Si se reescribiera hoy, En la colonia penitenciaria de Kafka solo podría referirse a una máquina de ejercicio. En vez de tatuar la sentencia en sus víctimas, la máquina inscribiría líneas con números: tantas calorías, tantos kilómetros, tantos vatios, tantos saltos.

El ejercicio moderno nos hace reconocer la máquina que opera dentro de nosotros. Nada como el gimnasio moderno para convencernos de que sentimos nostalgia por el trabajo fabril. Las palancas de las prensas ya no dominan nuestro trabajo, pero con el gimnasio importamos vestigios del equipo sobrante de la industria a nuestro tiempo libre. Nos vamos de la oficina y sobre la cinta transportadora corremos como si nos persiguiera el diablo. Voluntariamente machacamos nuestras piernas en los rodillos y ponemos nuestros endurecidos brazos en las pesas. Es fundamental que las máquinas sean simples. Las rampas, anillas, palancas, poleas, seguros, manivelas, caballetes y cintas del Nautilus y las máquinas aeróbicas ponen a nuestra disposición, miniaturizadas, etapas anteriores del progreso técnico. Los elementos son visibles e inteligibles para nuestro uso, pero no nos resultan peligrosos. Desplazados, neutralizados, son huellas de una necesidad que ya no necesita resolverse con planificación o ingenio.

Un granjero alguna vez utilizó una polea, un cable y una viga para levantar su tejado; ahora usamos los mismos medios para trabajar nuestros laterales. Actualmente, cuando asumimos que nuestros cerebros son computadores, la imagen del hombre máquina, ya provenga de Descartes o de La Mettrie, posee un carácter antiguo y venerable, como un poster amarillento en el muro del hospital: la presión sanguínea es la hidráulica, la fuerza es la mecánica, la nutrición es la combustión, las extremidades son las palancas, las articulaciones son los puntos de ensamblaje. El mundo del ejercicio no necesita hacer ninguna declaración conceptual notable acerca de que somos hombres y mujeres mecánicos. Ya lo éramos, al menos en lo que concierne a nuestra ciencia. Más bien expresa la voluntad, por parte de todo y cada individuo, de descubrir y regular los procesos maquínicos de su propio cuerpo.

Y nos dirigimos a este trabajo duro sin ninguna otra recompensa inmediata más que nuestra libertad de hacerlo. Precisamente este tipo de libertad puede que baste. Las máquinas de ejercicio nos ofrecen el dominio superior de someter nuestros cuerpos a la experimentación. Escondemos nuestras razones para realizar esta labor e irreflexivamente creamos una nueva necesidad. Nadie plantea la pregunta de si queremos arrastrar nuestras vidas a través del umbral hasta el reino del ejercicio.

El ejercicio no es una decisión. Llega a nosotros como un emisario del reino de los procesos biológicos. Cae bajo la jurisdicción de las obligaciones de la vida misma, que solo los autodestructivos descuidan. Nuestro controversial futuro se supone que dependerá de genes diseñados, escaneos cerebrales, la neurociencia, los rayos láser. Sobre estas cosas tenemos ruidosos y estériles debates públicos, mientras que los cambios históricos reales ocurren en las colchonetas sintéticas de un gimnasio, al ritmo del rodar de un pistón y del ajuste de un banco inclinado.

En el gimnasio somos testigos de cómo las personas realizan un proceso biológico básico de autorregulación. Todas sus actividades relacionadas son parte del ámbito de lo privado. Una pregunta, entonces, sería por qué el ejercicio no se queda en ese ámbito, el privado. Podría haberse quedado en casa junto con otros procesos parecidos: comer, dormir, defecar, lavarse, emperifollarse y masturbarse.

