En Ulises plebeyo, la entrega más reciente del prolífico cineasta César González, nos asalta un estallido de fragmentos, retazos y porciones de realidad social hipermediada. ¿Por qué hipermediada? Porque se trata de enlaces formales desplegados a partir de diversos registros de origen múltiple, amalgamados y dispuestos en interrelación a partir del montaje. Precisamente, mediados: filtrados por el aparato del cine que César manipula ya con plena confianza y determinación, abrasada esa realidad social (la mayoría de Buenos Aires, Argentina) por los fuegos de la prepotencia simbólica que habilita el dispositivo poético cinematográfico.
Umbrales: capas hipermediadas
César Gonzalez se vale de la hipermediatización del montaje en tanto mecanismo recursivo (y discursivo) para burlar la espectacularización a la que es sometida día a día la realidad social en su conjunto, enfatizando en el registro de los sectores marginados y populares (la periferia del centro citadino, que casi siempre es la salvaje y opulenta Buenos Aires). Ejecutando una contraofensiva formal ante el discurso mediático pasteurizador que aplana, homogeneiza y expande su hegemonía (en el universo televisivo y en las redes), el cineasta se arroja lúdicamente a la experimentación no-lineal acaso para dar cuenta de esa simultaneidad tan arrolladora que caracteriza nuestro tiempo.
Decíamos contraofensiva formal, o bien contraataque discursivo… Cualquiera fuese el término, hay que advertir que por momentos se proyecta un umbral genealógico, el diálogo con la tradición estética de un territorio: podemos casi palpar el estilo de montaje de un cine de agitación que nos remite al movimiento del tercer cine, al Grupo Cine Liberación y obras cumbres como La hora de los hornos (Octavio Getino, Fernando “Pino” Solanas, 1968); pero claramente no es una película-propaganda, ni mucho menos un pastiche-panfletario, aunque se tramen puentes al pasado como búsqueda político-estética.
Lo cierto es que en la ensalada formal que revuelve César González caben ingredientes variopintos: sucesos recientes como la muerte de Maradona y la congregación popular espontánea (el peso del ídolo popular como huella indeleble de una cultura, entendida como emblema y excusa para la celebración y el llanto colectivo); los festejos por el campeonato mundial del 2022 en los barrios bajos de la ciudad; un motín en una cárcel; caminatas extraviadas por las calles opacas, persecuciones, registros de allanamientos de la policía: la circulación y el consumo de droga en las villas: teletransportaciones a zonas de la Europa ilusoria y hasta paralelismos con escenas extraídas de El acorazado Potemkin (1925) de Serguéi Eisenstein (en otra evidente reminiscencia al concepto de montaje). Todo este conjunto de imaginarios se ve, a su vez, interrumpido por una serie de intertítulos incendiarios que anclan y complementan el sentido, o acaso discuten y batallan con los registros de imagen.
Trastocamientos de montaje
En su libro El fetichismo de la marginalidad (2024), César escribe, trazando un atajo a Jacques Rancière que “la política del cine no es la denuncia sino el montaje”. O, en todo caso, pienso, la denuncia es el montaje, por no decir que la forma es el contenido: para que la representación no desemboque en una bajada de línea moralizante, de denuncia didáctica, es la dimensión estética (es decir: las decisiones de la puesta en escena y del montaje) la que debe alimentar a la política de la imagen. Para no agotar la discusión en el lugar común de la moral formal espectacularizante, esa instancia que César sintetiza muy bien bajo el concepto del fetichismo de la marginalidad (algo así como el propósito de generar fascinación o moralinas a partir de las imágenes de las violencias), el director recurre a los artilugios expresivos del montaje, valiéndose de su polifónica vitalidad.
Pues bien, es en este sentido que sostenemos que en películas como Ulises Plebeyo (¿un ensayo de montaje? ¿un documental experimental?) habitan los matices. No podríamos hablar lisa y llanamente de “una película de denuncia política” en tanto se esquivan los senderos estereotípicos de la didáctica-moralizante, tal como ensaya el director en la película hermana de esta última aventura: Lluvia de jaulas (2018), en donde el eje conceptual centro-periferia enraizado a la gran urbe constituye poco más que el detonante para el juego expresivo desde esos márgenes liminales. Lo que vibra es una plena conciencia lúdica de las potencialidades de la puesta en escena, como venimos afirmando: en el origen múltiple de esos materiales de archivo, previo a su trastocamiento de montaje, ya respira cierta diversidad temática, histórica y territorial; un rasgo que se verá explicitado en los efectos (por momentos frenéticos) que genera esa yuxtaposición de imaginarios múltiples. En definitiva: disparadores para hacerse preguntas y enlazar ideas, más que encadenamientos discursivos que pretenden “obtener información”.
El lugar del matiz
Ulises plebeyo es una película para hacerse preguntas, no para informarse sobre “lo que sucede en la ciudad”, o en las periferias. Decirlo así, en los tiempos que corren, resulta tan obvio como inevitable, y a la vez imprescindible. Al igual que en Lluvia de jaulas, la experimentación con el lenguaje (con el acento también puesto en la dimensión sonora-musical, que aquí cumple un rol inmersivo fundamental) es lo que prima en la experiencia perceptiva. En las poblaciones que César González acostumbra filmar (esto es: encuadrar y montar), conviven los matices, la densidad y las contradicciones (inherentes componentes del entramado social), así se trate de incursiones más narrativas (como Qué puede un cuerpo -2014- o Atenas -2019-) o experimentales (como Exomologesis, de 2016). La transparencia monocorde no tiene lugar en su cine.
Por Juan M. Velis
La mayoría de las películas de César González se encuentran disponibles para ver en su canal de YouTube.