En el cuerpo de una embarazada se desata una guerra. Un combate a muerte entre las células maternas y el embrión, que arrasa con todo lo que encuentra con tal de conquistar el útero. Lo explica Suzanne Sadedinis, una bióloga evolutiva australiana, en un ensayo increíble donde cuenta que el endometrio, en el bando materno, es como el muro de una fortaleza: si no fuera por sus células inmunitarias letales, el invasor podría digerir el útero completo. “No es casualidad que muchos de los genes activos en el desarrollo embrionario estén implicados en el cáncer”, explica Sadedinis, antes de volver a su tesis principal: el embarazo se parece mucho más a la guerra de lo que nos gustaría admitir. La biología de la maternidad, dice, esconde una visión bastante menos romántica que la que nos han enseñado.
Recordé este ensayo mientras leía el volumen de cuentos Meditación madre, de la escritora y artista visual argentina Ana Montes (1992), que hace poco publicó en Chile la editorial Neón. Recordé también un cuadro suyo, Mamá gótica (2022), en el que aparece una mujer ojerosa echada en un sillón con una guagua en brazos, una especie bebé vampiro que gotea sangre de su boca. La autora no es madre (¿todavía?), y es un detalle importante porque revela un poder de observación prodigioso: la maternidad es una experiencia particularmente difícil de comunicar. En palabras de Marina Yuszczuk: “Yo parto de la base de que todo lo que está pasando no se puede escribir”, dice en Madre soltera (2020). Pero es cosa de mirar —dice Montes—, de observar lo cotidiano muy de cerca para que se deforme y aparezca enfrente algo que, a primera vista, no estaba ahí.
También lo da a entender Jazmina Barrera en Linea nigra: la maternidad mirada de cerca —e incluso con microscopio, como dice Sadedinis— se parece más a un cuento de terror que a otra cosa.
—Intento escribir de la misma forma en la que pinto: paso muchas horas mirando, prestando atención a los detalles —explica Montes desde Buenos Aires—. Cuando pinto, no dibujo formas que después relleno con pintura, sino que parto de manchas abstractas de color. Y esas manchas, luces y sombras son las que van formando la imagen. En la escritura hago algo parecido: junto fragmentos, pedacitos de observaciones muy chiquitas que, en el mejor de los casos, terminan formando un relato. Durante años tomé notas de frases sueltas, imágenes, escenas de mujeres. No tenían un fin en sí mismo. Simplemente me gustaba registrar esos gestos, momentos, particularidades. Todas esas observaciones fueron la materia prima de estos cuentos.
Meditación madre es, ante todo, un libro sobre el miedo. A la muerte de los hijos o los padres —o incluso de una mascota—; a un embarazo no deseado, a no ser una buena madre, a enloquecer después de parir, a ser confundida con una embarazada, a que se detenga el reloj biológico, al imperativo de reproducirse. El miedo —parece advertir la autora— es la experiencia que organiza la vida de las mujeres desde que están en edad fértil, y también la que marca su relación con el entorno. No extraña que una de las imágenes que tuvo en mente mientras escribía fuera la pintura La casa del tigre (1976), de la artista argentina Mildred Burton (1942-2008), en la que, en el living de una casa burguesa, se asoma un tigre mostrando los colmillos.
—Cualquier hogar en el que prestes demasiada atención tiene un tigre oculto en algún lado, solo que no miramos lo suficiente para notarlo porque nos volveríamos locos —dice Montes, y cita como otras referencias para el libro las películas Persona, de Bergman o Safe, de Todd Haynes, además de los libros Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson y El corazón de un perro, de Laurie Anderson, del que salió la imagen que da título al libro—. Son obras que ponen en primer plano lo siniestro que oculta el universo doméstico y cotidiano si lo miramos en profundidad.
Una idea central en Meditación madre es que no todas somos madres, pero todas somos hijas, y cualquier reflexión sobre la maternidad o sobre las madres viene desde ahí. “Agua salada”, por ejemplo, el cuento que abre el volumen, está contado por una niña que aún no se pregunta quién es esa mujer que la dio a luz y que, de repente, no es solo su madre —incondicional, firme, entera—, sino una persona capaz de hundirse en la pena, de llorar, de sufrir como cualquier otra. La niña, egoísta como todo hijo, sabe que las madres no tienen derecho a derrumbarse, incluso cuando la imagen que más ve durante el día es la de la suya tirada en la cama.
