La palabra agonía, en el ardiente y viviente lenguaje de Unamuno, recobra su acepción original. Agonía no es preludio de la muerte, no es conclusión de la vida. Agonía –como Unamuno escribe en la introducción de su libro– quiere decir lucha. Agoniza aquel que vive luchando; luchando contra la vida misma. Y contra la muerte.

José Carlos Mariátegui La Chira

Será acaso la violencia una de las cosas más antiguas que encontramos dentro del lenguaje; si la redujéramos a una forma, tal vez sería la de un cuerpo incandescente que no podemos controlar, pues no se deja aprisionar por las formas cerradas del pensamiento ni mucho menos se dirige, bajo control, por las formas abiertas con que este quiera encauzar su camino; o bien por las gramáticas que, incluso en sus experimentaciones formales puedan sugerir un escape, aun cuando este sea a través de una fisura que lo lleve donde nosotros queramos. Supongo que es de este modo que podemos leer esta antología, como una experiencia límite que nos expone ante ese fuego, el de Artaud, y al de la violencia, que es también una forma de entender la libertad que atraviesa estas páginas.

La presente obra se despliega en la potencia de una escritura muchas veces desgarrada, pero que sin dudas se consolida como un desborde a cualquier marco estético o filosófico tradicional. En tal sentido, resulta ingenuo leerlo como un autor más dentro de la tradición occidental: aun cuando todo lo que aquí hallamos: poesía, cuerpo, enfermedad, teatro, delirio, pensamiento y revuelta, sean elementos propios de esa tradición; y esto se debe a que, como señala Chano* en su estudio introductorio: “nadie fue tan lejos en el afuera de esta civilización en busca de una visión que pudiera sanarla, nadie sufrió a tal grado las consecuencias de sobrepasar los límites de la normalidad en la sociedad europea de su época”.

Ahora bien, quisiera destacar algo un tanto al margen, antes de profundizar en el libro que nos convoca esta tarde. Esta antología no es solo el trabajo que, durante años, Chano Libos ha dedicado a la lectura, traducción e ilustración de ciertos pasajes de la obra de Artaud, digamos, como un corpus aislado que hoy vemos reunido en un libro, es también el reconocimiento que le permite a este último pasar a formar parte de una constelación de autores que bien podríamos leer distantes a esa condición (la de autor), pues se han entregado por completo al llamado que les ha enfrentado a un mundo saturado de representaciones y signos vacuos, donde la escritura es solo una herramienta más con la que el cuerpo y la vida han de remecer los cimientos de todo lo establecido como límite de sentido posible. Tarea de futuros lectores entonces será la de encontrar las correspondencias entre Neftalí Agrella, Zsigmond Remenyik, Julio Walton, César Vallejo, María Lefebre, Marko Smirnoff, Otto Gross, Teófilo Cid, Alfred Jarry o Rainer Werner Fassbinder. El trabajo de reunirlos como una forma de pensar ya no la literatura y la vida sino la vitalidad que tensiona los límites de la literatura es un gesto de lucidez y arrojo que Chano Libos en diversas y numerosas entregas nos ha ido compartiendo.

uno

Sin abandonar del todo la idea anterior, sería esperable una precisión mayor respecto a la distancia con la figura del escritor. “En sí misma, esta palabra tiene algo que fastidia al escribirla”, señaló Sartre en ¿Qué es la literatura?, valga el recuerdo porque también replica el propósito de la presente obra de Artaud, semejante al espíritu que pervive en aquella redacción suya, firmada por todo el grupo surrealista, donde señala: “no tenemos nada que ver con la literatura”. Siendo ambas posiciones (la de Sartre y Artaud) una reafirmación de la tensión que debería tener quien escribe, en relación con el rol o función que cumple o le es asignado por dicha tarea dentro de la sociedad. 

Si bien participó activamente del movimiento surrealista, acabó rompiendo con él; para Artaud no bastaba con liberar imágenes o trabajar en base al automatismo; había que fracturar la lengua, llevarla más allá del símbolo y del sueño. Su objetivo era más radical: tocar lo real con el cuerpo de la escritura. En este sentido, su obra en cierto modo se alinea con lo que Maurice Blanchot identifica como la escritura del afuera: una zona donde el sujeto se descompone, donde el lenguaje deja de ser mediador y es posible una alteridad radical. Dicho esto, cabría precisar lo siguiente, Artaud no se ubica fuera de la literatura, sino que subvierte sus estructuras desde el interior de ella. En su lenguaje hay resonancias del simbolismo, de la alquimia verbal de Rimbaud, Mallarmé y Lautréamont, pero lo que en ellos era correspondencia y dimensión visionaria del lenguaje, en Artaud se torna ruptura, vómito, herida. Su escritura se sitúa más allá del signo: no representa, sino que presenta e invoca lo sagrado desde la profanación y la violencia. De este modo, su Mensaje al Papa y la carta dirigida al doctor Jacques Latrémolière denuncian cómo dos instituciones sagradas (la religión y la medicina) han domesticado el espíritu y el cuerpo. Pero en lugar de proponer un retorno romántico a la pureza, Artaud inventa un teatro de la crueldad, donde el cuerpo habla desde su descomposición, desde su locura. Teatro que, posteriormente, habría sido la influencia decisiva para la conformación del teatro experimental “In-yer-face”, surgido en los años noventa en Londres.