Pregunta para quienes hacen ejercicio: ¿qué ven en los espejos que cubren las paredes del gimnasio? Sus expresiones faciales son las asociadas con el dolor, con las lágrimas, con los orgasmos, con el tipo de esfuerzo excesivo que haría que otros los asistieran inmediatamente. Pero ustedes no ocultan esas expresiones. Gimen como si se retorcieran sus entrañas. Repiten desagradables ejercicios, como si trapearan el piso. Resoplan y gritan y hacen fuerza. Usan ajustadas pero informes prendas de lycra, que revelan a los ojos de los demás la forma de los genitales y los pechos apretados y fajados, pero sin que se reconozca el atractivo del sexo.

Si bien nuestra palabra deriva del “gymnasium” griego, nuestro gimnasio moderno no comparte el mismo espíritu. Los deportes en la institución antigua eran públicos y agonísticos y consistían en el entrenamiento de los muchachos para las competencias públicas. El gimnasio griego era más cercano a lo que nosotros conocemos como la escuela de boxeo, con la diferencia de que también era el lugar en el que los hombres adultos se reunían para admirar a los jóvenes más bellos y, según la usanza ateniense, ser sus mentores sexuales. Era el lugar por excelencia para promover la educación sistemática de los jóvenes y para que los adultos participaran en debates casuales entre sí, modelando la sociabilidad intelectual, separada de la política abierta, que es el origen de la filosofía occidental. Sócrates pasaba la mayor parte de su tiempo en los gimnasios. Aristóteles comenzó su escuela filosófica en el pasadizo cubierto de uno.

Los métodos socrático y peripatético no encontrarían una buena acogida en un gimnasio moderno. Lo que nosotros modernos hacemos allí solía pertenecer a la muda privacidad. Los griegos pusieron sus acciones genuinamente privadas en una locación, un oikos, el hogar. Al hogar pertenecían todas las acciones que sustentaban la pura vida biológica, lo cual incluía el trabajo de mantener una habitación y un cuerpo, producir alimento y comerlo, dar a luz y alimentar a los recién nacidos. Hannah Arendt interpretó esta marcada distinción griega entre la casa y el mundo público como símbolo de una verdad general: que es necesario mantener las acciones que sustentan la vida desnuda lejos de la mirada de los otros. Una esfera oculta, libre de escrutinio, constituye el fundamento de una persona pública: alguien lo suficientemente seguro de su privacidad como para asumir los severos riesgos de la vida pública, para pensar, para hablar contra las voluntades de otros, para tomar decisiones con total independencia. En privado, a solas con la propia familia, la necesidad que se impone y los apetitos mudos pueden gratificarse en la irreflexión y el dolor de mantenernos vivos.

Nuestro gimnasio podría llamarse más bien “club de la salud”, con la salvedad de que no se trata de un club para el encuentro igualitario entre sus miembros. Es el espacio atomizado en el cual hacemos ante los ojos de los demás cosas que solían ser privadas, con la solitaria soledad de un cuerpo que se comporta como si aún estuviera en privado. Ensayamos estas contorsiones para deshacer y rehacer un yo privado, y si los otros que observan no tienen el derecho de aprobar, un imaginado “otro” colectivo sí lo tiene. El ejercicio del gimnasio moderno pone a la biología en la compañía asocial de extraños. Se supone que coexistamos pero que no miremos de cerca, que dejemos limpio el metal de las manillas y las superficies de las colchonetas como si no dejáramos ningún rastro. Como en el ascensor, se espera que miremos al frente.

Es como un castigo por nuestra liberación. Las formas más onerosas de la necesidad –la lucha por el alimento, contra la enfermedad, siempre por medio de duros esfuerzos– han sido superadas. Tal vez haya sido ingenuo pensar que la nueva libertad humana nos llevaría a una sociedad de proyectos públicos, como la Atenas de Pericles, o de simple deleite en lo que existe, como en el Edén. Pero la verdadera recompensa de una sociedad que elige hacer de las libertades y los ocios privados su principal sustento ha sido mucho más inesperada. Esta recompensa es un conjunto de formas de autorregulación corporal que arrastran a la luz los últimos vestigios de la vida biológica como una atracción social.

