Habitó una vez este mundo una rana. Solía sentarse en el pantano a comer mosquitos, y cada primavera armaba un alboroto croando con todos sus amigos. Y allí se habría pasado el resto de su vida —siempre y cuando no se topara con una garza—, de no ser por algo que le pasó.

Un día, estaba sentado en una rama que se asomaba sobre el agua, disfrutando de una cálida llovizna.

—Ah, qué buen clima tenemos hoy —pensó—. Así da gusto la vida.

Las gotas golpeteaban su espalda reluciente y se deslizaban por su cuerpo hasta la parte inferior de sus patas. Era tan agradable que estuvo a punto de croar, pero luego recordó que aún era otoño y que ninguna rana que se respete a sí misma croaría en una época que no fuese la primavera. Entonces, continuó disfrutando en silencio.

Un sonido agudo atravesó el cielo gris. Hay una especie de patos cuyas alas suenan al cortar el aire, como si cantaran o silbaran. Fiúfiúfiú-fiú; se oye desde lo alto, incluso si uno no puede distinguirlos. En esta ocasión la bandada bajó describiendo un amplio semicírculo, y los patos se posaron en el mismo pantano de nuestra rana.

—¡Cuac-cuac! —dijo uno de ellos—. Todavía nos queda mucho por recorrer. Tenemos que comer algo.

Y la rana inmediatamente se zambulló. Aunque sabía que los patos no se comerían a una rana tan grande y gorda, se escondió por si acaso. Tras reconsiderarlo, levantó la cabeza y asomó sus ojos protuberantes fuera del agua. Tenía curiosidad por saber a dónde iban.

—¡Cuac-cuac! —dijo otro pato—. Ya está haciendo frío. Tenemos que apurarnos hacia el sur. Deberíamos ir lo más rápido posible.

La bandada graznó su aprobación unánime.

—Estimados patos —intervino la rana, armándose de valor—, y disculpen mi intromisión, pero ¿qué es este sur del que tanto hablan?

Los patos se reunieron en torno a ella. Al principio quisieron comérsela, luego se dieron cuenta de que la rana era muy grande como para ser tragada, y entonces empezaron a graznar y mover las alas.

—Oh, es muy agradable en el sur. Es muy cálido, y hay pantanos hermosos. ¡Y los gusanos! Hay excelentes gusanos en el sur.

Hicieron tanto ruido que casi ensordecieron a la rana. Le tomó trabajo prevalecer y acercarse al pato de aspecto más gordo e inteligente, para saber más detalles. Quedó realmente fascinada con la descripción, pero como era una rana cautelosa, inquirió:

—Dime, ¿hay muchos mosquitos y moscas en el sur?

—Oh, ¡nubes de ellos!

—¡Croac! —exclamó la rana, y volteó para ver si acaso algún otro miembro de su especie la había oído croar fuera de temporada—. ¡Llévenme con ustedes!

—¿Qué? Esto es inaudito —respondió el pato. ¿Cómo podemos llevarte si no tienes alas?

—¿Cuándo parten?

—¡Pronto, pronto! —graznaron los patos—. Aquí hace mucho frío. ¡Al sur, al sur!

—¿Podrían darme cinco minutos para pensarlo? —preguntó la rana—. Volveré, y estoy segura de que se me ocurrirá algo.

Dicho esto, la rana se zambulló y descendió a las profundidades del pantano a enterrarse suavemente en el lodo. Se quedó inmóvil, dejando que la quietud del detrito le permitiera pensar sin distracciones. Pasaron cinco minutos y los patos ya se preparaban para partir, cuando la rana reapareció con la expresión más alegre que pueda tener un rostro de anfibio.

—¡Encontré un método! —dijo—. Dos de ustedes sostendrán una rama con sus picos y, en medio, yo me aferraré a ella. Ustedes volarán y yo viajaré. Siempre y cuando mantengamos la boca cerrada, pase lo que pase, todo saldrá bien.

