Los separaron menos de dos años: Manuel Mujica Lainez nació el 11 de septiembre de 1910, Patrick White el 28 de mayo de 1912. Hijos de la oligarquía, recibieron la formación europea obligatoria para los de su clase: Manucho tuvo tutores en París y Londres, mientras Paddy fue a un internado inglés y después a Cambridge. Los dos volvieron a sus países australes con cierta ambivalencia, como si sus patrias fueran una condena que les tocaba cumplir. Los orígenes de sus compañeros de vida agregaban brillo al prestigio de sus propias familias. Ana de Alvear fue hija de los dueños del Palacio Errázuriz en Buenos Aires; Manoly Lascaris, el gran amor que White conoció en Egipto durante la Segunda Guerra Mundial, fue descendiente de una importante familia griega. Su clase les permitió formar relaciones poco convencionales por su época: el matrimonio con Ana de Alvear dejó lugar para las relaciones de Manucho con hombres, mientras la pareja de White y Lascaris duró más de cincuenta años. Al mismo tiempo los dos autores se dedicaron a retratar de manera implacable la decadencia e inutilidad de los terratenientes de Argentina y Australia, con la seguridad de testigos que pertenecían a la misma clase.
La censura en 1967 de la ópera adaptada de su novela Bomarzo hizo a Manucho famoso en todo el mundo: Mujica Lainez dijo después que el dictador Juan Carlos Onganía le había hecho un favor. White fue reconocido con el Premio Nobel en 1973, gracias a la intervención de un jurado que se sumó a la Academia expresamente para conseguir el honor para White y Pablo Neruda. En los años setenta, entonces, los dos autores, ya con una obra redonda, gozaban de renombre mundial. Habían inventado personajes bien distintos. Manucho, ya instalado en La Cumbre, fue el aristócrata gallardo, con monóculo, ingenio fino y modales impecables; White fue el profeta malhumorado observando su patria ordinaria con terribles ojos azules. Sin embargo, se les ocurrió hacer el mismo gesto en esos años: escribir una novela que abordaba la homosexualidad con una franqueza para ellos insólita. Sergio salió en 1976; The Twyborn Affair en 1979. Representan un salir del closet literario.
No son exactamente novelas gay. El tema de Sergio es más bien la carga de la belleza: el protagonista Sergio Londres es un chico tan extraordinariamente hermoso que lo persigue todo el mundo, hombres y mujeres. The Twyborn Affair trata de la mutabilidad del género. Al principio del libro el protagonista vive como mujer en el sur de Francia; después vuelve a su Australia natal como varón antes de instalarse, una mujer otra vez, en Inglaterra. Eudoxia se vuelve Eddie y luego Eadith. Son novelas queer, sobre personajes que no encajan en el mundo heterosexual.
Muchas veces las vidas queer son fragmentadas precisamente por eso: porque los que las llevan se ven obligados a buscar el exilio para poder expresarse plenamente, o las compartimentan de forma brutal, el deseo perseguido a escondidas, el matrimonio contraído para cumplir con los mandatos sociales. Esa fragmentación puede ser liberadora: ofrece la posibilidad de llevar vidas múltiples. White se creía hombre y mujer a la vez, una condición de valor incalculable para un novelista: «Reconocí la libertad que me fue otorgada para vagar por todas las expresiones de la mente humana, para interpretar tantos papeles en tantos sobres contradictorios de carne». Sin embargo, en tales condiciones es difícil tener una vida integrada, sin grietas. Las identidades queer son un caleidoscopio cuya discontinuidad es muchas veces violenta.
Los dos autores plasman esta fragmentación en la estructura de sus libros. En Sergio esto tiene cierto humor: cada capítulo el chico cae en las manos de otra persona que pretende conquistarlo. A cada veinte páginas la vida de Sergio se borra y empieza desde cero. Vive en un hotel de Cruz Chica, en casonas importantes de Buenos Aires, en un monasterio, en un negocio de antigüedades; forma parte de una troupe de actores, acompaña a un pianista famoso en su gira por Europa. The Twyborn Affair se divide en tres secciones, narrando las tres vidas de su protagonista camaleónico. Sergio y Eudoxia/Eddie/Eadith enfrentan el mismo dilema: cómo integrar los diversos fragmentos de sus vidas en un todo. En un momento Eddie se contempla en un espejo: «Mirando su reflejo en el vidrio empezó a convencerse de una existencia que todos los demás parecían dar por hecha». ¿Cómo ser una persona en lugar de una serie de papeles? Es el dilema queer.