Las únicas piezas de equipamiento verdaderamente esenciales en el ejercicio moderno son los números. Ya sea en el gimnasio o en la senda por la que se trota, el cálculo rudimentario es la tecnología fundamental. Tal como se cuentan las pesas que levantamos, así se corren las distancias, se cronometran los ejercicios, se elevan las frecuencias cardiacas.

Una simple prueba negativa para saber si una actividad cuenta o no como ejercicio moderno es preguntarnos si puede realizarse de manera significativa sin contarla o medirla. (En los deportes los números se usan de modo distinto: allí los puntajes son una manera de registrar la competición en un encuentro social). Las formas de ejercicio que prescinden de equipamiento mecánico, como por ejemplo trotar, no pueden prescindir de esto.

En el ejercicio tenemos la sensación del propio cuerpo como una colección de números que representan capacidades. El otro sitio donde los números de un individuo adquieren ese estatuto talismánico es la consulta médica. Existe una cierta continuidad entre todos los lugares donde se hace ejercicio y los sitios en los que las personas se hacen exámenes para enfermedades, reciben asistencia médica y mueren. En la consulta médica, el laboratorio de exámenes y el hospital quedamos a merced de los expertos que cuentan. Un técnico de laboratorio en un delantal blanco toma una muestra de sangre. Una enfermera ajusta una banda en tu brazo, te conecta a un electrocardiógrafo y toma las medidas básicas de tu altura y tu peso, nada de esto para tu satisfacción. Te recompensa con los obvios números para la presión sanguínea, el índice de grasa corporal, la altura y el peso. La ficha con tus números pasa de mano en mano. Finalmente ocupa su asiento el médico, un mecánico con la bata blanca de un ángel y la arrogancia de un jefe. En lenguaje de especialista, que exacerba tu temor y tus expectativas, puedes aprender sobre tus números para el colesterol (de dos tipos), tus células blancas, tu hierro, tus inmunidades, tu análisis de orina, etc. Él apenas necesita recordarte que estos números se correlacionan con tus oportunidades de supervivencia.

¿Cómo obtenemos el coraje para existir como un conjunto de números? Yendo al gimnasio o a la pista para correr ganamos la libertad ansiosa de contarnos a nosotros mismos. ¡Qué alivio puede llegar a ser! He aquí números que podemos cambiar. Convertimos los ejercicios en pruebas que realizamos sobre un material a nuestra disposición, la armadura exterior de nuestra grasa y musculatura. Se nos asegura que también estos números, y no solo las marcas negras en los archivos del médico, corresponderán a cuánto tiempo viviremos. Con fuerza de voluntad y la disciplina suficiente, es decir, con el sometimiento de nosotros mismos a una regla, seremos cambiados.

El gimnasio se parece a un hospital voluntario. Los miembros del personal también son sus pacientes. Algunas máquinas nos ponen en una tracción de la que podemos escapar. Otras deshacen el aprisionamiento de un respirador, induciéndonos a bombear nuestros pulmones por nosotros mismos, y llevan el pulso de nuestro ritmo cardiaco en una pantalla. Asistidos incluso por el amor que se puede llegar a desarrollar por nuestros padecimientos, este autotesteo se vuelve una segunda naturaleza. La curiosa compilación de números que somos se vuelve un aspecto de nuestra libertad, a veces más importante, incluso más preocupante, que nuestros pensamientos o nuestros sueños. Descubrimos qué tan altos números podemos llegar a ser, y qué tan inmortales. Porque nosotros, comprometidos jugadores, viviremos para siempre. Recibiremos mantención eternamente.

La justificación para el alcance total de la responsabilidad de ejercitarse es la salud. Una extensión adicional del hábito contabilizador del ejercicio le confiere un preciso carácter económico. Determina los números anticipados para los días y horas de la propia vida.

