Quiero dejar de ir a la oficina. Viajo una hora y veinte de ida y una hora y veinte de vuelta, tres días a la semana, desde mi casa en Villa Crespo hasta Munro. Por supuesto que hay gente que viaja el doble y todos los días, para ir a trabajos de mierda que no quiere hacer nadie, pero no es algo que pueda conformarme. Eso es lo que quiero hoy: dejar de ir a la oficina, cambiar de trabajo. Pero mi sueño es otro. Mi sueño es no trabajar nunca más. Ganarme el Quini, tener un mecenas, que me caiga una herencia. 

Como ese sueño es casi imposible, en la escala de deseos lo que sigue es el sueño de vivir de escribir. Trabajar, pero trabajar escribiendo, que me paguen dinero a cambio de escribir. También es un poco imposible, principalmente porque trabajo en una corporación hace diez años y nunca hice nada para que eso de vivir de escribir se materialice eventualmente en un trabajo vinculado a la escritura. Publiqué algunos libros de poemas, escribí algunas crónicas para revistas, y ahí quedó todo. 

Entonces, me inventé un tercer lugar en la escala de deseos: conseguir un trabajo remoto. Poder trabajar para una empresa desde cualquier parte, no importa desde dónde, que no me rompan las pelotas, conectarme a trabajar, hacer mis cosas, escribir en mi tiempo libre, escribir mientras tomo mate y hago como que trabajo, desconectarme, pedalear quince minutos y llegar a algún cuerpo de agua que me reciba amablemente y me refresque. Vivir solo en verano, mudarme cuando llegue el frío. 

Para cambiar de trabajo, para llegar a ese trabajo remoto, se me ocurrió especializarme en privacidad de datos y seguridad de la información. Así que me inscribí en un posgrado en la facultad de derecho de la UBA. Porque la gente que trabaja en seguridad de la información, en general, trabaja remoto y cobra en dólares o en euros. Después de cuatro meses de cursada, empiezo a arrepentirme un poco. Me doy cuenta de que esto no es ni más ni menos que pagar un posgrado. Un posgrado que no me va a garantizar nada. Todo dependerá de mí: de mi voluntad, de mis ganas, de mí misma.

Y cuando las cosas dependen solo de mí, aparece un problema que es, casi siempre, la causa de todas las malas decisiones que tomé, tomo y tomaré en la vida. No puedo comprometerme a largo plazo. Un amigo que se había enamorado de alguien de sagitario me decía hace poco que esto que me pasa a mí es muy sagitariano, pero yo no creo que venga de ahí. No sé bien de dónde viene tampoco; es algo que hablo mucho en terapia pero todavía no consigo llegar a una conclusión clara. Cuando creo que estoy cerca de contestar esa pregunta, se me escapa otra vez de las manos, y quedo flotando sin avanzar ni retroceder.

Yo le decía a mi amigo que a veces siento que todas las personas de treinta y pico hoy estamos buscando no trabajar, o tener trabajos no tradicionales, y también tenemos problemas con el compromiso. Por eso elegimos no tener hijes, o como los tuvimos muy jóvenes en los 2010s, ahora somos madres y padres inmaduros porque se nos quedó colgada la adolescencia y la estamos retomando con nuestros hijes adolescentes. Cambiamos de trabajo sin pensar en la antigüedad, en la estabilidad, no nos importa tener o no tener aportes jubilatorios, adoptamos un gato, nos mudamos una vez por año, nos compramos muebles de melamina, hacemos familia con lxs amigxs, buscamos pareja en aplicaciones de citas en las que no se puede sostener un diálogo porque da fiaca, y nos vemos pero luego no nos contestamos más, o nos vemos y salimos un par de veces intensamente, y después no nos contestamos más, o esas cosas que antes pasaban pero en menor medida y no había que usar un término en inglés para nombrarlas. 

Por eso me arrepiento del posgrado. Porque yo me arrepiento de todo. Voy pululando de una cosa a la otra, insegura de cada decisión, motivada hoy por una cosa pero mañana por otra. Voy deslizando a la izquierda o a la derecha como si la vida fuese una de esas aplicaciones de citas.

