El primero fue un hombre viejo con un dolor de muelas punzante. Ese fue su pretexto para tomarse un whisky doble en el bar Playa y, haciendo enjuagues, tratar de adormecer los nervios dentales. De otra forma no gastaría en un trago así de caro, me dijo después. Mientras, con la vista agachada hacia los dibujos geométricos de las baldosas, pensaba en sus asuntos y otro hombre le tocó el hombro y le preguntó si lo reconocía. Se quedó examinándolo. Confesó no conocerlo. “Pero si tú eras el cartero. Tú me dejabas las revistas de mecánica en la casa”, le respondió el otro que de repente ya no era tan desconocido. “¡Ah, sí!”, exclamó el viejo, acordándose de cómo leía esas revistas antes de entregarlas. Al viejo lo invitaron a beber de una botella de vino caro, comprada por el segundo hombre. Pasaron un rato poniéndose al día, divagando sobre conocidos en común. Ya era de madrugada cuando al bar entró una mujer que, por edad, podía ser hija de ambos. Ella, sin ser invitada, se les arrimó a la mesa. El viejo ya no podía aguantar el dolor de muelas. Los otros, la mujer y el comprador de revistas de mecánica, acordaron irse a otro local, dejándolo solo. En una de las mesas contiguas, una pareja se retiró también, dejando una botella de vino con poco más de la mitad del contenido. El viejo la alcanzó, la bebió. Las muelas le dolían demasiado como para volver a su casa. Tenía claro que no iba a poder dormir. Salió, pues, a la calle y se dirigió a la plaza Sotomayor. Allí se plantó en una esquina con semáforo para, con el trapo que llevaba siempre en el bolsillo interior de su parka, limpiar los parabrisas de los autos a cambio de unas monedas para seguir bebiendo. Pero en cosa de minutos, según me dijo: “llegaron tres flaites y me echaron de ahí”. En otra esquina, más lejos, consiguió unas monedas. Caminó a la calle Clave, compró unas cañas baratas. Sabían mal, asquerosas comparadas con el vino anterior, y las muelas más le afligían. Faltaba poco para el amanecer, y decidió ir al consultorio de la Plaza Justicia, en Tomás Ramos. Allí nadie había llegado a tomar hora. A los pocos minutos, mientras la mañana clareaba, llegué yo al consultorio con un orzuelo espantoso que colgaba de mi párpado izquierdo y me hacía parecer muerto. Me conversó, andaba claramente aburrido y me relató todas las peripecias de su noche, lo del vecino que lo encontró y después se fue con la mujer. “Y eso que es casado, con hijos… si yo lo conozco”, agregó. Luego el hilo de su relato se hizo difícil de seguir y me soltó detalles sobre su trabajo, pero más se entretuvo contándome sobre cómo en esa semana aprendió a conectarse a internet y cómo le fascinaron los computadores, que usó para oír música, leer noticias, ver películas pirateadas. Hasta que dijo: “Mejor me callo. Porque estoy diciendo todo lo que estoy pensando, y eso nada que ver. Tengo que ponerlo en la impresora y no en el…”. No terminó la frase o no la comprendí. Cuando la fila del consultorio ya llegaba hasta el ascensor El Peral, me anunció que se iba. 

La segunda –si acaso es la verdadera protagonista de esta parte– es una mujer con pinta de oficinista, huesuda y pensativa, de unos cincuenta años. A ella la encontré en otro hospital de Valparaíso, el de la subida El Litre. En una de esas salas de espera con luces frías y con olor similar al de los jardines infantiles, llegó una dupla de mormones. Eran inoportunos, allí la gente tiene otras preocupaciones. Algo debí estar leyendo y fui cortante cuando quisieron conversarme. A ella, imagino, le agradó que me librara rápido de esos elders. “Está bien, está bien, si la biblia es una porquería de libro”, me dijo y pasó a me revelarme una opinión, para la situación y el lugar donde estábamos, estrambótica: “Sobre todo porque Dios es el personaje más aburrido, el peor hecho. Si fuera el personaje de un cuento, tendría que mirarse a sí mismo, encontrarse consigo mismo casualmente en todas las esquinas y simular que está sorprendido consigo mismo. Sería como un mago. Un mago tan… Un juego tan perfecto como aburrido”. Por supuesto, en este caso me cuesta reproducir en detalle todo lo que dijo. Luego la llamaron para atenderla y la perdí de vista.

