Willesden Launderette Reverse Dolly Pan Right Friday Prayers (2010) de Mark Lewis es acaso la mejor demostración de que es posible entender el cine, entre otras cosas, como un arte del recorte. En el transcurso de un solo plano y en el espacio-tiempo de cinco breves minutos, esta película decididamente plástica presenta cuatro movimientos y cuatro pausas que, merced a la modulación de los encuadres, hacen ver un espectáculo de apariciones y desapariciones en el recodo de una calle londinense.
La película expone su “programa” desde el título. La cámara empieza ejecutando un movimiento gracias a un dolly: salimos del interior de una lavandería con un travelling en reversa, marcado por pausas que permiten contemplar este u otro agenciamiento de líneas y formas. Pasamos así de las lavadoras encendidas al vidrio detrás del cual se parapeta un hombre inmóvil, y después, retrocediendo un poco más, hacia una perspectiva general de la lavandería, animada en su superficie exterior por juegos de transparencias, luces y reflejos. La cámara abandona enseguida la lavandería para efectuar una panorámica de más de 180 grados hacia la derecha, recorriendo los dos lados de la calle. Lo que descubrimos entonces es un barrio popular hacia el final de la jornada, con hombres pakistaníes en tenida musulmana dirigiéndose hacia un lugar de culto. Al exponer a través de su movimiento la co-presencia de una actividad profana y una actividad religiosa, Willesden Launderette Reverse Dolly Pan Right Friday Prayers muestra el cine como un arte de los pasajes. Deteniéndose en este u otro encuadre, la película hace hincapié a la vez en su grado de artificialidad y en su dimensión documental, cuyo signo más puro queda plasmado en los reflejos fugitivos de los pájaros, proyectados sobre el vidrio de la lavandería.
Suele preguntarse —sin olvidar plantear la pregunta al propio artista— si las películas de Mark Lewis son realmente “películas”, pues se les proyecta rara vez en salas de cine y se les expone más bien en un contexto museal, sin horario determinado y en bucle. El hecho de que exhiban una continuidad espacio-temporal, a la manera de las películas de los hermanos Lumière y de las primeras vistas móviles, el que no estén montadas pues en el sentido tradicional de la palabra y que se presenten en cambio como single shots (vale decir, en un solo plano), ha favorecido un acercamiento de estas películas a los dispositivos de la pintura y de la fotografía. Entre las hipótesis más llamativas planteadas a este respecto, puede mencionarse la de David Campany, para quien el efecto pictórico de Lewis provendría del silencio:
Al no verse solicitado por un envoltorio sonoro, quien observa no queda sumergido en un espectáculo fílmico; se le permite observar con distancia, como si se encontrara en una galería de fotografías, de pinturas o esculturas. En ello, Lewis no se sirve del muro de la galería como pantalla: lo piensa en su calidad de muro.
Esto alinea el cine ya de entrada con lo audiovisual y con el espectáculo. Lo lleva también a proyectar otras películas mudas en las paredes (y no en la pantalla), empezando por aquellas que suelen asociarse a la vanguardia. Este tipo de práctica curatorial está en efecto bastante extendida hoy por hoy, en particular cuando se trata de obras multiformes: Paul Strand, por ejemplo, es expuesto cada vez más a la vez como fotógrafo y cineasta, dentro de un mismo espacio museal. Las fotografías de Strand son presentadas como tirajes originales o hasta vintage, producidos mediante diversos procedimientos analógicos, mientras que sus películas, rodadas en celuloide, son mostradas en un espacio más o menos abierto sobre soporte un digital que no busca en primera instancia plasmar la experiencia de la película original, sino que crea una suerte de complemento comparativo para la exposición fotográfica, dotada esta del aura de la fabricación artesanal.