Es cierto que en la actualidad podemos preservarnos por un tiempo mucho más largo: los medios de preservación son confiables y baratos. La prisa por vivir la propia vida mortal disminuye y crece la tentación de la perpetua preservación. Preservamos el cadáver viviente en un estado óptimo, no porque podríamos hacer algo con él, sino por sus propios buenos sentimientos de eterna preparación, confianza y seguridad. Acumulamos nuestro capital para ganar intereses y subsistimos en el día a día con migajas de pan. Pero nadie heredará nuestra buena salud luego de nuestra muerte. Las horas de mantención de la vida desaparecen junto con la persona. La persona que no se ejercita, en nuestra actual concepción, es un suicida lento. No se hace responsable de su propia vida. No trabaja afanosamente para prevenir su muerte. Comenzamos a pensar, por lo tanto, que la provoca. Puede resultar un alivio recordar, cuando algún conocido de nuestros padres muere, que no se alimentaba bien o que nunca se hizo del hábito de trotar. Quien no ejercita es lanzado al mismo rincón donde lanzamos a otros desafortunados a quienes descontamos socialmente. Sus vidas valen un porcentaje de la nuestra, gracias a su propia negligencia. Su valor queda comprometido por el fracaso en asegurar la máxima duración de existencia física posible. Quien no ejercita se une a todos quienes no están en forma: los lentos, los viejos, los casos perdidos y los pobres. “¿Acaso no quieres ‘vivir’?”, preguntamos. Ninguna de sus respuestas podría satisfacernos.

Imaginen una sociedad en la que se creyera que los sentidos se gastan. La visión empeoraría mientras más vívidas fueran las cosas miradas. El oído empeoraría mientras más intensos fueran los sonidos escuchados. Sería inevitable que una concepción así llegara a dominar el patrón completo de la vida de las personas, cambiando la manera en que ocupan sus días. ¿Gastarían sus capacidades en los colores más saturados, escucharían los sonidos más intoxicantes? ¿O podrían los integrantes de esa sociedad negarse al movimiento, cerrando sus ojos, tapando sus oídos, cuidando así las reservas restantes de sensación?

También nosotros creemos que nuestras vidas diarias no están siendo plenamente vividas o utilizadas, sino devoradas injustamente por la edad. Y usamos nuestro tiempo desesperadamente. En las desesperadas gratificaciones materiales de una sociedad hedonista, que decretan comodidad y felicidad inmediatas, injertamos la economía desesperada de la salud y perseguimos un periodo más largo de la felicidad aplazada y las comodidades postergadas, ocupando la mejor parte de nuestras vidas en la preservación de la vida.

El ejercicio efectivamente te hace, como persona estadística, parte de una suma de distintas categorías que mueren con menor frecuencia a edades sucesivas. Produce una ganancia de probabilidades. Esta es la principal lógica pública para esos billones de horas-hombre y horas-mujer en el gimnasio. La verdad, sin embargo, es que ser saludable también te hace sentir radicalmente diferente. Para un segmento de sus más adeptos practicantes, el ejercicio en su forma contemporánea es principalmente una búsqueda de ciertos estados de sensación. Un fenómeno más habitual que la persona joven que está físicamente infeliz porque nunca ejercita es el joven ejercitador que sufre por haber perdido un día o dos de ejercicio. El movimiento es una necesidad. Se pueden decir innumerables cosas a favor simplemente del movimiento, de la prisa, de mover el cuerpo, de convertir el desasosiego en movilidad y vitalidad, pero el ejercicio no es simple movimiento. Es más como una oscilación. El fenómeno más común puede ser el individuo que evalúa, en su propia cabeza si es que no en voz alta, su estado de salud general a cada momento, alternando la satisfacción y la decepción, basado en lo que comió, lo que bebió, cuánto ejercitó, cuándo, con qué sentimientos mientras lo hacía, y con qué relación con la nueva recomendación o advertencia que acaba de oír en la sección de vida sana de los noticieros. Uno se siente más saludable incluso cuando el cuerpo no se siente perceptiblemente diferente; uno se siente poco saludable incluso cuando el cuerpo está bien. O el cuerpo efectivamente comienza a sentirse diferente –más ligero, más fuerte, más eficiente, menos tóxico– de maneras que exceden las posibles consecuencias de los ejercicios realizados; pero las sensaciones no pueden durar, exigen más trabajo. Puede que esto sea una “medicalización” psíquica de la vida humana más importante que cualquier cosa que un médico pueda hacer con sus exámenes.

