo apariencia, desmentida por el tiempo muerto de esta morada de sombras: un tiempo ocupado por un largo funeral armado por Vitalina para reemplazar el funeral al que no la dejaron ir. Lentamente, mirándose en un espejo, se saca su bufanda negra y ata una bufanda blanca alrededor de su cabeza, que luego desatará para cubrir un crucifijo en el improvisado altar con dos velas encendidas en frente de las fotos del difunto. Hombres -o más bien sombras indistintas- pasan frente a ella, rindiendo tributo a la imagen, murmurando palabras de condolencia. Ella ofrece una cena ritual, una oportunidad para que las sombras se vuelvan distinguibles, para evocar momentos pasados con el difunto y conversar sobre sus últimos días. Más tarde, Vitalina hará que se haga una misa en su memoria, en la que será la única asistente. Y el final de la película la ve reenterrando pacíficamente, por así decirlo, en un día soleado en el cementerio, al que murió sin haberla esperado. Entonces, la película debería ser considerada como el despliegue de un largo lamento que no solo llora la muerte de Joaquim sino que también su vida, una vida enterrada en este universo subterráneo.

Sin embargo el viaje de sombra a sombra no es una simple liturgia. Hay en efecto una historia construyéndose dentro de estos episodios de aspecto repetitivo. Una historia que es primero y sobre todo visual. La aparente inmovilidad de su tiempo litúrgico y la oscuridad de este desfile nocturno de sombras es atravesada por una luz implacable: la de la mirada de Vitalina, la llama que quema en las dos esferas blancas de sus abultados ojos, en esa cara negra que a veces apenas se deja notar en la penumbra. Estos ojos salvajes miran la fila de sombras pasar y parecen mirar a través de las mentiras de las actitudes ceremoniales y palabras de condolencia. Es como si estos pudiesen ver claramente lo que los visitantes sin embargo solo susurran acerca de la otra esposa del muerto, la que sí fue al funeral. No sabemos si Vitalina escuchó sus palabras, pero sus ojos leen las mentiras: aquellos que fueron a la ceremonia son, de hecho, falsos testigos. Y ella desecha abruptamente su máscara de viuda agradecida y educada para echarlos sin piedad. El tiempo aparentemente congelado de la liturgia da paso a una trama ficcional igualmente clásica: estamos lidiando con un juicio, en el que Vitalina conduce la investigación y formula los cargos. Más tarde dirá que ella “no se lamenta por cobardes” a otro falso testigo y verdadero cómplice: el visitante que llega sin avisar y abre la puerta con sus llaves como si estuviese en su casa. Y él, en efecto, compartía casa con Joaquim, sus vidas y placeres. Él compartía su mentira, sobre todo. Habla en palabras simples sobre las cartas que escribieron juntos a Vitalina. Escuchándolo hablar, aquellos asiduos a las películas de Pedro Costa pensaran automáticamente en Juventude em Marcha y toda la poesía de esa carta a la querida y distante amada que Ventura seguía entonando y que a duras penas trató de enseñar a Lento: una carta de amor confeccionada que sin embargo es sincera, ya que su misma impersonalidad reflejaba el destino compartido de estos hombres. Pero aquí, el dueto de escritura se convierte en mentira, se identifica con el engaño del que todos estos hombres son cómplices. El visitante nocturno aparece como un doble del difunto, y este proceso extiende el que Vitalina comenzó, una vez que el funeral se ha completado, con respecto al muerto, cuya muerte es solo un abandono más que se suma a todos los previos: la partida a Lisboa donde, por supuesto, él tenía que ganar dinero para llevarla a ella; la casa que había construido, donde se habían ido juntos y que dejaron incompleta; las huidas improvisadas luego de pequeñas estadías que la dejaron embarazada de niños que él nunca cuidaría. Su traición es la traición de todos esos hombres que se fueron, plenos de energía, a proveer a su esposa e hijos de los medios para una nueva vida. Todos ellos rápidamente dejaron que sus sueños se desvanecieran en las poblaciones donde apresuradamente entraron a casas sin luz, con paredes sudorosas y techos desmoronados. Estos campesinos sumamente trabajadores, criados con amor por la tierra y la familia, se han vuelto hombres sin fe, trabajadores incapaces de construir un techo sobre sus cabezas, cobardes incapaces de construir una vida para sí mismos, traidores que no solo olvidaron a sus amadas esposas sino también el verdadero significado de la palabra amor acostándose con las mujeres de la calle cuya ventaja es simplemente estar ahí. Han huido del trabajo bajo el pretexto de ir a buscar trabajo; se han vuelto flojos, desertores de su propia vida. Ellos son, en resumen, la versión proletaria de esos jóvenes propietarios o burgueses idealistas que Goncharov o Chekhov han develado, lentamente siendo enterrados en la rutina y la mentalidad parroquiana de la vida provinciana rusa. En Cavalo Dinheiro, Pedro Costa puso las últimas palabras de Irina (de Las Tres Hermanas) en la boca de Ventura, esperando que el sufrimiento por sus vidas perdidas se convierta en alegría para las generaciones por venir. Aquí, al enterarnos sobre la última vez que el gordo Joaquim fue visto, con pantuflas y dreadlocks abultados, pensamos más bien en la degeneración de Oblomov, hinchado y hundido, como en un ataúd, en la cómoda rutina que ha sido diseñada para él por su casera, una mujer vulgar que tomó como esposa para no tener que moverse nunca más.