Los dos autores se inspiraron en la vida real. El acontecimiento que da inicio a Sergio –el chico camina dormido por un hotel de las sierras de Córdoba, desnudo, provocando una lucha entre dos de los huéspedes para poseerlo– fue inspirado por el sonambulismo de Claudio Crespi, uno de los novios de Mujica Lainez. En una foto aún expuesta en su finca El Paraíso los dos caminan codo a codo, sonrientes. Crespi acompañó a Manucho en su viaje a Europa en 1974. En un extracto de su diario publicado en el blog Crónicas de Mogarraz, el escritor Pedro García Dominguez recuerda recibirlos en Madrid. Manucho «llegaba procedente de París, como buen argentino», acompañado por «un efebo exultante». Su amigo Luis Rosales «se quedó perplejo con la belleza de Claudio Crespi: «un adolescente angélico –dijo– ¡Así ya podrá!»»
Mujica Lainez incluye este paseo en Sergio. El autor ya ha aparecido como un personaje en la novela: entre los invitados de una cena en Buenos Aires se encuentra «un escritor porteño, calvo, antiguo amigo de la casa, que usaba una delgada chaqueta de terciopelo negro, sobre la cual caía, en el extremo de un cordón, el monóculo que utilizaba apenas pero con el que jugaba de continuo». Hacia el final del libro Sergio y su novio Juan se cruzan con él y «su compañero de viaje, un joven estudiante de arquitectura, un cordobés» en el Museo del Prado. El adolescente angélico conoce al personaje que inspiraba.
White, en cambio, tomó como modelo un personaje histórico. Contemplando en Melbourne la obra The Arbour de Emanuel Philips Fox, se enteró de que la mujer que lee sentada con una niña, sosteniendo una sombrilla blanca, fue Herbert Dyce-Murphy, hijo de otra familia australiana terrateniente. En Inglaterra se volvió Edith y vivía como mujer, la pareja de «un capitán jubilado en Kew». Según Dyce-Murphy, Edith trabajaba como espía para los ingleses en Francia, reconociendo el sistema ferroviario. Después volvió a ser Herbert y se casó con una mujer en Australia. White se inspiró particularmente en un encuentro entre Edith y su madre, que reproduce casi textualmente en The Twyborn Affair:
– ¿Eres mi hijo Herbert? la señora Murphy preguntó a la figura familiar en un vestido.
– No, pero soy tu hija Edith.
– Me alegro tanto. Siempre quería una hija.
La obra de White está llena de madres difíciles, como fue su propia madre. Ahora, la figura de Dyce-Murphy le permite efectuar una reconciliación.
A Manucho le fascinaban los objetos: muchas de sus obras tienen protagonistas no humanos. De cierto modo Sergio pertenece a esta tradición: su protagonista es un Pinocho que no logra convertirse en un chico de verdad. Su belleza le gana a tantos pretendientes que nunca llega a averiguar qué quiere él; es raptado por el deseo ajeno, coleccionado, llevado a un lado y después a otro. Mujica Lainez entiende que embelesarse ante la belleza de otra persona no necesariamente halaga a su poseedor. No implica un interés ni respeto por él como persona: muchas veces tiene que ver con cumplir una fantasía, callar una inseguridad o satisfacer la calentura. El ejemplo más atroz viene al principio del libro, cuando los huéspedes del hotel disputan al adolescente después de verlo desnudo: pretenden volverse su tutor porque lo quieren abusar sexualmente. La mujer que gana esa contienda droga a Sergio para tener «a su disposición, noche a noche, aquel cuerpo dócil e indefenso». Una profesora de piano, toca al chico como si fuera un instrumento. Lo convierte en objeto.