“Desde que se separó de papá se pasa los días acostada leyendo, hablando por teléfono o viendo tele con el gato a upa —se lee en el cuento—. Cuando me voy al colegio la despido en su cama y cuando vuelvo ahí sigue. A veces me invita a acostarme con ella para ver películas juntas. Aunque no es la primera vez que mamá está así. Me acuerdo de otras veces, cuando era más chica, en las que no se levantaba nunca. Igual sé que al final va a estar bien, siempre es así. Después de unos meses de dormir mucho, llorar por las noches y no comer casi nada, se activa milagrosamente y vuelve a ser la de antes”.
Me llama la atención esta capacidad de observación, en un tiempo en que la escritura autobiográfica, la autoficción o como se le quiera llamar, sitúa la mirada en el yo. Creo que vivimos en tiempos en que mirar a nuestro alrededor es algo cada vez más extraño. Tu escritura se emparenta quizás con el trabajo de Alice Neel, una retratista de una sensibilidad feroz que supo capturar madres taciturnas, de miradas perdidas.
—Alice Neel fue una gran referencia para pensar en estos cuentos. Esa mirada perdida que retrata es mi obsesión. Tengo un recuerdo muy claro (que a la vez no puedo comprobar si es real o no) de mi mamá mirando al vacío con unos ojos profundamente tristes mientras jugábamos con mi hermana. Hay un momento inevitable en la vida en el que te preguntás por quién fue esa mujer antes de ser tu madre. Es un momento revelador y doloroso que marca algo así como el final de la infancia.
Cuando miras la maternidad de cerca, o la relación madre-hija, esa imagen supuestamente hermosa o esa idea sentimental que tenemos del amor materno-filial se deforma hasta volverse incluso fea. ¿Cómo llegas a darle vueltas a esto?
—Es, en efecto, terrorífico que podamos gestar un humano entero con nuestro propio cuerpo. Siempre me pareció de ciencia ficción. Tanto que se me volvió una obsesión pensar en eso. A veces, cuando peleaba mucho con mi mamá en la adolescencia, tomaba conciencia de esa locura. Pensaba: esto para ella es como que un brazo se le revele al resto del cuerpo. En cierta forma somos para siempre algo, un anexo, un cuerpo extraño que salió del cuerpo de nuestras madres, ¿no?
En el libro está muy presente la idea de que nacer y morir no son verbos opuestos, ¿no?
—La vida y la muerte son, aunque parezca trillado, dos caras de la misma moneda. Siempre me interesó esa peligrosa cercanía. Creo que fue el hilo del que tiré al escribir estos cuentos. Pensé mucho en el agua, que es un elemento fundamental para mantenernos vivos pero que es también potencialmente una fuerza capaz de arrastrarte y ahogarte. Me gusta pensar en el agua como una metáfora de la madre. La madre que te trae a la vida pero que, con esa misma fuerza visceral, todo el tiempo amenaza con arrastrarte a la muerte, como un oleaje siniestro. Es un vínculo imposible, misterioso y fascinante. Me interesaba explorarlo desde todos los lugares posibles, aún no habiendo sido madre todavía. Tal vez la escritura de “Una catástrofe” fue una especie de elaboración del trauma a futuro.
Sé que en el libro hay mucho de conversaciones con amigas escritoras, e imagino que varias de las cosas que escribes sobre la muerte, por ejemplo (los miedos de las primerizas, en particular) vienen de ahí. Y me pregunto cuán importante para ti es ese ejercicio dialógico en torno a la escritura, porque asistes a talleres y das talleres y es parte de tu proceso creativo “pensar con otros”.
—Este fue un libro totalmente colectivo. Lo escribí en el marco de un taller que hacíamos en pandemia con mis amigas religiosamente todos los domingos y surgió de mirarlas a ellas, charlar con ellas, confesarnos miedos, etc. No creo en la escritura como un proceso solitario. Para mí es siempre en relación con otros.
El mandato de maternidad es tan fuerte, que aunque no quieras tener hijos estás obligada a imaginarte teniéndolos, porque sea como sea debes tomar una decisión. La vida entera de la mujer gira en torno a esto. Es un poco lo que le pasa a la protagonista del cuento Truco de magia. Es muy fuerte si lo piensas: desde la menstruación, quizás la gran preocupación es que siempre se está en “peligro” de ser madre. ¿Cómo llegaste a la idea de ese cuento?