Una justificación menos respetable pero aún más poderosa para el ejercicio diario es la delgadez. Esto supone el disciplinamiento de una voluntad depravada antes que la estricta responsabilidad de mantener la salud de la máquina corporal y su fondo de capitalización.

Las mujeres despojan sus cuerpos de capas de grasa para revelar una forma sin sus excesos normales de carne. Pese al nuevo énfasis en la forma atlética femenina, la tarea de la mujer que ejercita sigue siendo la delgadez extrema. Los hombres también se esfuerzan por ser delgados, pero de manera más importante inflan músculos específicos, hinchando los mayores grupos en los bíceps, el abdomen y los muslos. Despiertan una incipiente musculatura que ningún trabajo o actividad mundana podría realzar de ese modo. La suya es una tarea de expansión y descubrimiento.

La delgadez extrema de las mujeres es una fuente de exasperada reprobación femenina y de tristes apodos: los “rayos X sociales”, la actriz como huesos y pellejo. De manera similar, la orgullosa expansión y descubrimiento masculinos de seis músculos en el abdomen bajo, que recuerda al exoesqueleto segmentado de un insecto, se vuelve un lema y una broma: el “six-pack”, vinculando el ejercicio con la masculinidad de la cerveza.

A diferencia del modelo de la salud, que dice realizar una continua ganancia sobre la mortalidad, la delgadez y la expansión muscular operan en una cruel economía de pérdida acelerada. La mortalidad comenzó cuando el primer hombre y la primera mujer abandonaron el Jardín del Edén. Todos hemos de morir, pero nadie tiene que dar forma al físico, y una vez que esta modificación del cuerpo comienza es más implacable que la muerte. Toda persona que se ejercita sabe que la propensión del cuerpo a ganar peso es la expresión física de una caída moral. Sabe que la tendencia del cuerpo a ponerse fofo cuando está cómodo o en descanso, en vez de estar perpetuamente endurecido, es el fracaso de la disciplina. Este es el sabor de nuestro nuevo Árbol del Conocimiento. En nuestra era de abundancia, encontramos que la nutrición nos hace gordos antes que bien alimentados, el placer nos hace fofos antes que felices, y solo los anoréxicos tienen la fuerza de voluntad para dejar de comer y morir.

El ejercicio significa algo distinto a la salud para una persona joven que concibe la deseabilidad sexual como la verdad sobre sí misma que más amerita ser defendida. Y la juventud se está volviendo permanente con la exigencia de que los adultos mantengan un aspecto exterior juvenil. El propio cuerpo se vuelve el sitio donde reside el atractivo sexual, antes que el vestido, la inteligencia o el carisma. Pero esto probablemente sea menos cierto para la sociedad –que aún valora la personalidad– que para la propia persona que se ejercita, que imagina una audiencia que no existe. Lo más triste de todo es la creencia en que un cuerpo mejorado le otorgará dicha al no amado. Las tropas de avanzada del ejercicio moderno son las mujeres que acaban de terminar sus años universitarios. Siendo solo recientemente la beneficiaria de un cuerpo sexualmente maduro, y estando entre las pocas poseedoras por derecho natural del tipo de cuerpo mínimo que preferimos en nuestra cultura –que cada día preferimos más abiertamente, con mayor vehemencia–, la muchacha de veintipocos es una figura paradójica como ejemplar del ejercicio. Aún no es parte de los des-contados. Pero ella conoce su destino. Comienza inmediatamente a adelantarse en la carrera por preservar una forma que nunca debe exceder el mínimo absoluto de carne. Una refrescante honestidad puede existir entre quienes se ejercitan y aún no están atrapados en la doctrina de la salud. La creciente incidencia del hábito de fumar entre las mujeres jóvenes, que preocupa a los promotores de la salud pública, coincide con la creciente incidencia del ejercicio en gimnasios, que no les preocupa. Mientras que el cigarrillo suprime el apetito (rebeldemente), la trotadora eléctrica ataca las calorías (obedientemente). Cada uno de estos hábitos puede volverse intensamente, eróticamente placentero, y ninguno realmente apunta a la salud o la longevidad.