En cambio, cuando Mark Lewis decide hacer transferencias desde Super 35 mm a un soporte digital, de lo que se trata es de un modo de exposición escogido por el propio artista. Cabe constatar que las películas de Lewis no son películas “expuestas”, retiradas de las salas de cine y simplemente “colgadas en los muros”, sino que por el contrario vienen pensadas ya para ser “instaladas”, es decir, dispuestas en un espacio determinado y, sobre todo, para colocar en un entorno al espectador. Este debe encontrar su lugar frente a la imagen, siendo capaz de variar su punto de vista, algo que resulta particularmente sugestivo cuando, al bajar las escaleras que conducen al subsuelo de columnas blancas del BAL, nuestros ojos se encuentran de pronto con Staircase at the Edificio Copan (2014), una película que describe la escalera giratoria de un edificio de Niemeyer por medio de un vertiginoso movimiento de steadycam.
La diferencia radical que Campany construye al distinguir “muro” y “pantalla” y pintura (o fotografía) y cine, corresponde, a su juicio, a una serie de oposiciones entre los términos de distancia e inmersión, así como entre los de observación y espectáculo. Desde esa perspectiva, sería el cine ―en su calidad de aparato o dispositivo― el que no consentiría una observación atenta. Esa definición negativa (y el consecuente privilegio que se otorga al espacio de la galería) pasa por alto sin embargo las constantes y paradójicas alusiones de Lewis al dispositivo “clásico” de la proyección cinematográfica, incluso en el interior mismo del “cubo blanco”. Lewis no busca solamente recordar las figuras de un observador “lejano” dentro de la historia del cine, sino servirse también, aunque sin nostalgia ni fetichismo, de aquello que con Jean-Louis Baudry podríamos llamar aparatos cinematográficos “de base”: herramientas técnicas capaces de hacer que la cámara se vuelva móvil, o quizás una modalidad de proyección que oriente la mirada del observador hacia una imagen alta y luminosa, de buena resolución, con posibilidades eventualmente de sentarse o reclinarse y de inmovilizarse por lo tanto holgadamente.
Si ha de servir como parámetro de comparación entre el cine y la pintura, la distinción entre pantalla y muro merece algún examen. Muchos años antes, André Bazin había circunscrito la nueva articulación entre pintura y cine que brotaba del cine ensayístico de los años cincuenta, en Resnais y Clouzot por ejemplo, a través de una diferenciación de carácter plástico. Bazin hacía de tal modo una distinción fundamental entre el marco (de la pintura) y la mirilla (del cine), siendo el primero centrípeto y la segunda centrífuga. A diferencia de la experiencia del espacio de nuestra vida activa, el marco del cuadro constituiría una “zona de desorientación” que abre el espacio contemplativo del mismo hacia su interior. En el caso de la pantalla, en cambio, el límite ya no sería el marco de la imagen, sino una mirilla
que solo deja al descubierto una parte de la realidad. El marco polariza el espacio hacia dentro; todo lo que la pantalla nos muestra hay que considerarlo, por el contrario, como indefinidamente prolongado en el universo.
Una de las razones de esta crucial diferencia guardaría relación con los regímenes de temporalidad de ambos términos: el del cuadro se desarrollaría geológicamente, en profundidad, mientras que el del cine funcionaría de forma geográfica, a nivel del montaje. Si el marco subraya la heterogeneidad pictórica, oponiéndose por ello mismo al espacio natural en el que se inserta, la mirilla “destruye” en cambio ese espacio pictórico por cuanto remite permanentemente a un afuera.
Esta disyunción fundamental entre campo y fuera de campo, cabe añadir, puede nacer no solamente del montaje, sino también de los movimientos efectuados delante de una cámara o hasta de la movilidad de la cámara misma. La separación entre lo que se muestra y lo que se esconde es primordial pues para la organización de un plano cinematográfico, ya que, como afirma Pascal Bonitzer, “un plano no es una percepción […]; es un agenciamiento de volúmenes, de masas, de formas, de movimientos. El marco no es el límite vago del campo visual. Es un recorte del espacio que crea la articulación […]”. Las películas de Mark Lewis exponen exactamente esa propiedad de la pantalla, que no es el mundo y carece de horizontes, para retomar la expresión de Merleau-Ponty.