No es de sorprender, entonces, que Sergio se retire dentro de sí, que practique una suerte de insensibilidad voluntaria. Es la estrategia de muchos sobrevivientes. De grandes Mujica Lainez y White recordaban haber sido abusados por docentes: es otro cruce entre los autores. En su intimidad Sergio conserva algo de sí mismo: nunca se entrega del todo al otro. Pero tampoco llega a proponer algo propio. Se deja llevar; sus momentos de asertividad son los en que huye de situaciones intolerables. El costo de esto es enajenación, una creciente «propensión a soñar y a desconectarse de sí mismo». Su belleza lo aleja de sí mismo: termina relacionándose más con objetos que con otras personas. Lleva a su novio Juan al Museo del Prado porque cree tener la capacidad de entrar literalmente en las pinturas. Se paran frente a Las meninas de Velázquez mientras Sergio celebra su unión mística con la obra; Juan, perplejo, finge compartir la experiencia para no decepcionar a su amante. Uno tiene la impresión de que Sergio estaría más contento reducido a unos pinceles, habitando plenamente el reino de los objetos.
La belleza de Eudoxia –la primera de las tres identidades que habita el protagonista de The Twyborn Affair– también la convierte en objeto de fascinación. Las primeras diez páginas de la novela están narradas desde la perspectiva de Joan Golson, una acomodada señora australiana de vacaciones con su marido en el sur de Francia. Joanie vislumbra a Eudoxia con su esposo griego en el patio de su casa y se queda flasheada con «los brazos largos, delgados y bronceados de esta chica, la perfección de su submaxilar, la gracia de su cuerpo mientras giró sonriendo para animar al prescindible (para Joan Golson de todos modos) hombre vestido de negro». Se vuelve una stalker, pasando una y otra vez por la zona, buscando la manera de introducirse en su vida. Al principio este anhelo parece casi espiritual, como si la vida de Eudoxia fuera un cuadro y Joan –como Sergio Londres– pretendiera instalarse en la imagen. La elegancia de la joven le ofrece un escape de su mediana edad fofa y deseante, del materialismo grosero tan característico de los australianos.
La perspectiva de Joan se alterna con entradas del diario íntimo de Eudoxia. La conoce a Joanie de su lejana niñez en Australia, cuando aún era Eddie: resulta que Joan es una amiga íntima de su madre. Son más que amigas en realidad. Eudoxia igual a Joan recuerda la noche que su madre, vestida de varón, con un bigote dibujado en su labio superior, llevó a Joanie a bailar en el Australia Club. Entre la élite de Sídney la señora Twyborn tiene fama de ser «una vieja lesbiana desaliñada y borracha». Joanie, por ser la pareja femme, por ser «en muchos aspectos –tan– tan normal», no cae víctima a los mismos prejucios. La búsqueda de la madre lesbiana se parece mucho a la de su hija trans: ninguna de las dos cumplen con los mandatos acerca del género. No mezclan en las proporciones debidas las energías masculina y femenina. Joan en cambio se engancha precisamente con la pizca varonil que tiene la belleza de Eudoxia. Las dos mujeres se vuelven amigas: la mirada de Joan se vuelve un espejo en el cual Eudoxia puede contemplar su performance de género. Si al asociarse con la amiga de su mamá Eudoxia corre el riesgo de develar la identidad que abandonó, su amistad es a la vez una prueba contundente del éxito de su transformación.
Los protagonistas de ambas novelas tienen relaciones con hombres y mujeres. No sé si viene al caso hablar de la bisexualidad: parte de la peculiar modernidad de estos libros se debe a la fluidez de sus personajes, ajena a las casillas en las cuales solemos encerrar la sexualidad. En The Twyborn Affair, Eudoxia vuelve a ser Eddie, pelea por los ingleses en la Primera Guerra Mundial y después regresa a Australia. Trabaja como jackeroo en la estación de un amigo de su padre: el aprendizaje tradicional de la oligarquía australiana, para ver si sus hijos aguantan los rigores de una vida campestre. Un White adolescente también cumplió con ese deber. Allá Eddie se siente atraído por la dueña de la estancia y el capataz con quien comparte un rancho. En sus sueños los rasgos de las dos personas se mezclan, igualmente provocadores: «Su figura fundiéndose con los brazos de un bruto, pezones rodeados por vello dorado. Con las fosas nasales de Marcia Lushington exhalando humo de cigarrillo debajo de un fleco de piel de mono». Eddie termina involucrado con los dos.