La doctrina de la delgadez introduce la fantasía radical de ejercitar hasta los huesos. Admite el sueño de un cuerpo no corrompido por ningún exceso de corporalidad. Tánatos entra por la puerta abierta por Eros, y el ejercicio flirtea con la voluntad de aniquilar el cuerpo no atractivo antes que de preservar su longevidad. Sin la ideología de la salud que la acompaña, la delgadez de hecho eliminaría toda restricción, generando una visión letal del ejercicio. Curiosamente, la salud retorna como el único freno en una práctica que de otro modo puede volverse una suerte de abierta agresión contra el cuerpo.

Con la salud en su lugar, es más probable que la agresión se lleve a cabo psíquicamente. Primero se acumula, y luego comienza una corriente de odio por esta forma humana corrompida que continuamente deshace el trabajo que inviertes en ella. Sesenta kilos de la propia carne comienzan a parecer como la roca de Sísifo. Pero la amargura de ver cómo tu cuerpo deshace tu trabajo es refrenada por una curiosa compensación de la que Sísifo nada sabía. Si el cuerpo odiado es la escena de una batalla, aún surge cierto placer de la lucha sin fin, y en un orden hedonista dividido contra sus propios flácidos placeres, al menos este placer, si es que ningún otro, es posible extenderlo indefinidamente.

Un enigma del ejercicio es la urgencia proselitista que lo acompaña. Quienes ejercitan están siempre deseosos de que todas las demás personas compartan su experiencia ¿Por qué deben otros ejercitar si una persona lo hace?

Nadie que juega fútbol o básquet exige que todos los demás lo practiquen. Los deportes son sociales. Sus victorias se vuelven visibles en los arreglos públicos temporales de un juego. Quizás los logros reconocidos por otros en el acto de su ocurrencia pueden ser dejados en paz. Quien va al gimnasio, por otra parte, es un solitario predicador. Continuamente está golpeando a tu puerta para que reconozcas el poder que no le dará paz. Tú también debes ejercitarte. Sin embargo, incluso si se preocupa por tu salvación, tiene el brillo de alguien que ya está por delante tuyo, un elegido de Dios.

Trotar es la forma más insidiosa, por su manera de llevar el proselitismo fuera del gimnasio. Es una invasión directa del espacio público. Impone el conteo, el ritmo, el controlado frenesí, el habitual atuendo de ropa interior exhibida y el aspecto esquelético por sobre la práctica normal de un paseo al aire libre. Una cosa que se puede decir a favor del gimnasio es que un contrato implícito vincula a todos quienes ejercitan en su espacio acre y cubierto de espejos. Todos consienten en realizar pesados ejercicios de manera separada y ocultar todo aprecio mutuo, como en un bien organizado masturbatorio. En este sentido, el gimnasio es más amable que la estrecha ribera del río, la calle o el sendero natural, donde quienes trotan se adueñan de los espacios comunes. Con su velocidad y su intensidad narcisista, quien corre corrompe el espacio para pasear, pensar, hablar y para el contacto cotidiano. Empuja al ocioso fuera de su ensoñamiento. Se abalanza sobre los peatones que conversan. Quien corre puede oponerse a la sociabilidad y la soledad al transpirar públicamente entre ellas.