El tercero es un caso diferente porque le pasó a un cercano: Fernando A., un amigo al que encontré en una situación incómoda. Asistió a una fiesta a la que en realidad no quería ir. Su plan era saludar e irse, y terminó pasándolo tan bien que se distorsionó su noción del tiempo. Creyó que iban a ser las once cuando en realidad eran ya pasadas las una, y con suerte le quedaba la plata para pagar el pasaje del último bus de vuelta a Ventanas, el pueblo donde nos conocimos y donde yo ya no vivía. Se puso pálido. Salió a buscar dónde dormir, a las casas de dos amigos, pero no encontró a ninguno de ellos. Se dijo que tarde o temprano tendrían que volver, así que entró a esperarlos a un bar donde había un show de baile y compró una botella de cerveza. La consumió, volvió a buscar a sus amigos. Ninguno dio señales de vida. Volvió al bar, y pronto lo cerraron. Le pidió a un tipo que parecía ser el dueño que lo dejara dormir en cualquier cuartucho, una bodega, lo que fuera. No lo aceptaron. Muy cansado, terminó cayéndose dormido en una especie de alcantarilla en Playa Ancha, cerca del estadio de Santiago Wanderers. Se le ocurrió que en ese agujero quedaría escondido y a resguardo de ser asaltado. Fue una casualidad absurda que justo yo lo descubriera camino al rodoviario. Aterido, en posición fetal, no podía comprender cómo de repente se había encontrado conmigo. Aparte, al despertarlo lo saqué de un sueño del que le costó desprenderse porque tenía relación directa con la noche pasada. Se soñó vagando durante horas por Valparaíso, pero por barrios y casas más bien similares a los que hay en Ventanas. Presenció crímenes, peleas a cuchillazos, sangre derramada en las veredas y en las puertas. Y así, en estado de alerta, transcurrió un rato hasta que recibió en su celular una llamada de su madre. Ella le pidió que volviera a su casa porque ya era tarde, y le preguntó si tenía algún problema reteniéndolo. Fernando le explicó que no sabía cuál era la hora, los horarios se le distorsionaron. Emprendió la vuelta, cerro arriba, pisando con cuidado los peldaños de las escaleras manchadas con sangre. Se encontró con un grupo de mujeres desconocidas que le dijeron que no se preocupara, toda la sangre que inundaba las calles correspondía a crímenes pasionales, que el barrio no era peligroso para él. “Ojalá sea así”, les contestó Fernando. Ahí fue cuando lo desperté y lo llevé hasta mi pieza de pensión, para darle desayuno y dejarlo dormir unas horas. Se quedó con la impresión, compartida también por mí, de que lo saqué de un trance aun más profundo, más que lo que me contó, y que las mujeres del sueño iban a explicarle algo importante.

Para rematar, el cuarto personaje proviene de un recuerdo vago. En mi infancia, en una de las revistas que se cubrían de moho en la caseta donde aprendí a leer, encontré un cómic en cuyas viñetas figuraba un hombre visto de espaldas, ataviado con chaqueta y gorro de aviador, en un plano medio, con un crepúsculo entre violeta y anaranjado frente a sus ojos. Volaba a la siga del sol, o del crepúsculo, mejor dicho. Tampoco me acuerdo de si iba en una avioneta o sobre un pájaro u otra nave. Los globos de texto, estoy seguro, eran de esos con forma de nube utilizados para expresar que el personaje tiene una especie de ensoñación, e indicaban que ese hombre vivía o creía estar viviendo siempre a la misma hora, porque daba la vuelta completa junto al planeta, en lo que se demoraba un día. Como sea, naturalmente me queda la impresión de que en la historia de ese comic debe haber algo más, una razón o un contexto o capítulos anteriores que se me escaparon. ¿Para qué hizo eso el piloto? ¿Se creyó capaz de detener el tiempo al ir en su contra de su avance? El caso es que, ante esa nueva suerte de Teniente Bello perdido para siempre, me fue inevitable sentirme intrigado y también un poco cercano, aunque ya no sé por qué. Todas esas viñetas simples y evocadoras volvieron a mi cabeza hace poco cuando leí, en un libro sobre mitologías, que el dios Helios, siempre surcando el cielo en su carro impulsado por cuatro caballos alados, era un observador malísimo: no se dio cuenta cuando los compañeros de viaje de Odiseo le robaron el ganado de su isla.

A todos estos personajes quise otorgarles una historia, involucrarlos en algún cuadro mayor, una novela o un relato que les hiciera justicia o, dicho mejor, que le hiciera justicia a la imagen que me inventé de ellos. Y si tiene algo de cierto la frase de Raymond Carver que reza: “Tú no eres tus personajes, pero tus personajes son tú”, puede decirse que les fallé. Considero que, sin quererlo, me mostraron una faceta más o menos íntima, excéntrica, fuera de lo habitual. No pude evitar registrarlos en el único diario de vida que he podido escribir, en el periodo en que viví en Valparaíso. Desde un comienzo los vi como el boceto de algo por venir. Es algo natural para uno, que por dedicarse tanto a escribir vive pasándose de la imaginación a la experiencia –y viceversa–, tener esa inclinación o anhelo de imaginar con mayor detalle a los conocidos y de conocer mejor a esas otras personas que no queda otra que imaginarse. 

Pero no los desarrollé, ya sea por incapacidad de verlos en su dimensión real o por incapacidad de reinventarlos o porque no se dieron las condiciones externas que favorecieran ese trabajo. Como toda esa gente que pasa por nuestro lado y, ya sea porque las impresiones se desfiguran rápido o porque el entusiasmo remite, no alcanzamos a otorgarle un rostro reconocible, estos personajes se quedaron sin su cuento y ahora no son más que rastros, estelas de personas. O son como esa gente que vislumbramos a medias, a contraluz, cuando amanece un día de sol. Se quedaron para siempre velados entre la ficción y la realidad.

Pero, aun así, han sido algo más que una simple oquedad. Dejaron una irradiación o un soplido que se convirtió en promesa y con el paso de los años se convirtió para mí en un reflejo burlesco, pero al mismo tiempo son más que eso. También son vidas paralelas, negativas, la obra que no se pudo concretar y que, de modos que no soy capaz de calibrar, a su manera me han acompañado y han determinado a la obra que sí se ha hecho. Son casos en que, me temo, quizá, a mi memoria le faltó inspiración o delicadeza. Ellos pudieron marcar una diferencia, el éxito que no tuve o un fracaso todavía más marcado pero superior, o tal vez no. 

Por Nicolás Campos Farfán