A Mark Lewis le interesa la pintura en particular cuando logra capturar el tiempo. Refiriéndose al cuadro Le Pont des Arts (1867-1868), de Auguste Renoir, el artista sostiene que mostraría el tiempo lento de una tarde ociosa en que la vida “se detiene”, aunque la visibilidad de las sombras lo haga aparecer también como algo transitorio. Lewis considera que habría igualmente un tercer tiempo, que sería el de la fabricación ―transitoria a su vez― del propio cuadro: “un tiempo que encarna a la vez”, escribe, “la contemplación y el paso, la inmovilidad y el movimiento, una condensación que el espectador experimenta […] reflexionando sobre la representación formal de las diferentes clases de temporalidades”. Adivinamos así hasta qué punto la hibridación de los tiempos constituye un desafío central para las películas de Lewis (exactamente en el sentido en que Jean Epstein habla de ello para identificar la esencia del cine). Al argumento de Campany (relativo al silencio), habría pues que sumar una pregunta acerca de la percepción del tiempo, algo que no es posible sin considerar la función del movimiento propio del cine.
En Hendon FC (2009), por ejemplo, comienza con una composición clásica y estable, que presenta en plano ancho y leve picado una parte de las gradas de un estadio de fútbol abandonado, en pleno día de verano. A lo lejos, mujeres y niños se divierten al borde de la cancha. Enseguida, la cámara deja la escena, ejecuta una panorámica hacia la izquierda y recorre el terreno herboso, dejando al descubierto encima de las gradas el desteñido cartel del estadio, donde figura el nombre de un equipo local: “Hendon FC”. El momento que permite apreciar la belleza de aquel lugar deportivo convertido en ruina, la historicidad de aquella construcción invadida por la naturaleza y, del mismo modo, una doble temporalidad, que marca a la vez su función sociocultural perdida y su presente de terreno baldío.
La profundidad de campo contribuye a establecer por otro lado una relación entre diferentes “planos” dentro de la imagen, entre sus capas temporales, al igual que en el cuadro de Renoir. Por la misma razón, sin embargo, podemos reconocer también una afinidad con las películas del hijo del pintor. Según Bazin, en Jean Renoir ese uso de la profundidad responde, al igual que los planos largos y móviles, a “la preocupación constante de nunca separar por medio de la toma de vistas el centro de interés dramático del marco general (físico y humano) en el que está inserto”. Desde luego, Lewis no realiza lo que comúnmente llamamos películas de ficción, aunque sí hace surgir un espacio imaginario que roza la ficción, pasando, en el transcurso de un solo plano, de una escena social en presente (mostrando migrantes, por ejemplos) a la naturaleza, y de la naturaleza a “otra escena”, de corte social, perteneciente esta vez al pasado (dejando que soñemos con la actividad popular de ese club).
La cámara abandona luego su posición en altura, se zambulle, gira, da un vuelco y recorre las hierbas altas que cubren la cancha. Sobrevolamos el campo muy de cerca, empezamos a tratar de distinguir sus detalles. La trayectoria ondulante de esa mirada, producida a partir de una grúa, recuerda esas nuevas máquinas de visión que llamamos drones. En determinado momento, cuando la cámara gira, siempre a pleno sol, percibimos la sombra de la máquina: “ello” se muestra, como una suerte de punctum del aparato, referido al movimiento engendrado por lo que Tom Gunning llamaba, frente a los famosos phantom rides, vistas móviles del cine temprano, “la energía invisible” que “engulle el espacio y se propulsa hacia delante”. Una vez que el aparato haya dado ya una vuelta completa al estadio y vuelva al lugar desde donde partió, se detendrá sobre una vista en leve contrapicado, desde las hierbas, bastante distinta respecto al punto de vista inicial.