No cabe duda de que el carácter no compartible del ejercicio estimula un tipo inusual de soledad. Cuando el ejercicio se vuelve verdaderamente compartido y mutuamente visible, como en la aeróbica que se acerca al baile o en el físicoculturismo duro que es siempre erótico y fraternal, se aproxima al deporte o al arte y comienza a revertirse. Cuando el ejercicio se realiza en un hogar privado o en un paisaje desocupado o sin método formal, aparatos o conteo, recupera ciertas excéntricas libertades de las técnicas privadas del yo. Podrías estar bailando. Sin embargo, a la categoría pura de ejercicio moderno no le interesa el proceso creativo de reproducción (como en las actividades en común) o los puros descubrimientos de la soledad (como en la excentricidad privada). Persigue la idea de replicación. La replicación en el ejercicio re-crea la forma y las capacidades de otros en el material de nuestro propio cuerpo, sin que haya nuevas invenciones y sin el intercambio con otros o el traspaso de materiales entre yoes.

Es una pregunta desconcertante, de hecho, si “tú” y “tu cuerpo” son lo mismo en el ejercicio. Si por una parte el ejercicio parece identificar fuertemente a quienes ejercitan con sus cuerpos, al someterlos al trabajo común, por otra parte parece alienarlos de los cuerpos que deben cuidar y administrar. ¿Dónde radica realmente el “estar en forma”? Parece estar en lo profundo de nuestro interior, pero ese interior se ha elevado a una superficie transformable. Y esta superficie ya no es una de la que podamos despojarnos, como lo hacíamos con los atuendos en métodos anteriores de mejoramiento de nuestro atractivo. Los historiadores de la moda señalan que las mujeres se liberaron de los corsés usados externamente solo para crear corsés internos, cuando tonificaron los músculos del abdomen y el pecho e hicieron dieta y ejercicios para quemar permanente el cuerpo bien alimentado que las correas y cintas restringían temporalmente. Aunque quien ejercita actúa sobre su yo, este yo se identifica cada vez más con la superficie visible. Aunque trabaja sobre su cuerpo, la replicación lo hace cada vez más un cualquiera, por decirlo así.

El ejercicio asimila, en una práctica de asimilación sumamente virulenta. Pero el propio ejercicio empuja las normas de la medicina y el atractivo sexual hacia nuevos extremos. La retroalimentación no estabiliza el sistema, sino que lo radicaliza año tras año. Solo en una cultura de gimnasio tener sobrepeso se vuelve “la segunda mayor causa de muerte” (como las noticias anunciaron esta primavera) antes que una correlación, una medida relativa, que efectivamente varía y se combina con los ataques cardíacos, el cáncer, la falla de órganos y las enfermedades terminales que eran nuestros anteriores asesinos. Solo en una cultura de gimnasio rasgos físicos que antes se consideraban repulsivos se vuelven ahora marcas de superioridad sexual. (Ahora nos calienta la aniquilación mediante el ejercicio y las dietas de lo que alguna vez fueran voluptuosas formas femeninas y vemos con naturalidad cómo se hacen famélicas y son selectivamente reemplazadas con implantes mamarios, inyecciones de colágeno, alzamiento de glúteos. Hemos aprendido a excitarnos con los músculos tonificados y con las venas marcadas que hacen que hombres que no levantan más que carpetas y papeles se parezcan al Increíble Hulk). Como la salud y el sexo son los lugares en los que hoy por hoy exigimos nuestra verdad, ideales de acuñación reciente deben ser promulgados como descubrimientos de la ciencia médica o revelaciones de permanentes y “evolutivos” deseos humanos. Las capacidades técnicas del ejercicio de gimnasio dirigen los ideales y demandas sociales.

¿Supone esta crítica que planteo un odio al cuerpo? Al contrario.

El ethos del ejercicio de gimnasio elimina el margen de seguridad que los humanos tienen cuando se relacionan con sus propios cuerpos. Los hombres y las mujeres parecen avergonzarse más de sus propios cuerpos reales en el actual ambiente de exposición biológica que en el pasado anterior al gimnasio. La era del ejercicio ha producido más obsesión y odio de sí en vez de menos.