Cuando me postulo a una vacante de mi trabajo, pero en Madrid, dudo. Dudo muchísimo. Le hablo a mi hijo adolescente y le pregunto si se iría conmigo a vivir a Madrid, porque si él no va, no me voy ni en pedo. Me dice que sí. Se destraba eso. Empiezo a pensar que al final quizás necesitaba una nueva aventura, no un nuevo posgrado, no una nueva especialización que me salió re cara y que pagué en cuotas con mi tarjeta de crédito de un banco de capital extranjero y que ahora no parece tan caro pero cuando lo decidí, sí me parecía súper caro.

Todo esto para decir que, al final, este posgrado —que sospecho que no me va a servir para nada, porque tengo problemas con el compromiso y porque, además, mi sueño-sueño no es un trabajo remoto, sino no trabajar nunca más— me trajo más problemas que satisfacciones. Porque curso los martes de 18 a 21, y tengo que hacerlo con la cámara prendida todo el tiempo, así que no puedo conectarme desde el bondi o desde un kiosco mientras tomo un porrón como hice en alguna oportunidad en la pandemia, cuando estaba completamente desanimada y perdida, haciendo otro posgrado de otra cosa. 

Escribo todo esto mientras sigo cursando. Mis momentos de sentarme a escribir son generalmente momentos en los que debería estar haciendo otra cosa. Me cuesta usar el tiempo reservado al ocio para escribir. Porque escribir es un oficio, es un trabajo. También es un trabajo, para quienes no vivimos de eso. Y el tiempo de ocio es de ocio, y el del trabajo es del trabajo. 

La última vez que discutí con mi madre fue porque le dije que me iba a casar con un amigo para poder hacer los papeles europeos. Ese día ella me dijo dos cosas. La primera fue: el problema no es el lugar, el problema sos vos, haciendo referencia a mi necesidad de mudarme cada cierta cantidad de tiempo, que en realidad no es tan así, pero sí es cierto que no me imagino teniendo una casa y viviendo en esa casa para siempre. No tengo ni casa ni auto, y eso, para mí, es algo positivo, no un problema. La segunda cosa fue: actúas como si en tu familia todos fuesen unos artistas bohemios. Y yo le contesté que no me importaba cómo era mi familia, pero que yo sí era una artista bohemia, y eso está bien. Así destrabé algo que tenía enroscado hace mucho tiempo y no lograba verbalizar: yo soy una artista. Soy una artista que tiene que mantener a un hijo adolescente y sostener un trabajo de 9 a 18 de lunes a viernes para eso. Ser una trabajadora no me quita ser una artista. No es una revelación para nadie, pero sí para mí misma.

Escucho un poco la tele por YouTube, un poco la clase y un poco escribo. Hoy la metieron presa a Cristina. Si me viese ahora mismo la Rosina de veintipico, estudiante universitaria ultrakuka, me pegaría una patada en el culo por no estar ahí, poniendo el cuerpo como nos gustaba decir a los militantes de las orgas de la década ganada. Igual estoy preocupada por lo que puede llegar a pasar. ¿Cómo no me voy a preocupar? Quiero ahorrar para irme de viaje, no pido tanto, mis planes son una morondanga, y ni eso se puede. Vuelvo al principio: por supuesto que hay gente que está peor, siempre. Pero igual me preocupo por mi ínfima capacidad de ahorro. Mi madre me pregunta si estoy en la calle y le contesto que soy un viejo gordo burgués sentado en una silla de computadora, cursando con la estufa encendida. Me gusta hablar de mí misma en masculino cuando hablo mal de mí, porque es como hablar mal de un hombre. A las 21 termino de cursar y pienso en agarrar la bici, salir a la calle y pedalear hasta Constitución, a encontrarme con compañeros y compañeras, abrazarme en la calle, comer un choripan, qué sé yo. Me arrepiento porque mañana tengo que ir a la oficina, otra vez. Viajar una hora y veinte hasta Munro, trabajar nueve horas. Perdoname, Cristina, yo sé que vos entenderías. 

Escribo sin parar, no entiendo bien para qué ni para quién, quizás escribo para mí. Porque vivir de escribir es también escribir para sobrevivir, aunque esto sea casi un mantra de quejas de blanca burguesa, aunque lo que tenga para decir sea irrelevante. 

Sobre todo, si es irrelevante.

 

Por Rosina Lozeco