La película, por lo tanto, no despliega un simple servicio religioso por el muerto, sino el implacable proceso de una vida que ya es similar a la muerte. Costa lo despliega desde la perspectiva del único personaje que no se rindió, que continuó trabajando la tierra para construirse una casa, una familia y un futuro, mientras todos los cobardes se enterraron a sí mismos en sótanos con alcohol, negocios temporales y compañía fácil. Este rol principal para una persecutora es lo que distingue a Vitalina Varela del resto. Uno podría decir sobre todas las películas de Fontainhas que ciertamente esbozaron cargos imperdonables en contra del sistema capitalista y neo-colonial que ha alejado a los trabajadores caboverdeanos de su tierra, sus familias y amores, para hacer que arriesguen su vida en obras de construcción en Lisboa y se consuman en las poblaciones de su periferia. Pero Ventura vivió la historia de su trabajo y sufrimiento con la dignidad de un rey exiliado. Y Lento, al final de Juventude em Marcha, tomó la arrogancia de un juez que retornó del inframundo para condenar a los vivos. Es cierto que, en la escena del ascensor de Cavalo Dinheiro en la que un soldado-estatua, símbolo de la Revolución de los Claveles, tiene que responder por lo que esa revolución ha hecho por un hombre como Ventura, una voz proveniente de otro lado le pregunta de vuelta a Ventura qué ha hecho con su propia vida. Pero aquí hay una voz bien individualizada que se hace cargo de la acusación y realiza a todos estos hombres la brutal pregunta que ningún director de izquierda de buenos modales se atrevería a hacer a trabajadores migrantes, sabiendo muy bien la respuesta: ellos no son los culpables, es el sistema. Y es el sistema quien debe ser juzgado. Pero Vitalina no conoce al “sistema”. Ella solo conoce a los hombres que hicieron promesas y luego no las cumplieron; que la han traicionado por la mera razón de ser hombres: seres que siempre pueden huir, dejar su casa, campo, esposa y familia atrás porque les ha sido dado el privilegio de viajar, el cual está reservado a aquellos que están cargo de preparar el futuro; seres que, una vez lejos, todavía pueden usar la soledad del exilio, el trabajo agotador, la explotación y las heridas sufridas por ese famoso futuro como una excusa para justificar esta pequeña, miserable y olvidable vida que estos hombres han adoquinado juntos. La mirada y las palabras de Vitalina redistribuyen el juego: no se trata de hombres trabajadores y el capitalismo que los explota. Solo hay un mismo mundo: el de los hombres -masculinos- que acceden a la explotación capitalista si eso les permite vivir su miseria cómodamente entre sí y confirmar así su privilegio por sobre las mujeres que han dejado, en algún lugar lejos de un inframundo doméstico, para que se hagan cargo de la tierra, la casa y los hijos. Todo está dicho en las pocas frases que dice Vitalina para refutar la oración funeraria pronunciada por el cura, Ventura, que representa el mundo masculino, intentando rendir tributo a la memoria de Joaquim, el trabajador que finalmente encontró la paz luego de una vida de trabajo duro. Esta oración es nada más que el discurso del descendiente de Cain, el hombre “siempre a favor del hombre”. “Cerré sus ojos llenos de amargura”, dice el cura. Con una sentencia mordaz, Vitalina barre la fórmula convencional que lleva al hombre trabajador a su lugar final de descanso: “Luego de ver el rostro de una mujer en un ataúd, ya no puedes imaginar su sufrimiento”.