En Sergio, el protagonista sufre un dilema parecido: se enamora al mismo tiempo de un hermano y una hermana. Sin embargo, este apuro paradójicamente le presenta una solución. Los hermanos se parecen tanto que podrían ser mellizos; a los ojos de Sergio son las versiones masculina y femenina de la misma persona. Mujica Lainez parece haberse inspirado en los hermanos representados por Dominique Sanda y Helmut Berger en Il giardino dei Finzi-Contini de Vittorio De Sica: los hermanos Malthus en Sergio tienen la misma perfección rubia, la misma languidez vagamente incestuosa. Manucho escribe: «Lo que más los destacaba era el cabello, extremadamente rubio, liso, casi amarillo, que uno y otra llevaban entre largo y corto, cubriéndoles las orejas». Por su parte los hermanos se enganchan con Sergio al unísono, como si fueran una sola persona. Aunque es con Juan que Sergio se acuesta, Juan el que se vuelve su novio, la verdadera consumación se da antes, en un beso apasionado compartido entre los tres. Sergio no tiene que elegir entre hombres y mujeres.
En su Vida de Patrick White, el periodista David Marr escribe: «Uno de los presupuestos fundamentales en la obra de White es que todo lo que valoramos –la sociedad, las relaciones, hasta las fortunas– está en decadencia. La situación familiar de la mayoría de sus novelas es la de la figura solitaria buscando satisfacción en un mundo a la deriva hacia la fealdad y la violencia, la soledad y la pobreza». Marr podría estar refiriéndose a Sergio con eso: Mujica Lainez interpretaba la realidad de la misma manera que White. Los dos autores habitaban –o creían habitar– una época de deterioro: esa percepción se basaba en la experiencia de sus familias, dinastías terratenientes que vivían de rentas cada vez más magras. Abordaron este tema más directamente en otros libros –La casa de Mujica Lainez narra la ruina de una familia oligárquica de Buenos Aires, El ojo de la tormenta de White la muerte de la matriarca de una dinastía de Sídney– pero está presente en Sergio y The Twyborn Affair también. Los ricos, figuras grotescas y ensimismadas, se confinan en sus casonas con los restos de una gloria desgastada.
Con la baronesa Hedwige, la esposa demente del nazi Von Brosdorff –la dama pasa los días hojeando un almanaque de genealogía, creyéndose la reina María Antonieta– Manucho satiriza su propia obsesión con los linajes, su propio salón en El Paraíso repleto de imágenes de antepasados ilustres. Marcia Lushington, la estanciera australiana con quien Eddie Twyborn tiene un amorío en su época como jackeroo varón, llena el camposanto de la estancia con las tumbas de los hijos que no sobrevivieron la infancia –entre ellos el hijo que tiene con Eddie–. La crítica social no está reservada para los ricos de sus jóvenes países; la familiaridad de ambos autores con Europa les permite satirizar a la aristocracia del Viejo Mundo con el mismo detalle y falta de piedad. Como acompañante del pianista Rothenstein, Sergio vive una ronda de cócteles de princesas y millonarios, de ricos que juegan a musical chairs en hoteles de lujo. En Inglaterra Eddie Twyborn se vuelve Eadith Trist: se establece como la madame del burdel más célebre de Londres, al cual acuden los aristócratas y funcionarios ingleses en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Los ambientes que sirven de telón de fondo para las trayectorias picarescas de los dos protagonistas son mundos en declive. Si bien a White y Mujica Lainez les encantan las superficies de esos mundos –las telas y pieles, los muebles importados, las muecas y excentricidades– no se hacen ilusiones sobre el valor de la gente que los habita. Es gente frívola, inútil, que ha hecho poco y nada para merecerse la fortuna de que gozan tan quejosamente.
Ese deterioro conduce de modo inexorable a la destrucción, y ninguno de los protagonistas escapan de su torbellino. La búsqueda de una expresión plena de sus identidades, de una manera de llevar una vida en coherencia con los dictados de su interior –el tema de tanta literatura queer– se ve interrumpida por la Historia con hache en mayúscula: la Segunda Guerra Mundial en el caso de Eadith, la violencia política de los años setenta en el de Sergio. Esa Historia no le tiene piedad al zigzagueo de los dos personajes hacia la autorrealización: se los traga con una violencia aleatoria, que no tiene nada que ver con sus historias personales. Sus trayectorias individuales resultan ser efímeras en los abruptos finales de las dos novelas, hilos que se rompen en un bombardeo nazi o en fuego cruzado. El contexto político que parecía meramente eso –contexto, trasfondo– pone fin a las vidas de nuestros protagonistas, no por ser queer, sino sujetos de sus épocas. Es un recordatorio contundente de los límites de la identidad como manera de entender la realidad. Los dos autores oligárquicos se acercan a lo que hoy se llama la interseccionalidad. La lucha queer no se pelea en un vacío –el vacío de tanta literatura gay, un salir del closet ensayado una y otra vez, los antagonistas el odio e incomprensión del mundo straight– sino rodeada por otras luchas. Sus protagonistas están sujetos a otras fuerzas que no tienen que ver con la sexualidad.