Como decía, la poesía de Artaud no se queda en la representación, más bien hace presente un cuerpo deshecho y recreado por el lenguaje. El verbo es herida, no adorno, y la palabra no redime, sino que arde. No hay promesa mesiánica en su escritura; sí una ética del grito, un pathos sin consuelo. Su obra exige no comprensión, sino afectación. Al leerlo, no se accede a un sistema de pensamiento, sino a una experiencia de desfondamiento. El cuerpo que escribe, se quiebra y resiste, es el lugar donde el lenguaje se tambalea y el mundo deja de ser evidente.

Pese a lo anteriormente mencionado, al espíritu que este libro propaga, y tal vez parafraseando a Silvia Schwarzböck, es que cabría pensar en qué sucede con nosotros luego de ver a esta medusa que es, en cierto modo, la obra de Artaud, ¿será acaso que el resguardo de la literatura es ese escudo que nos permite avanzar hacia ella sin peligro alguno?

dos

Mientras Marx piensa el planeta como soporte material de la vida humana, Artaud lo vive como un cuerpo que sufre la violencia del lenguaje, la técnica y la razón. Y aunque comparte con el marxismo una crítica feroz a las instituciones —la Iglesia, la psiquiatría, el Estado, el capital— su concepción del cuerpo y la subjetividad lo distancian radicalmente del proyecto marxista. Artaud no busca la emancipación de las condiciones materiales en un sentido histórico o dialéctico, sino una revolución ontológica del ser: no se trata de transformar las condiciones de vida, sino de transformar el modo en que vivimos en la carne, el lenguaje y el pensamiento. Su crítica a la Revolución Comunista en el Manifiesto para un teatro abortado es feroz: la acusa de ser una “revolución de castrados”, una que reproduce el fetichismo técnico y productivista, olvidando la dimensión espiritual, erótica y orgánica de la existencia. Es así que en la post data de ese manifiesto señala: “Esos revolucionarios de papel higiénico […] esos sucios bribones querrían hacernos creer que hacer teatro actualmente es una tentativa contrarrevolucionaria […] Hay para mí muchas maneras de entender la Revolución, y entre esas maneras la Comunista me parece con mucho la peor, la más reducida. Una revolución de perezosos. No me importa en lo más mínimo, lo proclamo bien alto, que el poder pase de las manos de la burguesía a las del proletariado. Para mí la Revolución no está ahí. No está en una simple transmisión de los poderes”.

Donde Marx piensa el planeta como medio de producción —alienado o liberado— Artaud lo vive como un cuerpo herido. Su mística no es ecológica en el sentido moderno del término, pero sí profundamente vitalista: peligrosa o ambiguamente exige una regresión a lo esencial, a una vida anterior al lenguaje, anterior incluso al pensamiento. En esto, su visión del cuerpo es más cercana a una mitología ancestral que a la del materialismo dialéctico. De ahí que en dicho manifiesto hable de una “regresión en el tiempo […] a las costumbres de vida de la Edad Media”.  

No se trata de exaltar el malditismo o el ideario de Artaud, ni mucho menos ocultar aquí sus propios abismos, esa ambigüedad respecto a Hitler o el obviar que su apuesta espiritual, a través de un retorno a otro tiempo, a lo arcaico o a lo mítico entra en sintonía con un programa fascista, basado en el renacimiento nacional, pureza y tradición. Sin hablar siquiera de la sustitución de la historia por el mito. 

Tres

Artaud encarnó una forma de lucidez extrema, insoportable para el orden social y la conciencia occidental. En su obra, la locura no es desviación, sino acceso a un saber otro, a una percepción radical del mundo. Un ejemplo de ese saber otro, en épocas distintas, y referido a nuestro origen, podría ser ese vínculo imaginario entre los ángeles gusanos de Menocchio el molinero y el Dios de microbios de Artaud. Y es que la locura artaudiana pareciera ser “el reverso de la razón”, como diría Foucault, no su carencia. En él, el cuerpo se convierte en un lugar de resistencia frente al discurso médico, que intenta calmar, domesticar, reducir. A lo que responde con escupitajos, glosolalias o invocaciones al dios interior que no puede ser nombrado. En este sentido, podemos percibir su radicalidad política desde el momento en que su obra desafía los dispositivos de control sobre el cuerpo y el alma.