Esta “vuelta” de plano sitúa al espectador-visitante de una manera muy particular, un efecto que permite matizar la calificación del dispositivo al que se ve confrontado. En lugar de remitir alternativamente las creaciones de Mark Lewis al ámbito del cine o al de la fotografía resulta más provechoso entender cómo juegan con la articulación entre esos dos regímenes. Al estar o ser “instaladas”, exponen literalmente la mirilla de la pantalla. Gracias a su composición móvil, transponen la temporalidad de la pintura y la fotografía. Sin montaje visible, permanecen en un régimen de teatralidad y atracción asociado al dispositivo de su proyección, al igual que las películas del cine temprano.
Como bien se sabe, Mark Lewis siente una especial predilección por la técnica de la retroproyección. Su inclinación no se debe tanto al deseo de resucitar un efecto especial obsoleto, signo de un arte del cine que podría asociarse a “la edad de las máquinas” (Fernand Léger), sino que responde más bien a la dimensión modernista del efecto, capaz de crear una tensión entre la representación y su materialidad. El interés de Lewis se relaciona igualmente con su gusto por un cierto tipo de figuración estratificada característica de los cuadros del Renacimiento, donde se crean espacios a la vez separados e integrados, como bien precisa Laura Mulvey. En su estudio sobre la función de las retroproyecciones en Hitchcock, Dominique Païni hace hincapié en su importante rol de sutura pictórica entre las figuras y el fondo, algo que permite la creación de un efecto de verosimilitud “sin borrar los medios ilusionistas que la vuelven posible” o incluso una “simetría del espectáculo cinematográfico en la película misma”. La tensión estética de este trucaje radica según Païni “entre la afirmación de un espacio que se trata de visitar en dimensiones y movimientos reales (lejano-cercano-lejano) y el pie forzado extremo de ilusión”. Si bien la técnica de la retroproyección remite a dispositivos pre-cinematográficos como el diorama o los decorados escénicos, en Lewis parece figurar más bien como un trucaje capaz de hacer brotar la potencia estética del cine. En ese sentido, Rear Projection: Molly Parker (2005) es quizás la obra más emblemática del cineasta.
En un texto dedicado a una de las primeras películas del cine clásico en usar retroproyecciones ―Her Man (1930) de Tay Garnett―, Mark Lewis describe su efecto especialmente cautivador, que produce una escisión entre el drama del primer plano —protagonizado por dos actores enlazados e inmutables dentro de un estudio— y el fondo documental —móvil— por el que fluye un espacio urbano anónimo. Se trata, dice Lewis, de un efecto de montaje o hasta de collage, de dos tipos de experiencias fílmicas diferentes:
A contrapelo de la intriga y por medio de un efecto de realidad, la película registra una temporalidad irreductible al teatro o al relato. Sin dejar de experimentar el efecto de realidad de la retroproyección, comenzamos a notar ‘figurantes’ involuntarios, todas aquellas personas del fondo que, al ver circular por su ciudad un camión con una cámara sobre la plataforma, echaban al pasar, sin duda, una mirada un tanto sorprendida o inquisidora ante esa extraña tripulación.
En Lewis, sin embargo, la reiteración de un trucaje obsoleto carece de cualquier nostalgia. En su calidad de trucaje invisible capaz de mostrar la imagen proyectada en su hibridez, la transparencia encarna en esta obra una suerte de antigüedad “moderna”, comprendida como tensión estructural entre una composición estable y la experiencia de lo efímero*. Si bien es cierto que este tipo de tensión puede inscribirse dentro de una historia de la pintura, suele remitir también, por su captura del azar en lo cotidiano, a algo que es propio del cine y que precisamente lo vuelve híbrido: el movimiento y el montaje, que se asemejan aquí a una forma de collage.