Una preocupación feminista cobra importancia. Ciertamente es posible hacer que las personas se acostumbren a exhibir ante los ojos de los demás los procesos biológicos de transformación. Y esto ha sido, a momentos, el objetivo de las feministas, que buscaron atacar un patriarcado que estigmatiza el cuerpo natural o que hace de los procesos biológicos una fuente de vergüenza e inferioridad. Pero las formas de exposición que han surgido recientemente no están en sintonía con la liberación feminista del cuerpo incondicionado.

El patriarcado hizo de la biología un espectáculo negativo, algo sucio que debía ocultarse. El ethos del ejercicio la vuelve un espectáculo positivo, una fascinación competitiva que debe ser revelada. Es así como la retórica del “amor al cuerpo” puede ser mal utilizada. Con la propagación del cliché según el cual uno no debiese “avergonzarse” del cuerpo, las personas son menos capaces de defenderse contra la posibilidad de que sus cuerpos y procesos biológicos reales puedan ser expuestos a cada momento, en nuevos estados de disciplinamiento que no son ni públicos ni privados. Se vuelve algo regresivo, un fracaso moral de estas personas, el querer defenderse de la exposición o retirar su salud, sus cuerpos, sus excitaciones y sus autorregulaciones de la escena social, como si la privacidad de este tipo fuera mera pacatería o represión.

Una vez sometido a esta socialización de los procesos biológicos, el cuerpo sufre una nueva humillación que ya no radica en las distinciones entre lo revelado y lo oculto, lo natural y lo vergonzoso, el ideal sexual y la realidad física, sino en el crimen más profundo de meramente existir como lo no regulado, lo no formado, lo no sexy, lo “no en forma”.

Nuestras prácticas nos están volviendo del revés. Nuestra carne oculta se vuelve nuestra fachada pública. La verdad médica privada de la salud corporal se vuelve nuestra autoestima psíquica. La acción en público ante extraños y conocidos pierde su centro de gravedad en la experiencia viva del ciudadano y es reemplazada por la actividad del ejercicio en público, mientras que el discurso cede su lugar al espectáculo biológico.

Tu ejercicio te confiere superioridad en dos frentes de competencia, el de la longevidad y el del sexo. Frente a la mortalidad, quien va al gimnasio se fantasea a sí mismo como un agente de la salud, mientras se convierte en un paciente más perfecto. Ante la lucha sexual, quien va al gimnasio se esfuerza por conseguir una ventaja positiva, que fomenta un horizonte siempre huidizo de mayores competencias.

El resultado no es solo la anegación de la conciencia por un cuerpo numerado y regulado o la distracción de la vida que va de la mano con la incesante mantención de la vida, sino la liquidación del sentido de lo público y de lo que puede hacerse colectivamente en público, junto con las últimas esferas intocadas de la privacidad, de modo tal que la vida biológica, buena y mala, siempre será vista, en todo lugar, y como todo lo que tenemos.

“Estás condenado. Estás condenado. Estás condenado”. Ese es el canto que entonan las máquinas con sus opresivos ritmos, ese zumbido que resuena entre los muros del gimnasio. Hubo un tiempo en el que la autoridad de la salud y la exhibición de nuestros cuerpos y procesos biológicos parecían beneficiosas, incluso liberadoras. Íbamos a sobreponernos a la enfermedad, íbamos a exorcizar la pacatería victoriana. Pero nuestros dardos erraron sus blancos y algunos de ellos fueron a dar directo a nuestra privacidad.

La delgadez a la que aspiramos se vuelve espiritual. No es este el futuro que queríamos. Ese escozor bajo la piel de quien ejercita, mientras se baja de la caminadora, es solo su nuevo yo, su reducida existencia, rasguñando la verdad de quien él es ahora, desde adentro hacia afuera. 

 

Por Mark Greif
Traducción de Rodrigo Zamorano

Publicado originalmente como “Against Exercise” en el primer número (verano del 2004) de la revista digital n+1. Este ensayo fue incluido posteriormente en la colección que lleva por título Against Everything: On Dishonest Times (Londres: Verso, 2017).

Disponible en https://www.versobooks.com/en-gb/blogs/news/3428-against-exercise-by-mark-greif