Por motivos todavía difíciles de asimilar, cada vez que en alguna película o fotografía se me cruza la imagen de una tetera, siempre me acuerdo del personaje principal de Cosmos de Witold Gombrowicz. Él, a medio camino de sus interminables investigaciones sobre lo que sea –nunca queda tan claro qué investiga; todo su peregrinaje parte con la aparición de un gorrión ahorcado–, se acerca a espiar una escena íntima entre un hombre y una mujer. Trepa un muro, se asoma por una ventana y se encuentra de repente con que él le muestra a ella una tetera para que la revise. Lo que se encuentra le parece inaudito. “Quedé aniquilado”, reconoce. Y a continuación agrega: “Estaba preparado para todo. Para cualquier cosa menos para una tetera. Hay una gota que hace derramar el vaso, algo que resulta ya “demasiado”. Existe algo así como un exceso de realidad, una abundancia que ya no se puede soportar”.
Y ayer en Instagram se me cruzó una story que cuenta cómo en las películas animadas llegó a convertirse en una tradición que aparezca, a manera de cameo, una tetera. Se trata de una cita a una figura icónica de la computación gráfica. Tiene origen en la necesidad que tenía el científico Martin Newell de elaborar renders o modelos en tercera dimensión más elaborados que los que existían hasta entonces en 1975: un donut, un peón de ajedrez y otros modelos simétricos. Justo Newell tomaba té con su esposa y ella le sugirió que modelara la vajilla. Y a toda velocidad él dibujó a mano alzada la parte del conjunto que más le interesó, es decir, una tetera blanca modelo Melitta, e hizo cálculos y descubrió que aquel objeto calzaba perfecto con los parámetros de su búsqueda: ofrecía geometrías que terminaron resultando útiles como referencia para muchos otros investigadores. Incluso ahora muchos programas para la creación de gráficos y animación, como el Autodesk 3ds Max, vienen con distintas teteras prefabricadas.
Nunca había escuchado nada sobre esa historia, la de la llamada Tetera de Utah, pero no pude evitar vincularla con la tetera de Gombrowicz y con otra tetera tal vez igual de importante, o al menos famosa: la roja de Yasujiro Ozu, conocida sobre todo por Flores de equinoccio, su primera película a color, donde figura en muchas escenas de interiores domésticos, definiéndolas, ejerciendo como punto de referencia en sus planos, y que en adelante ha sido reversionada o citada en muchos otros films.
Cabe resaltar que, aparte de ser director, Ozu ejercía labores de diseñador gráfico. Diseñó portadas de libros y carteles. La mayoría de los carteles y letreros luminosos que figuran en sus películas fueron diseñados por él. Además, parte de su método consistía en llevar a cada lugar donde filmaba baúles que contenían una pequeña constelación de objetos a los que volvía una y otra vez, como la misma tetera, arroceras o botellas para sus “planos almohada” –es la única traducción que le encontré al término pillow shots– y la precisión que tenía al utilizarlas en sus encuadres era tal que incluso dejaba la sensación de que cualquier alteración, por menor que fuera, ya sea en la elección de los colores o en el lugar que ocupaban, podían llegar a parecernos algo así como una aberración.
Por supuesto, estos detalles no son cruciales para la trama de las películas, podrían reemplazarse por otros detalles afines. Ozu los plantó ahí para revelarnos que así es su versión de la vida, es decir, del realismo: el significado que tienen radica muchas veces justamente en su insignificancia. Lo que entendemos por realismo suele ser siempre eso, la propuesta de una versión personal de las cosas.
Aparte, esa tetera roja fulgurante, en el primer film a color de un artista como Ozu, contrastada por los tonos opacos de una casa tradicional japonesa, por supuesto que iba a tener un alto valor de impacto: es como una boya solitaria en un mar neblinoso.
Otra tetera pertinente acá es la famosa del filósofo Bertrand Russell, utilizada como analogía para señalar lo hueco de muchos argumentos religiosos. Copio sus palabras: “Si yo sugiriera que entre la Tierra y Marte hay una tetera de porcelana girando alrededor del Sol en una órbita elíptica, nadie podría refutar mi aseveración, siempre que me cuidara de añadir que la tetera es tan pequeña que no puede ser vista ni por los telescopios más potentes. Pero si yo dijera que, puesto que mi aseveración no puede ser refutada, dudar de ella es de una presuntuosidad intolerable por parte de la razón humana, se pensaría con toda razón que estoy diciendo tonterías. Sin embargo, si la existencia de tal tetera se afirmara en libros antiguos, si se enseñara cada domingo como verdad sagrada, si se instalara en la mente de los niños en la escuela, vacilación para creer en su existencia sería un signo de excentricidad, y quien dudara merecería la atención de un psiquiatra en un tiempo ilustrado, o la del inquisidor en tiempos anteriores”.