Ni siquiera en la muerte el sufrimiento es el mismo. Pero Vitalina vuelve esta relación desigual contra los hombres que complacientemente intercambian los roles del trabajador sufrido y el cura consolador. El sufrimiento de los hombres que se han rendido y el de las mujeres que han continuado andando es incomparable, así como lo son la casa construida allá en el hogar para el futuro y las pobremente construidas chozas de las viviendas de población. Pedro Costa suscribe esta reversión del poder en la cual las mujeres juzgan y condenan el mundo de los hombres. Lo acepta como a la luz que atraviesa la oscuridad. Pero la simple relación entre luz y noche crean una dramaturgia desigual. Y el arte no prospera en la desigualdad. El director debe encontrar una forma de restaurar la igualdad. Con el fin de hacerlo, debe devolver la dignidad a aquellos que han sido empujados aún más lejos en las tinieblas por las palabras y miradas de Vitalina. Sus cuerpos deben recibir una manera de ser que redima su flojera: una manera de estar atentos para hacer lo correcto. Como cansados y desilusionados trabajadores de la construcción, ellos quizás perdieron eso. Pero pueden recuperarlo en una práctica que es nueva para ellos, la del actor. Pueden, tal como Vitalina, aprender el texto que lentamente tomó forma mientras Pedro Costa hablaba con Vitalina y con ellos y cuya masa verbal Costa unió gradualmente con su propia cultura literaria y cinematográfica para sintetizarla en posibles escenas. Ellos pueden decir sus líneas como actores de un género nuevo. Están contando sus vidas, pero no en el tono usual de conversación. Tampoco en la manera en que los actores profesionales actúan “naturalmente”. Estos últimos indudablemente intentarían ponerse en los zapatos de sus personajes, expresando los sentimientos frustrados de los habitantes de estos barrios apropiándose de su manera poco correcta de hablar. Los acompañantes de Joaquim hacen exactamente lo opuesto aquí. Ellos usan un fraseo uniforme y continuo que recuerda las maneras de la tragedia. Como ellos no necesitan adoptar el tono de la gente, pueden preocuparse solo de encontrar en las palabras y su combinación un poder en sí mismo, que siempre será superior a cualquier mueca o clamor. Ellos ponen sus vidas en palabras como si fuera un rol que han ensayado largamente y el cual se esfuerzan en reproducir sin fallas. Por tanto, como es siempre con Pedro Costa, la extraordinaria concentración de los rostros, en la que el mero esfuerzo de aquellos intentando recordar sus líneas abre un abismo de pensamiento y dota a las palabras mas simples de una profundidad sin precedentes: “Lo lavé, lo afeité, lo mudé, le serví sopa.” El hombre que dice estas palabras, vertical, los brazos pegados a su cuerpo, justo después de tirar la cadena del inodoro y ajustar sus pantalones prosaicamente, dota esta igualmente prosaica evocación con el poder de las palabras del evangelio: “Tenía hambre y me diste algo para comer, tenía sed y me diste algo de beber, era un extraño y me invitaste a pasar”. Y el viejo Ntoni, que vive en la calle con una novia depresiva y recolecta sobras de los supermercados -más que sobras, probablemente- también encuentra el tono correcto para amplificar las palabras que corrigen el irrevocable juicio de Vitalina: “Quizás seamos traidores, pero también sabemos cómo ayudar a nuestros amigos”.

Mientras dura esta performance, los trabajadores caídos se han convertido en hombres confiables otra vez. Recordando sus líneas y la manera correcta de decirlas, han podido, por un momento, recuperar la capacidad de ser hombres que recuerdan, hombres que no rompen su mundo. Aunque esta reconquista sea breve, es sin embargo decisiva. El cineasta confía y restaura la dignidad de aquellos en los que Vitalina perdió toda confianza, a los que condenó. La película está hecha de esta tensión entre el largo proceso de condena y una serie de pequeñas actuaciones de redención. Es por eso que la rabia que anima la pregunta de Vitalina termina en una especie de paz. A pesar de ella, en un sentido. Vitalina en efecto rehúsa cualquier reconciliación. No hay nada que quede de su amor excepto por un dolor que ella desea que fuese eterno. Ella anuncia que se quedará por siempre en este país que Joaquim le negó en vano. Es su venganza, e intenta hacerlo a su manera encerrándose en el hoyo donde él se había enterrado para huir de ella. Pero el cineasta no puede dejar a Vitalina así. No puede dejar que envejezca en la casa del difunto aun cuando sus amigos, que se han vuelto hombres dignos otra vez, cumplan su promesa de reparar el techo. La película por lo tanto la llevará a Cabo Verde, donde veremos a una Vitalina rejuvenecida vestida en colores brillantes escalando alegremente los bloques de cemento y poniendo gentilmente su brazo alrededor de su joven y trabajador esposo antes de proyectar una última mirada confiada a través del mar y el futuro. De este amor, en efecto, una imagen queda que nada podrá borrar.

 

Texto original por Jacques Rancière

Traducción del inglés por Miguel Ángel Gutiérrez

Versión en inglés traducida por Sis Matthé: https://sabzian.be/text/two-eyes-in-the-night

Originalmente publicado en francés en: Deux yeux dans la nuit. Vitalina Varela de Pedro Costa’ in Trafic, no. 115 (September 2020).

Agradecimientos a Jacques Rancière