Ringside

La entrada de un caricaturista nos conforta, falsamente, para la partida de este viaje -referencial, autobiográfico, testimonial. Está Max Beerhom (que murió en Rapallo), Guattari (que murió en Cour-Cheverny) y luego Cortázar (que murió en París), pero es este último quien nos servirá de guía y copiloto. Recuerdo más de una reyerta entre cortazarianos y borgeanos, allá en los pastos de la antigua Universidad de Chile. Como sea, es Cortázar quien nos menciona, una vez más, su defecto del habla, y, al mismo tiempo, surgen decenas de personas encantadas con sus cronopios y demás aditamentos seculares y espontáneos. (¿Habrá algo más udechile que andar citando a Alfred Jarry?).

Sin embargo, y como sucede a menudo en la narrativa cinzaneana, nos vemos obligados, gozosamente claro, a departir con varias historias a la vez. La profesora de calcetines díscolos (un tópico a estas alturas), la lectura (una historia per se), un estrambótico viaje de reconciliación hacia los fiordos, un romance, o varios, la versión individual del Ronco, sentado en el asiento 36 de un bus que cruza el Canal de Chacao sobre un transbordador. Y entre la esquiva delicadeza, reconocida, y la trama personal, existen numerosos anzuelos lanzados al océano profundo de la narrativa latinoamericana: “En las grandes novelas todo se relaciona con todo”, profesora dixit. Entonces, esta maravillosa sentencia tranquiliza el tono, también el del lector. El cuento gana por knock out, se agrega. La verdadera poesía, agregamos, “se anuncia en el aire, como los terremotos que, según se dice, presienten algunos animales” (palabras de un tal Juan GM), y entonces vemos que en este ring no hay pelea (no a la vista, al menos), pero sí golpes, escaramuzas y una respetable cantidad de bailes discursivos. Acá es donde nos encuentra el primer round, o movimiento, esperando atentamente el remezón; que llegará, sin duda.

Si el cuento gana por ko y la novela por puntos, ¿cómo gana una narración en extremo fragmentada? Me gusta pensar que es más bien como una de esas peleas a la antigua, después de clases, cuando los contrincantes se topaban en el recreo y se avisaban “a la salida”, y el resto de la jornada se preparaban mentalmente para darlo todo, por lo general, rodeados de decenas de alumnos, también avisados, que hinchaban por uno u otro, sin intervenir, hasta que la victoria era clara y contundente; una pelea a combo limpio y zancadilla, escupitajos, pelea contenida por una barrera humana de lectores, amigos y compañeros, hasta que los nudillos se pelaban, hasta que se rendía uno, o los dos lectores caían extenuados al mismo tiempo, agotados, ensangrentados, con un ojo en tinta, las camisas afuera, los pantalones entierrados, el vestón con una manga colgando, pero con la satisfacción del deber cumplido, el honor intacto y, algunas veces, hasta con una sonrisa o apretón de manos entre los contrincantes. A veces hay triunfos por knock out, a veces no, tampoco por puntos, sobran los árbitros y el público se aleja satisfecho.

 

Seconds out

Este es un viaje por Chile, por el, a estas alturas, legendario campus Gómez Millas (Gómez Mitjans), por las locuocidades del poeta Alcalde, por México, Bélgica, París, por la frontera, por un cité de Estación Central y por la Villa, que es, efectivamente, la historia de un defecto en la voz, del muchacho que crece, revive y se acuesta pensando en nada; digamos, una versión villera de Bartleby… Y de pronto nos vemos navegando sobre un río tormentoso de historias, relatos, anécdotas, la casa del allendista pudiente (tópico cada vez más recurrente), el barrio, los amigos, los vecinos que van cambiando el auto, los que no logran cambiar nada (“el pueblo, ya vencido, jamás estará unido”), un personaje torrencial, solitario, incomprendido, por él mismo, principalmente… Crecer, ser otro sin querer ser otro, ir alejándose de algunos, y acercándose a otros, a otras lecturas, disquisiciones, pensamientos convertidos en torrente interminable. Y, en el intertanto, aparece este colgajo de señales, como una mesa del notable Salvatierra, amigo de Arturo y Ulises, con un mapamundi medieval, en el que las señales y marcas conviven con monstruos marinos y terrestres, bitácoras de navegación, límites distintos, teorías de conspiración y fábula.

Contra las cuerdas

La lectura se hace incesante, a la vez que el brinco, limitado, se ve abierto a un espacio denso, acuoso, de viscosidad materna y delirante. Es en el pizarrón donde se van reuniendo las señales, flechas y desvíos de una historia adolescente (imitando al Ronco en su recursividad, un tópico) que va subiendo de intensidad, hasta perderse, hasta inocularse un envión de desánimo, un inconsciente harakiri. Es como decir “me voy a aniquilar”, “este mensaje se autodestruirá”, y pasar desde la fragmentación multifocal a una concentración humeante y densa, como un géiser del Tatio al amanecer.

Si la villa ya anunciaba algo de autocomplacencia, hacia el final adquiere matices de epopeya, solo para valientes. El aparente desorden de recursos formales nos empuja hacia el abismo; no más que eso, pero tampoco menos. Se cae, y las palabras de la profesora resuenan como ecos vacíos y fuertes, mientras experimentamos una caída interminable, inexistente. La palabra se sucede, el verbo se contrae; hacia el final fue el verbo, y el verbo estaba desprovisto de color y norma. Y sin embargo, no hay magulladuras en esta caída, no hay heridas profundas, aunque los protagonistas parecen revolcarse en ellas; simplemente sucede, acaece.

La arista política reverbera resuena de un modo eterno o secuencial, épica o intolerablemente, según sea el día o la dictadura de la que se trate. Es la historia de una vida. Y, a su vez, la historia de la historia de la vida. El Chile de protestas, el Año Decisivo, el Pedagógico, las universidades intervenidas, Mario Martínez, Carmen Gloria Quintana,  y el lodazal, las piedras, las ramas, la lluvia negra que cae a raudales sobre el precipicio por el que seguimos rodando. No es caída libre, rodamos. Bartleby está presente; también el Ronco tópico. La arista única de ese amigo que describe lo que siente, lo que ve, cómo crece: Chile, la dictadura, los milicos, la violencia, el Colo, la adolescencia, cuesta abajo en la rodada; parafraseando a Faulkner, ¿o a Bolaño?, “La estrella no cae si nadie la mira”.

Cinzano nos regala una narración en tres partes, cercanamente relacionadas. Hay un retorno sin nostalgia a las calles de la infancia, primera juventud, los años escolares y universitarios. Con maestría nos transporta a aquellos tiempos y lugares, el verde bosque, parte de la barra azul en la previa, el Chuck Norris, la profesora que es guía y compañera a la vez, los desplazamientos por amor (que no resultan, claro), la preferencia por leer, habitar leyendo dentro de un parque desconocido, o en un país nórdico, leyendo en el colegio, en la universidad, en el estadio, en la micro, leer caminando, leer durmiendo, leer cayendo… Es la historia que conocemos, que avalamos, que disfrutamos releer, repensar imaginar, recordar; en un entorno, sociedad, fútbol y política… en un país que ya no existe. “Volvemos al Impala, volvemos al desierto. En este pueblo he sido feliz”.

Por Carlos Almonte
Fotografía de Stephen Shore

Sobre:

Un defecto en la voz
Martín Cinzano
Deriva Editorial
2025