Esta tensión figurativa hace aparición también en las películas de Lewis que exploran el mundo contemporáneo basándose en un movimiento particularmente articulado de la cámara, que se coloca entonces encima de una dolly, una grúa o hasta de un automóvil o helicóptero. Estas películas hacen brotar el valor estético de ese movimiento gracias a la duración y la continuidad de un plano largo. La tensión figurativa no nace allí de la misma manera que con las retroproyecciones: ahora radica en la revelación sorprendente de un detalle o de un acontecimiento imprevisto, en el mismísimo dispositivo motorizado que posibilita el registro móvil. El permanente desencuadre es a la vez indicativo por tanto de una composición plástica y de una captura de lo transitorio. Se convierte en un signo de la presencia del aparato, así como en portador de un “inconsciente óptico”, en el sentido benjaminiano del término.
Así pues, Motion (From the Minhocão to the Cinema Marabá), “película” de 2014, coloca al espectador frente a una “poesía del cambio” distintiva de aquella modernidad que Baudelaire definía famosamente a través de “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente”, una modernidad que se destaca también por un agudo sentido de la temporalidad, marcada hoy en día por una forma elevada de aceleración no exenta de contradictorios efectos de desaceleración, y que desarrolla algo que, con Hartmut Rosa, podríamos llamar la “estética de la lentitud”. El título mismo de esta película dice, mediante un gesto conceptual que recuerda ciertas películas de los hermanos Lumière, su programa: recorrer un trayecto que lleva, en Sao Paulo, desde el Minhocão hasta el cine Marabá.
En el transcurso de un paseo nocturno en automóvil, desde un teatro de sombras digno de Schatten (1923) de Arthur Robison, desplegado encima de un viaducto en desuso del Minhocão, hasta el cine de un barrio vecino bautizado con el nombre Marabá, descubrimos la vida de una metrópolis marcada por la locomoción. Lo transitorio se cimienta aquí en el punto de vista móvil. Cuando empezamos a acercarnos al cine, comenzamos a divisar a lo lejos, entre las sombras, una pequeña mancha sobre la acera. Una vez que la mirada se ha posado de frente a la entrada del cine, dimensionaremos, delante de un ciclista que yace en el suelo, la escena que ha debido suceder antes de la llegada del automóvil.
En la fotografía, el punctum “es lo que ‘me punza’”, como por ejemplo un detalle. El punctum está ligado al tiempo: se manifiesta solamente al cabo de una cierta latencia, es una especie de fuera de campo sutil, según Barthes. Se puede intentar trasponer este concepto a las películas de Lewis. Lo que, por un momento, o en la detención, constituye el punctum de un plano, puede, en el movimiento y tras el desencuadre, conducir a su fin (en el doble sentido de la palabra): vale decir, hacia un acontecimiento mayor (la gente que sale del cine se ocupará del hombre accidentado) que da pie a una ficción virtual (la película se detiene precisamente allí donde comenzamos a observar acciones dramáticas y donde abandonamos el modo de observación contemplativo). Si lo fílmico, según Barthes, es “aquello que no puede ser descrito”, puesto que el cine, “no más que el texto, todavía no existe”, puede afirmarse quizás que lo fílmico en cuanto punctum radica en las películas de Lewis en el movimiento y la visión mismos, presagiando en cierto modo la vigilancia militar de las nuevas tecnologías (la guerra de drones).
La vista aérea de Forte! (2010), filmada desde un helicóptero, hace comprender, por ejemplo, que la fortaleza ha sido construida antes de la invención de la aviación. La escala ancha del plano hace aparecer la línea hormigueante de la multitud humana que sale del fuerte corriendo como un movimiento de insectos y da de tal modo una idea de la destrucción masiva, inventada con la Gran Guerra y continuada en los conflictos de hoy con armas cada vez más automatizadas. Este pensamiento de lo contemporáneo, que apunta a los efectos biopolíticos de la condición neo-capitalista por medio de una composición diagramática y cartográfica, tiene, en esta película, un equivalente estético. Lewis nos restituye aquí algo que tiene que ver con aquello que Serge Daney llamaba una “cine-demografía”: ante la desaparición de la multitud del cine ficción, Daney constata una desproporción entre el hombre y su entorno, y propone, a inicios de los años ochenta, el estudio de la rarefacción de esos seres cinematográficos que constituyen la multitud, que garantizaba al espectador cinéfilo el sentimiento de una pertenencia al mundo. Daney establece con ello un homenaje a los figurantes, abandonados en la sombra del star-system y amenazados por la transformación económica de los estudios hollywoodenses, pequeños trabajadores anónimos a los que Lewis rinde igualmente homenaje en su película The Pitch (1998).