Hasta ahora he deambulado un poco a la usanza del investigador de Gombrowicz, a la siga de pistas que contengan una especie de pertinencia excéntrica. Pero detengámonos un poco. He recopilado tres teteras (hay más) utilizadas como muestra de diferentes visiones de mundo. Pero, ¿es sólo una casualidad que se acuda a la imagen de la tetera para remitir a la extrañeza o a la aparición de algo distinto? ¿Qué significan las teteras como ícono? ¿Cómo traducirlo? ¿Acaso es algo así como un ícono de significado abierto? ¿Habrá alguna anormalidad en su forma, en su geometría?
Aunque me cueste explicarlo, por más que sean de uso común y universal, hay una cierta excentricidad intrínseca en las teteras.
En su sentido más corriente, tendemos a relacionarlas con rituales y momentos de pausa. Pero en la ficción, cuando se las sitúa lejos de sus usos normales, suelen usarse para sugerir irrealidad, algún viso de locura. En la ficción no son escasas las teteras. Ahora me acuerdo de algunas en Alicia en el país de las maravillas, en La bella y la bestia, en El viaje de Chihiro, de dos en Twin Peaks (una de las cuales reemplazó en su papel a David Bowie tras su muerte), y sobre todo me acuerdo de la tetera hecha de porcelana que aparece en Matadero 5, la cual se salvó milagrosamente de los cientos de toneladas de bombas que asolaron a la ciudad de Dresde, para luego ser robada por un soldado quien probablemente sólo quedó deslumbrado por su presencia entre tanta destrucción y, en castigo, terminó ejecutado sin ningún sentido, su cuerpo tirado entre kilómetros cuadrados de ruinas.
En este tipo de ficciones las teteras, creemos, se presentan para torcer la realidad. Sin embargo lo que se consigue es significar esa realidad torcida.
Podría utilizarse algún otro artefacto de toques más o menos excéntricos: una plancha, un paragüero, un cortaúñas. Algo que ofrezca una apariencia de gratuidad y de familiaridad al mismo tiempo, algo que pueda transformarse de golpe en extrañeza. O podría ser una conjunción de dos o más artefactos sin relación directa, como la de Lautréamont: “el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección”.
Me estoy enredando, lo cual es normal cuando un objeto no termina de encajar del todo con una metáfora, o parece sugerir varias metáforas.
Muchas veces un objeto mostrado es, con suerte, una abstracción que hace referencia al tiempo que se nos escurre. Pero eso depende del escenario que le cree su autor, de su tipo de realismo. Porque, como decía respecto a Ozu y a su uso de los objetos, cuando hablamos sobre realismo no hablamos sobre un realismo excluyente y único, sino de uno que cada autor debería construir a su medida. Con sus propios recursos se arma sus efectos de realidad, de verosimilitud, sus reglas. Un realismo es una ideología por la que nos inclinamos, quizá la más íntima que podamos tener.
“La locura en el arte es una negación realista del arte realista”, escribió Macedonio Fernández en Museo de la Novela de la Eterna.
Un realismo, cabe subrayar, es un consenso que siempre se encuentra agonizando, discutiéndose. Ya pronto va a venir un siguiente autor dispuesto, según sus atributos y gustos personales, a reemplazarlo por otro consenso, otro sistema artificial de signos injustificados, igual de poco realista e igual de agonizante. Esa es la gracia. En la ficción siempre vamos tener un espacio para esta clase de añadiduras y detalles gratuitos; y siempre se nos va conceder más de lo que creemos que nos urge tener y más de lo que somos capaces de procesar: más objetos, más perspectivas, más descripciones, menos realidad, más realidad, menos placer, más placer. Como escribió Gombrowicz, probablemente riéndose: “un exceso de realidad, una abundancia que ya no se puede soportar”.
Por Nicolás Campos Farfán
Fotografía de Frank Navara