DEDICO ESTE LIBRO A KEATS (¿FUISTE TÚ QUIÉN ME DIJO QUE KEATS ERA MÉDICO?) SOBRE LA BASE DE QUE UNA DEDICATORIA DEBE SER DEFECTUOSA PARA QUE UN LIBRO SIGA SIENDO LIBRE Y POR SU CAPITULACIÓN GENERAL ANTE LA BELLEZA, escribió Anne Carson en las páginas que inician La belleza del marido. Así, en mayúscula, las palabras a Keats funcionan como el catalizador de una obra que cuenta la historia de un matrimonio que se desmorona. El ensayo ficticio en 29 tangos se trenza con los versos del poeta inglés que, contradictoriamente, en su breve paso por la vida producto de la tuberculosis, jamás contrajo matrimonio. Sin duda un quiebre entre el texto preliminar y el contenido, donde la presencia de este homenaje permite ahondar en el argumento y conectar el relato con ideas acerca de la belleza, el amor, la nostalgia, la tragedia.

Que las dedicatorias deberían ser siempre líneas felices, pensé una vez, alimentada por la idea de que hay algo de satisfacción al redactar: A mis profesores, a mi madre, a Dios”, gratitud que pocas veces se vislumbra en los territorios de la escritura universitaria. Algunos de mis fragmentos favoritos de las tesis elaboradas por los estudiantes de pre grado corresponden a estas frases: “Este trabajo no hubiera sido posible sin el incondicional apoyo de mis amigas. Leo, mientras me parece que serán algunas de las escasas palabras de las 90 páginas siguientes que me tocará evaluar, en la que se hallará tal vez no una escritura jubilosa, ni mucho menos eufórica, pero sí algo más desprovista de la frustración que, por razones obvias, habita en los documentos académicos. La dedicatoria en este caso opera de una manera casi tan intrigante como lo es en Carson.

Hace no mucho en una entrevista, María Negroni afirmó: “No hay escritura sin descenso a los infiernos” (El Español, 2023). Esta declaración echa por tierra la premisa inicial, a través de la confirmación de la alta carga emotiva en la producción literaria. La dicha podría resultar esquiva. Dan cuenta de ello la infinidad de dedicatorias que nos remiten a experiencias desgarradoras: “A la memoria de Melina Romero y Araceli Ramos”, como escribió Dolores Reyes en Cometierra, la novela que narra la historia de la adivina que es capaz de predecir el destino de las desaparecidas mientras ingiere abundantes puñados de tierra. Un extracto a modo de epitafio. El gesto de inscribir los nombres de las jóvenes víctimas de femicidio, honra su recuerdo, evoca, reverbera, denuncia e interpela a la memoria, esa cosa frágil que, gracias al papel, dejará a las mujeres plasmadas para siempre.

“No sería extraño que se publicara un libro constituido solamente por dedicatorias memorables, apócrifas o no, destinadas a personas reales o inexistentes”, escribió una vez Oscar Hahn en Borges y el arte de la dedicatoria, ensayo en que describió los rasgos estructurales de la dedicatoria como género. Allí analizó el mensaje de Borges a Leopoldo Lugones en El hacedor:

Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible. Así será (me digo), pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado.

En el fragmento se construye un espacio en que ocurre lo irrealizable. Allí Hahn atribuye a la dedicatoria un rol que exacerba la idea del infinito tan característico en la poética borgeana: “en ella aparece Borges con un ejemplar de El hacedor que contiene una dedicatoria; en esa dedicatoria existe un libro que es El hacedor; en él hay una dedicatoria en la que figura ese libro, y así ad infinitum”.

Un tono distinto se observa en el conjunto de ensayos Sobre la fotografía, “Para Nicole Stéphane”. Tal como escribió Susan Sontag en su incisivo manifiesto sobre la imagen que, sin embargo, inicia con palabras dedicadas a la actriz, productora y directora con la que mantuvo un importante vínculo. Amigas, amantes, colaboradoras, Stéphane le acompañó cuando el cáncer comenzaba a extenderse por el cuerpo de la autora que, a propósito de lo irrealizable, dejó en La conciencia uncida en la carne, apuntes sobre futuros proyectos de escritura: “Si pudiera empezar otra novela”, “Una mujer con una lesión cerebral que -incluso tras casi estar recuperada- no podía seguir una película”. Ideas sobre el devenir de la ciencia, el pop británico, la supremacía del olfato sobre los otros sentidos, el dolor, la conciencia como un órgano difícil de amputar. ¿A quiénes hubiera dedicado esas obras que jamás llegaron a escribirse? 

Hay algunas predecibles: “A Marta, que me enseñó a leer y escribir”, figura en una de las páginas iniciales de mi primer y único libro. La figura de la madre es común para casi todas las primeras veces. Ya superada la etapa, pienso en la dedicatoria que llevaría un segundo libro, que diría algo así como: “Dedicado a S, que tanto me ha dado”. Lo pienso como una forma de agradecimiento, o tal vez como sucedáneo del poema que nunca me animé escribirle. Empezar al revés como una manera de rendir tributo al género, aunque no tenga claridad alguna sobre si el segundo borrador será novela o cuento, aunque ni siquiera exista un vago perfil de la construcción de personajes. Sin embargo, es posible recrear el ejercicio propuesto por Hahn, como si toda mi obra -inexistente, por lo demás- se sintetizara en esa línea :“Dedicado a S, que tanto me ha dado”. Invierto la frase, también la he diluído hasta dejarla en un mezquino: “A S”. Invento. Un ejercicio lúdico para pasar directamente a la parte menos dolorosa del proceso. “Hacemos literatura, música, pintura, porque no fuimos felices. Al final esa es la única razón de todos los libros que se han escrito, de todos los cuadros, de las sinfonías”, reflexiona Zurita. De pronto, ante la catástrofe que se anticipa, incluso antes de tomar las primeras notas, la frase vuelve a adquirir sentido.

Por Jocelyn Zavala Alegría