La multitud, que tan extensamente mostró el cine de los años veinte, es también una figura del espacio público de la modernidad, tal y como lo describió Georg Simmel en el interior de las grandes ciudades. Mark Lewis la capta hoy en los lugares de paso de la vida cotidiana, aquellos lugares anónimos de la sobremodernidad (Marc Augé): espacios de comercio o entretenimiento, zonas de transporte. Pero la busca también allí donde ya no está, o donde se encuentra quizás en vías de extinción, porque las ciudades se han transformado y han desplazado sus centros.
Above and Below the Minhocão (2014) constituye de tal modo una suerte de monumento a un barrio modernista de São Paulo, marcado por la plataforma de una autopista urbana en elevación. La carretera se filma al atardecer, cuando queda reservada exclusivamente al uso de peatones y ciclistas. El cuadro privilegia por largo rato las vistas de conjunto, aprovechando el hecho de que las figuras aparecen agrandadas por sus sombras. Con el movimiento lento y giratorio de una grúa, el aparato-cámara captura momentos fugitivos (por ejemplo, el paso de dos ciclistas) o incluso algunos micro-acontecimientos (como un hombre que sale al pasillo de un edificio para hacer una llamada). A veces, la presencia imponente de la grúa impone un gesto deíctico a los curiosos, que saludan directamente hacia el ojo mecánico que le está adherido, como hacían antaño ciertos transeúntes ante los operadores de Edison o de Lumière.
En determinado momento, el encuadre —una vista en picado— subraya con su luz de alto contraste y su carácter acentuado la estética modernista de los edificios, su aspecto geométrico. Por medio de efectos de aplanado y serialización, Lewis compone allí, a la manera de Paul Strand, lo que Rosalind Krauss llamara la “cuadrícula” del arte moderno (anuncio, entre otras cosas, de “la vocación de silencio del arte moderno, su hostilidad hacia la literatura, la narrativa y el discurso”). En Above and Below the Minhocão hay una tensión entre esos momentos de abstracción plástica y el efecto de realidad inherente a la doble temporalidad de la escena, la superposición de varias edades urbanísticas: la modernidad y la hiper-modernidad. Una dimensión política surge sencillamente a través de la representación de estos lugares en su función efímera de indicadores de un cambio. La ocupación de la carretera por parte de los peatones anuncia probablemente la gentrificación del barrio, una transformación que podrá paradójicamente perjudicar a los habitantes actuales. En la sociedad capitalista, dice Simmel, el valor funcional del dinero hace abstracción de las cualidades: en lugar de servir como intermediario de las relaciones sociales, el intercambio monetario moderno se transforma en su modelo.
En las películas de Lewis, proclives a mostrar la movilidad del ojo cinematográfico, podemos distinguir dos tendencias, que corresponden, como las películas que trabajan con retroproyecciones, a dos “modelos” de la historia del cine. El primero proviene de lo que Tom Gunning ha llamado el “cine de atracciones” de la época temprana, encarnado en el caso de Lewis por la vista móvil documental (presente ya tanto en Lumière como en Edison, gracias a los medios de transporte modernos a los cuales se adhería una cámara). El otro proviene de lo que podríamos denominar, ahora en el ámbito del cine clásico, la autonomización de la mirada, fenómeno más bien raro que puede observarse, por ejemplo, en Max Ophuls (en Le Plaisir, por ejemplo, cuando la cámara abandona a los personajes para explorar las alturas de una iglesia, al compás de un Ave Verum Corpus mozartiano, separándose así por un instante del relato y de la ceremonia religiosa). En el cine moderno, este tipo de movimiento insistente es más frecuente (en Antonioni o Varda, por ejemplo), pudiendo ser atribuido a una “conciencia-cámara” o acaso a un “discurso indirecto libre”, de acuerdo con los conceptos de Pier Paolo Pasolini y Gilles Deleuze.