Ninguno de los dos se fijan mucho en la política. A Sergio, «dueño de una aristocracia personal» a pesar de sus orígenes humildes, Mujica Lainez le da su propia perspectiva oligárquica: «su ideal político pareció inclinarse hacia lo casi imposible de conseguir, que es una dictadura honesta, capaz de organizar, de mantener el orden y de dejar a la gente tiempo para ocuparse de sus asuntos, sin estar siempre pendiente de la obnubilante política…». Cuando el autor aparece como personaje en el penúltimo capítulo del libro, opina que «cuando tomarían el poder los militares… por fin, por fin, la auténtica felicidad se dejaba entrever». Mujica Lainez satiriza a sí mismo en este autorretrato –el escritor es un hombre «trémulo y variable» que gime su «impresión tétrica y tremebunda de la vida en Buenos Aires»– pero aún así es fuerte verlo desear un golpe de estado tan explícitamente. La muerte violenta que les espera a Sergio y Juan en Argentina –volviendo del aeropuerto se ven atrapados en el medio de un atentado contra un oficial del gobierno– evoca la masacre de Ezeiza y asesinatos como el de José Ignacio Rucci. «Las anécdotas que a Sergio le contaron en Europa… eran verdades». El caos de su país los traga a los dos sin ningún reparo por sus pretensiones como pareja.
Cuando el bombardeo nazi de Londres comienza en las últimas páginas de The Twyborn Affair, en cambio, la violencia le resulta familiar a Eadith: se funde con sus vivencias como Eddie en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Ya se ha producido el reencuentro con su madre; se ven seguido en su hotel, y la viuda Twyborn le propone a Eadith que vuelvan a Australia como madre e hija. Ahora busca a su mamá mientras «un confeti de metal cayó a su alrededor» y escucha «el thump y crump de la historia volviéndose inestable, desmoronándose». White no se mete como personaje en el texto, pero el autor también se encontró en las calles de Londres aquella noche de 1940. Las identidades del protagonista se confunden igual a sus tiempos: sale vestido de varón, en «un traje barato que había comprado de manera apurada, la camisa de un talle demasiado chico», pero con la cara pintada de Eadith. En estos últimos minutos vive todo de manera simultánea: es al mismo tiempo hombre y mujer, habita el presente y el pasado. Las bombas borran todas las categorías. La que le quita la vida en Londres lo levanta en su mente «casi sobre el parapeto» de una trinchera de veinticinco años atrás; se muere preparándose para «avanzar sólo hacia esta tierra de nadie de ladrillo». La violencia no sale aparentemente de la nada como hace en Sergio: hace que rimen la vida de Eadith y la lejana juventud de Eddie.
Después de terminar Sergio y The Twyborn Affair, les quedaron a ambos autores unos años y varias obras más. Manuel Mujica Lainez falleció en 1984, Patrick White en 1990. Alentado por la buena acogida que tenía su novela, White salió públicamente del clóset en 1981 en sus memorias Grietas en el espejo. Manucho, más circunspecto, volvió a la Buenos Aires de los años cuarenta en su novela El Gran Teatro y dio rienda suelta a su amor por los objetos en El escarabajo. Hoy en día los dos se quedan un poco en el olvido, quizás por su porte aristocrático o su prosa densa y exigente. Sin embargo, en los años setenta escribieron novelas que merecen ser leídas como clásicos de la literatura queer. Concibieron el género y la sexualidad con una libertad sorprendente. Al mismo tiempo las coincidencias en sus vidas y obras nos señalan la semejanza de las oligarquías de países aparentemente muy distintos. Uno fue el reflejo del otro a la hora de armar sus caleidoscopios.
Por John Bell
Fotografía de Jimmy DeSana