La primera vez que pronuncié su nombre fue por casualidad. Habíamos estado viéndonos durante cierto tiempo pero yo nunca la había llamado por su nombre: ni entero ni en diminutivo. Y quizá hubiese seguido así hasta que, obligado por el azar, tuve que hacerlo: iba por la calle chateando con
Pocas frases me han tocado en el curso de mis lecturas como estas dos que paso a citar. La primera tuvo como contexto la expedición de Magallanes alrededor del mundo y se pronunció en un archipiélago asiático en 1521; la segunda se oyó en Mendoza en 1816, justo antes del
Nunca me interesó el Museo del Prado. No disfruto la pintura particularmente y el precio de la entrada en los museos del primer mundo siempre me pareció un poco prohibitivo. Además la tarea de conservar el pasado en Europa me parece una redundancia. Por eso nunca había tenido ganas de
Barcelona me parecía, ya desde antes, una ciudad dada a los pequeños milagros: no por nada su novela “oficial”, escrita por Eduardo Mendoza y publicada en 1986, se titula La ciudad de los prodigios. En mi caso, la certeza de que se trata de un lugar signado por el azar