La tensión que se abre en los planos largos de Lewis nace en realidad de esas dos funciones: la atracción pura de la vista móvil del cine temprano, y la función ulterior del plano “paseante” en el interior del cine de ficción. Este último aspecto resalta de una manera invertida del movimiento continuado de la grúa, dispositivo puramente cinematográfico que encuadra y esconde a la vez: en lugar de suspender la ficción, como sucede en el cine narrativo, el movimiento insistente conduce, en Lewis, hacia su posibilidad. En su trayectoria arremolinada, Above and Below the Minhocão atraviesa varias veces el viaducto transformado en zona peatonal para volver a encontrar a un hombre y una mujer a los que antes se veía sentados. Aunque los olvidamos por quedarse cada tanto fuera de campo, acabarán figurando en el centro del encuadre final. El esbozo de un abrazo, apenas perceptible, produce aquí una particular emoción.
El pequeño elemento que me punza se da como gesto filmado en el tiempo, gesto inesperado que solo adquiere su espesor porque se ha vivenciado todo el tiempo que tuvo que pasar para que pudiese ocurrir. Es precisamente por esa razón por la que el artista escoge aquí una proyección ancha en alta definición y ofrece la posibilidad de que los visitantes se sienten, pues si no se pasa suficiente tiempo frente al muro-pantalla resultará imposible percibir aquel momento de gracia. En virtud de la duración específica del plano (11 minutos) y de su movimiento aberrante, se puede ver aparecer, desaparecer y reaparecer algo que “genera un enigma” (Michel Frizot) o que “me punza” (Roland Barthes), algo que volvemos a encontrar cada vez con sorpresa o emoción. En las películas “plásticas” de Lewis, el punctum está ligado al mismo tiempo al movimiento (que frustra la dimensión enigmática del plano) y al tiempo (que permite la contemplación). Puede estar basado en la agitación de una multitud lejana, que sale cual oleaje de un fuerte posado en la cima de una montaña nevada, o bien en la gesticulación de un paseante en São Paulo al advertir que está siendo filmado por una cámara colocada sobre una grúa, o incluso en la pequeña mancha que forma el cuerpo de un ciclista tendido en la sombra de una acera nocturna y que no podremos descubrir más que acercándonos con el automóvil sobre el cual ha sido colocada la cámara.
Si las obras de Mark Lewis parecen aspirar a un modo de atención cercano a la experiencia de la fotografía, la forma de exposición de su condición técnica revela al mismo tiempo la especificidad de su medio. Y es que el artista nos muestra justamente “por qué el cine importa” más que nunca, en el sentido en que Michel Fried explica “por qué la fotografía importa más que nunca en cuanto arte”: el punctum es para Michel Fried el elemento fundamental de lo que él mismo llama la “anti-teatralidad” de la fotografía. Es en ese sentido que, en sus películas-instalaciones o en sus films “plásticos”, Lewis explora los efectos del descentramiento y de la latencia de un fuera de campo sutil, presentando el cine como un modo de experiencia del transcurso del tiempo.
*Mark Lewis no se refiere directamente a la técnica de la retroproyección cuando defiende su concepto de historicidad, al comentar las concepciones estéticas del arte, de Hegel a Adorno, de Baudelaire a Bruno Latour, para comprender en particular las paradojas implicadas en la ecuación entre la “modernidad como nuestra antigüedad” y la hibridez de los objetos contemporáneos. Cf. Mark Lewis, “Is Our Modernity Our Antiquity?”, en Mark Lewis, catálogo citado, p. 195-204.
Por Christa Blümlinger
Traducción de Ignacio Albornoz