—La idea de “Truco de magia” partió de una experiencia autobiográfica. Una mujer en la vida real se me acercó y me dijo esa frase textual: te admiro por estar embarazada y animarte a usar jeans. De la vergüenza que me dio admitir que mi panza era de harinas y no de bebés le seguí la charla y después me dio una rabia profunda haber mentido y que ella haya asumido un embarazo en mí. Entonces pensé en este cuento en el que la protagonista se obsesiona tanto con esa situación que tiene un embarazo psicológico, o algo así. Creo que es una hipérbole de algo que nos podría pasar por pensarnos madres desde tan niñas.
La relación con la madre es la más cercana, la más visceral que tenemos, pero al mismo tiempo es una de las más misteriosas: ese amor supuestamente incondicional se da entre dos personas que nunca terminan de comprenderse y conocerse. ¿Qué te llevó a escribir un libro en torno a esta relación tan tortuosa, cercana, visceral y, a la vez, enigmática?
—No lo sé exactamente. Solo sé que siempre me interesó mucho este vínculo tan de ciencia ficción. Por un lado está la parte animal instintiva del cuidado de la madre a sus cachorros y, como contrapartida, la búsqueda de protección de esos cachorros en su madre. Por el otro, el misterio de esa mujer que fue la madre antes de ser madre. Hay un texto de Mark Strand sobre la tristeza de las fotografías familiares que habla de esto. Él dice (sobre una foto de su madre de joven): “Yo todavía no había nacido, ni había sido concebido, ni mi madre había conocido siquiera a mi padre. Que mi madre estuviera felizmente viva a pesar de mi ausencia no es motivo de asombro, pero sí es algo que en cierta forma dirige un reparo a mi persona, y parece poner en duda mi propia importancia. Después de todo, la conocí exclusivamente en relación conmigo, por lo que hay un aspecto de mí que se siente desplazado, e incluso celoso. Y hay otra cosa, además. No la veo como a mi madre sino como a una hermosa mujer joven, y pienso para mis adentros cómo me hubiera gustado conocerla entonces”. Cuando escribí este libro tenía mucho esto en mente. Que una hija solo puede pensar a su madre en relación a sí misma. Y que una madre solo puede pensar a su hija en relación a sí misma. Pero lo cierto es que si esas dos mujeres se cruzaran en los tiempos, como dos personas separadas de sus historias compartidas, tal vez serían dos completas extrañas. Tal vez aún lo sean, a pesar de ser madre e hija. Aunque hayan compartido un útero. Eso me parece fascinante.
En el libro está esa fantasía de volver a la infancia, o de acercarse a ella, volviendo a lugares donde uno estuvo con sus padres. Aparece en dos cuentos. Es como esa frase megacitada de Louis Gluck: “Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria”. ¿Qué es lo que te interesa de ese mundo infantil donde el centro de gravedad son los padres/madres?
—Me encanta esa frase megacitada de Gluck. Creo que es muy precisa. Justamente lo que me interesaba era eso de lo nostálgico e irrecuperable que encontré en el concepto de “meditación madre” que rescata Laurie Anderson en su libro: Buscar un momento en el que tu madre te amó sin reservas, focalizarte en ese momento para devolvérselo al mundo como si fueras su madre. Y la angustia de que ese momento no existe. No se puede encontrar porque ya pasó, quedó en el pasado y siempre se nos está escapando. Es una búsqueda infinita y por eso me gusta perseguirla. Creo que para eso escribimos los que escribimos, ¿no? Para ir a la caza de imposibles.
En el cuento La flamenca, escribes sobre una chica que se obsesiona con Emilia Gutiérrez, una pintora que nació en Buenos Aires en 1928 y la apodaron “la flamenca” y que tuvo una vida bien extraña. Ella decía que en sus cuadros estaba el mundo de su infancia, y entiendo que es una pintora que te gusta mucho, porque tu próximo libro, que saldrá el próximo año, se trata en parte sobre ella. ¿Qué es lo que te interesa de Emilia como para haberle dedicado un cuento y ahora un libro?
—En la figura de Emilia Gutiérrez encontré una condensación de muchas de mis obsesiones: mujeres, la vida doméstica, el encierro, la pintura, los márgenes. Emilia decía: “No tengo nada que decir, nada importante hay en mi vida, en los cuadros está el mundo de mi infancia, que no fue muy alegre.” Me gusta la idea de recuperar, a través de una ficción, esa voz que decía no tener nada que decir pero que decía tanto a través de sus imágenes. A mi lo que más me interesa del mundo es seguir insistiendo con persistencia, casi con terquedad, en el puente entre imágenes y palabras. Creo que Emilia es para mí un puente perfecto.
Por Evelyn Erlij
Fotografía de Gosta Peterson