Todo pato sabe que cargar un peso por más de tres mil verstas no es nada fácil, y con mayor razón sin poder graznar, pero estaban tan encantados con la idea que unánimemente accedieron. Se pusieron de acuerdo para ir turnándose, y como eran tantos patos como puede haber en una bandada y la rana era solo una, para ninguno de ellos resultaría ser demasiado. Encontraron una buena rama, firme como un palo. La alzaron entre dos y la rana se aferró con la boca, por el medio. La bandada echó a volar. Llegaron a tales alturas que la rana se quedó sin aliento. Además, fue zarandeada por los aires como un volantín, ya que los patos volaban irregularmente; y se aferró apretando la mandíbula con todas sus fuerzas para no caer y despanzurrarse contra el suelo. Sin embargo, al rato empezó a acostumbrarse e incluso echó varias miradas alrededor. A sus pies se sucedían valles, ríos y montañas, pero no era mucho lo que podía distinguir puesto que en su posición quedaba con la cabeza hacia el cielo y solo podía echar los ojos hacia atrás para ver algunas cosas. Aún así, lo poco que vio le llenó de fascinación y se sintió complacida consigo misma.

—Esta idea ha sido excelente —pensó.

Y los patos que volaban detrás de ella la elogiaron:

—¡Qué cerebro tiene esta rana! —graznaron—. Ni siquiera entre patos es común encontrar a alguien tan inteligente.

Se sintió tentada a agradecerles, pero recordó que si hablaba caería por los aires. Entonces apretó las mandíbulas con más fuerza y se dejó alabar en silencio. Pasó así un día entero. Los patos que se turnaban se pasaban el palito entre ellos en pleno vuelo, con mucha destreza, pero para la rana era aterrador. Muchas veces estuvo a punto de croar durante el traspaso. Era necesario una fuerza de voluntad sobresaliente para no gritar y caer, y nuestra rana poseía las cualidades. Al atardecer la bandada hizo una pausa en un pantano, y prosiguieron al amanecer. El día anterior la rana había volado con el vientre hacia atrás, pero esta vez decidió viajar de frente para poder ver mejor el paisaje. Los patos sobrevolaron campos de cultivos recién segados. Pasaron sobre bosques de hojas amarillas y sobre pueblos repletos de fardos de trigo. Desde allí se oían voces humanas y los ruidos que hacían las trilladoras. Hombres miraban a la bandada de patos y veían algo peculiar que apuntaban con el dedo. La rana deseó volar más cerca del suelo, pues se moría de ganas por dejarse ver y escuchar lo que la gente decía de ella. En la siguiente parada, dijo:

—¿Es necesario volar tan alto? Allá arriba la cabeza me da vueltas, y tengo miedo de marearme y caer.

Los amables patos accedieron. Al día siguiente, volaron tan bajo que podía escucharse todo lo que se decía en el suelo.

—¡Miren, miren! —gritó un niño de una de las aldeas—. ¡Los patos llevan una rana!

Ella pudo oírlo, y su corazón lo sintió.

—¡Miren, miren a los patos! —dijo un adulto de otra aldea—. ¡Qué maravilla!

—¿Acaso no saben —pensó la rana— que la idea fue mía?

—¡Miren eso! —gritó alguien en una tercera aldea—. ¡Qué aves más inteligentes!

Ante esto la rana no pudo contenerse más, y lanzando al viento toda su cautela exclamó:

—¡Fui yo! ¡La idea fue mía!

Dicho esto, cayó dando vueltas por los aires. Los patos gritaron y uno intentó atraparla, pero falló y la rana siguió cayendo. Como la bandada iba muy rápido, la rana por suerte no cayó en la aldea donde el suelo era compacto, sino que mucho más allá en el agua de un pantano.

Se zambulló y de inmediato volvió a asomar la cabeza a la superficie, gritando:

—¡Fui yo! ¡Fue idea mía!

Con el chapuzón, las ranas del lugar se habían escondido. Pero al rato se asomaron y se acercaron curiosas en torno a la recién llegada.

La rana caída les contó sobre cómo había estado pensando durante toda su vida respecto al asunto, y cómo por fin descubrió un nuevo medio de transporte propulsado por patos. Les dijo que tenía un grupo especial de aves que la llevaban a cualquier lugar que ella deseara. Les contó sobre sus viajes al hermoso sur, donde había pantanos cálidos surcados por deliciosas nubes de mosquitos.

—Vine a ver cómo viven ustedes. Me iré durante la primavera, cuando mis patos vengan a buscarme. Quise soltarlos por un tiempo.

Pero los patos nunca volvieron. Pensaron que la rana sin duda había muerto con la caída, y se lamentaron mucho por ella.

Por Vsévolod Garshin (1887). Traducido por Tomás Veizaga a partir de la versión de Bernard Isaacs (Ed. de Lenguas Extranjeras de la Unión Soviética, 1950), complementada y contrastada con la del Cap. Rowland Smith, embajador de Gran Bretaña en Petrogrado (Ed. A. Knopf, 1916).