Es una de las curiosidades/tragedias del mundo contemporáneo que la gente, a juzgar por lo menos por sus representantes elegidos democráticamente, está cada vez más enojada e insatisfecha con sus vidas cuando todas las medidas posibles indican que, efectivamente, en las palabras inmortales del Primer Ministro Británico Harold Wilson “You’ve never have it so good” que podríamos traducir como “nunca han vivido mejor” o “nunca la han tenido tan fácil”.
Muchas son las razones para dicho fenómeno y se están identificando más todos los días pero creo que un factor, quizás bastante importante, es que no sabemos bien cómo apreciar nuestra cotidianeidad. En la espera constante para mejoras, o la ansiedad de conservar todo lo conseguido, se nos pasan por alto los pequeños tesoros y aventuras que nos depara una vida cualquiera, hasta la nuestra. Que el lector no se preocupe, este no será un ensayo sobre el mindfulness, o una exhortación a oler las rosas, o disfrutar de una mariposa posando en una hoja (aunque no le vendría mal), más bien un recordatorio de que los misterios, tan cargados con la potencia para el encanto o el terror, nos están siendo presentados todos los días.
El gran misterio cotidiano que nos concierne aquí será familiar para la mayoría: la relación entre madres e hijas. Como varón, dicho vínculo siempre ha sido causa de maravilla, confusión, y temor; ¡semejantes cantidades de amor, frustración y significado en los gestos más mínimos! ¿Cómo se puede expresar tanto y a la vez dejar tanto sin decir? Ni hablar de las grandes explosiones de emociones; buenas, malas y, más misteriosas todavía, las más o menos neutras. La mía es, por supuesto, una mirada fundada en la ignorancia pero por todo lo que he leído y observado creo que se puede aventurar que a ellas (y elles) también les pasa algo parecido, que la relación les sigue siendo un misterio aunque sean una parte clave de ella. Y, subyacente siempre –y eso aplica a toda relación padre-hije– está la inevitabilidad de que si todo va como debería, ese vínculo va a terminar en una traición imperdonable: la orfandad.
Estos dos libros, escritos casualmente por dos mujeres de nombre Julieta de edades parecidas y publicados en fechas similares, se tratan de una de las versiones de esa traición más dolorosas: la despedida sin aviso. En el caso de Correa pasa por demencia temprana y el de Habif por un aneurisma cerebral seguido por un coma. En los dos casos la relación era particularmente estrecha porque sus madres eran solteras para la mayoría de su niñez, aunque con padres presentes (los dos son también lindos retratos de las virtudes de la familias extendidas y complicadas) lo que, además de acentuar todavía más las emociones involucradas, también significó que ellas fueron obligadas a encargarse de las logísticas y procedimientos diabólicos de la enfermedad; las reglas, instituciones, administradores, médicos y enfermeros buenos y malos, útiles y no, honestos y no. Para las dos, este es su primer libro, y en los dos casos uno tiene la sensación de que, cómo para James Baldwin y Ve y dilo en la montaña, fueron los libros que “era obligado a escribir antes de que escriba otra cosa.” Por supuesto, los dos libros son completamente distintos entre sí.
Dado el tema, sería medio obsceno hacer una crítica tradicional de los textos, cualquiera que tenga el valor de compartir experiencias así merece nuestra admiración. Sin embargo, sí se pueden señalar aspectos interesantes. Julieta Correa, cómo menciona al principio de Por qué son… es una retoña menor de la nobleza literaria argentina y eso se refleja en su decisión de mantener una crónica contemporánea de la enfermedad de su madre, Sari, un acto que refleje la costumbre de su madre de documentar su vida en gran detalle en diarios, una práctica que lleva décadas, y que le será dificultada y eventualmente imposibilitada de manera cruel por su condición. En entradas cortas que cubren varios años, desde la apariencia de los primeros síntomas serios hasta el eventual deceso, y con algunas contribuciones de los diarios de Sari, Correa ofrece una narrativa detallada y sentida del calvario familiar cuyo logro mayor es comunicar efectivamente la sensación de desconcierto en todas las dimensiones; la de la pobre paciente sufriendo cruelmente de la traición progresiva de su propia mente, la de su gente más cercana que no saben qué le está pasando, ni qué deberían hacer, ni qué deberían esperar –últimamente, aquí la esperanza es una mala palabra. En segundo plano, y lo que hace al texto trascendente, es la refinada apreciación de la ironía del proceso, que para alguien tan amante de las palabras sean las palabras mismas las que se derrumban es un hecho despiadado y devastador. Estructuralmente, ese desconcierto está expresado con un juico impresionante en los ritmos, pausas y lagunas de los textos mismos; sin perder su tono de sensatez auténtico y necesario, es la elegancia literaria que mantiene al lector pasando las páginas.
En Unidad Mínima de Familia, en cambio, el desconcierto no es la sensación dominante, de hecho Julieta Habif escribe con una contundencia impactante. No cabe duda de lo que le pasó a su madre, ni de los sentimientos de su hija. Espacio para falsas esperanzas no hubo, en parte por la naturaleza súbita de la tragedia. Escrito con la distancia emotiva de algunos años, leyendo este libro corto, uno tiene la sensación que Habif tiene el objetivo doble de reivindicar la vida y las elecciones de su madre, y también de festejar las bondades de la soledad misma. En capítulos breves y al punto, Habif narra su experiencia de la enfermedad y muerte de su madre, seguido por memorias de su vida juntas y varias reflexiones, principalmente sobre relaciones y familias, en las que se podría decir que no siempre cae al favor de su necesidad o, por lo menos, no en grandes cantidades. Sí bien falta más elaboración para ser una auténtica filosofía de vida, y en parte creo que eso se debe a que Habif todavía está deliberando sobre muchos de estos temas, es sin duda un notable tributo a su madre y representa la aparición de una voz original y cautivadora; otro de los tesoros de la vida que uno no debería dejar pasar por alto.
Por Kit Maude
Fotografía de Gösta Peterson
¿Porqué son tan lindos los caballos?, de Julieta Correa
Rosa Iceberg | 222p. |
Unidad Mínima de Familia, de Julieta Habif
Vinilo Editora | 78p. |