Un tema que atraviesa esta antología es la locura, pero no como enfermedad, sino más bien como umbral. Artaud vivió largos años internado, fue sometido a tratamientos psiquiátricos violentos, pero nunca dejó de escribir contra esa maquinaria que lo deshumanizaba. En textos como El huesecillo tóxico o la carta Al doctor Jacques Latrémolière, Artaud desenmascara la violencia institucional de la psiquiatría. Al respecto, Michel Foucault en su libro Historia de la locura, reconoció en él una figura clave para entender cómo el saber psiquiátrico ha operado a la manera de un dispositivo de exclusión. Y de qué forma nuestra cultura se ha visto empobrecida por las consecuencias de esa determinación, así al menos lo señala en su primera parte, La nave de los locos, cuando señala: 

“La locura se convierte en una de las formas mismas de la razón. Se integra a ella, constituyendo sea una de sus formas secretas, sea uno de los momentos de su manifestación, sea una forma paradójica en la cual puede tomar conciencia de sí misma. De todas maneras, la locura no conserva sentido y valor más que en el campo mismo de la razón”.

cuatro

¿Qué relación puede tener Antonin Artaud con José Carlos Mariátegui y el indigenismo?, ¿será el mito el punto que los una, como una fuerza vital que sobrevive a la razón moderna?, ¿o será acaso que el potencial revolucionario del mito indígena en Mariátegui es para Artaud la prueba de que la cultura occidental ha perdido contacto con la verdad del cuerpo?

Desde una perspectiva política, la figura de Artaud se conecta de modo inesperado con el pensamiento de José Carlos Mariátegui. Con toda seguridad, a partir del viaje que Artaud hiciera a México, pues en su contacto con los tarahumaras, descubre una forma de pensamiento y de ritualidad que escapa a la lógica occidental. La experiencia con el pueblo rarámuri dejó en Artaud una marca profunda. En Una raza-principio así lo registra, revirtiendo la opinión que a priori se tendría de ellos: “Es falso decir que los tarahumaras no tienen civilización, cuando la civilización se reduce a simples facilidades físicas o a comodidades materiales que la raza tarahumara ha despreciado desde siempre”.

Desprecio que, por otra parte, nos lleva a notar algo que Canetti describe con precisión: “nos damos cuenta, por ejemplo, de que todo está prefigurado en ciertos mitos: son conceptos y deseos antiquísimos que hoy en día realizamos fugazmente”, cada vez más esporádicamente quizá, obnubilados por las representaciones responsables de la domesticación del cuerpo y del espíritu. Quizá lo que ya veía Artaud, fue lo mismo que vio Trakl, y es lo que podemos ver ahora, que estamos: “demasiado muertos para vivir”.

Pasando a otro plano, es innegable su influencia en los movimientos contraculturales y revolucionarios, los situacionistas vieron en él una figura profética: alguien que había comprendido que la vida había sido capturada por la representación, que el espectáculo había reemplazado a la experiencia. Su grito, más allá de una política basada en demandas, enseña una insurrección del deseo. 

Esta antología no pretende dar respuestas, tampoco Artaud. Nos arroja a un campo de intensidades donde nos comparte su fiebre, y nos invita a pensar, como él, con la herida del pensamiento abierta. Y si bien él ya veía la descomposición de la cultura europea en el siglo veinte, leerlo hoy en día, en medio del sostenido avance de la ultraderecha a nivel mundial, ante la exasperante pasividad de la izquierda y donde el espectáculo ha devenido norma, es como si volviéramos a escuchar el grito de un cuerpo que no se deja reducir ni al capital, ni a la razón. Un cuerpo que, como la tierra, exige otro comienzo. Vuelvo sobre Mariátegui, pues su epígrafe toma la forma de una descripción de Artaud, a quien vemos en esta antología: luchando contra la vida misma. Y contra la muerte.

epílogo

En la presentación que hiciéramos en Valparaíso el viernes pasado, Chano habló de un sueño que marcaría el vínculo que acabó enlazándolo con Artaud; en él, en una especie de pequeña reunión, el poeta se arranca la mandíbula inferior y la muestra al público, mientras de la mandíbula superior cae un chorro de sangre. En cierto modo, ese recuerdo que pareciera extraído de una pintura de Francis Bacon, se entrelaza con las palabras que Freud le enviara en una carta a Wilhelm Fliess: “En esta casa, el 24 de Julio de 1895, el secreto de los sueños le fue revelado al dr. Sigmund Freud”. Quién sabe, quizá dicho sueño constituya ese intuitivo momento de lucidez o razón otra que marcó el posterior derrotero político, poético y estético que Chano Libos, ahora de la mano de Antonin Artaud, nos comparte esta tarde.

*Chano Libros es el seudónimo de Cristian Olivos Bravo

Por Rodrigo Arroyo

 

Vida y muerte de Satán el fuego
Antología ilustrada de Antonin Artaud
Caxicóndor / Inubicalistas
Valparaíso
2025