Fragmentos de Cybertlön
Del ensayo “El aleph de infantes”
Sobre finales de la década del sesenta se edita en la Argentina, bajo el nombre de Lo sé todo, la versión en español de la enciclopedia Vita meravigliosa. La apuesta tuvo de inmediato un éxito extraordinario; toda una generación de chicos crecimos leyéndola con avidez —si se entiende por leer el hecho de detenerse únicamente en los epígrafes de las ilustraciones—. En lo que a mí respecta, no creo haber leído jamás un solo artículo. Tampoco recuerdo a alguien que la haya utilizado nunca para alguna tarea escolar. Claramente no era un manual de estudio; había algo, más allá de las ilustraciones —que tenían más calidad que rigor académico—, que la alejaba del ámbito de la escuela (9).
Del ensayo “Trenes”
Una vez que todos se hubieron acomodado en sus asientos del Grand Café, la luz de la sala se apagó y de pronto y sin aviso un tren se vino encima de los espectadores. Como se lee. Corrieron todos hacia la puerta con el corazón en la boca, como suele decirse, y luego, intuyendo la naturaleza del susto, regresaron a su asombro. Eso sucedió el 28 de diciembre de 1895. Para el otro día, la noticia había llegado a toda la ciudad y no hubo quien quisiera perderse el espectáculo. Al parecer no fue esa la primera película de los hermanos Lumière sino La salida de los obreros de la fábrica Lumière (el cine filma su propia génesis, como si declarara nomás de entrada su propia autonomía). Más allá de eso, lo que en la memoria ha quedado fue que los espectadores salieron espantados porque un tren se los llevaba puestos (13-14).
Abandonada la estación, la ciudad se presenta como un laberinto del que no importa salir sino, antes bien, perderse. El desplazamiento del flâneur es por los márgenes del capital, fuera del circuito de producción económica, una deriva sin rentabilidad. Un errar autónomo, independiente de todo proceso productivo. El flâneur se siente en casa en medio de la multitud, en la detención del movimiento “en medio de lo fugitivo y lo infinito”. Y no en otra cosa es lo que el arte del último cuarto de ese siglo pretende convertir al observador. Un flâneur, un paseante que deriva sobre el lienzo, se entrega a una cadencia musical sin centro definido, donde cada parte de la obra tiene el mismo peso específico, donde no existe una centralidad sino, antes bien, una escenografía vaga, una trama que es pura deriva difusa bien acentuada en el monólogo interior de Molly Bloom (18-19).
La noche del 27 de octubre de 1910 León Tolstói, harto ya de todo, lo que incluye también de la postergación de una decisión drástica, abandona a su mujer, su casa, sus bienes y da inicio a su libertad absoluta, es decir, inicia su agonía. Había escrito en su diario: “Me están destrozando. Quiero huir de todos”. Dejó una carta y se marchó con su médico y su hija Alexandra. Tomó el tren. Su periplo fue seguido como un vía crucis por los diarios del mundo. Después de todo, acaso era la persona más célebre del planeta en ese momento. Cuando alcanza los cuarenta grados de fiebre, el médico ordena detenerse en la estación de Astápovo. Allí muere el 20 de noviembre (21-22).
Distinto es el caso del sudafricano Kevin Carter, que ganó el Pulitzer en 1994. La fotografía premiada es una de las más conocidas. Una niña negra agoniza hecha un ovillo; a un par de metros un buitre con sus alas pacientes plegadas aguarda el desenlace. Tiempo después el fotógrafo advierte que su asedio no fue muy diferente al del animal. Tres letras separan ética de estética, y otras tres sucio de suicidio. Kevin Carter se limpió con un tiro en la sien meses después de haber recibido el premio (26).
No hay pinturas que se detengan en Hiroshima. Obras como Las tres esfinges de Bikini de Salvador Dalí, de 1947, o el final de Dr. Insólito (1964) de Stanley Kubrick, solo muestras de las pruebas atómicas, alertan sobre la gran amenaza. En cambio, sí hay música. En 1960 Krzysztof Penderecki compone su famoso Treno a las víctimas de Hiroshima. Al principio pensaba titularlo 8.37, que es el tiempo que dura su ejecución y que podría pensarse como paráfrasis de los 4’ 33” de John Cage: lo que se puede decir más allá del silencio. La obra es una secuencia de sonidos emitidos por una orquesta de cuerdas frotadas. No hay narración, solo una continuidad tímbrica estructurada sobre contrapuntos de bloques sonoros, tan ominosos como opresivos, afinados en microtonos (28).
Del ensayo “Computadoras”
Frente a semejante aleph la actitud más habitual no es tanto la de Daneri: demorarse en la contemplación ordenada de las partes del todo, intentar labrar un orden estético (malogrado en su caso), lo que no le resulta difícil porque el aleph se encuentra en el sótano de la casa de sus padres y puede bajar a contemplarlo cuando se le ocurra. La visión de Borges es rapsódica, fragmentaria, no puede ordenar lo que se presenta como caos ante su mirada urgente. Sin embargo, de todo el vasto universo que tiene delante de sus ojos, hay algo que lo retiene: las cartas que su amada Beatriz Viterbo le dirigía a Daneri, “obscenas, increíbles, precisas”. Ante la totalidad, la atención termina finalmente replegada en la intimidad que más nos interpela (34-35).
La débil mental (2014), de Ariana Harwicz, se presenta no ya desde la intención de concluir una historia sino de narrarla a partir de astillas, fragmentos punzantes y velocísimos que parecieran tener el mismo principio que los armónicos musicales. Inalcanzables casi siempre al oído humano, los armónicos, o sea los componentes primarios de un sonido, son tan bellos como incómodos. Tañer un armónico es encontrar un rumor escondido. Son como esos hilos diminutos que conforman el hilo de coser; cuando se separan unos de otros se encuentra que ninguno de ellos es en verdad el hilo madre (40).
Internet refuerza y permite la aceptación sin demora de textos como Colores primarios y colores secundarios, de Alexander Theroux, editados por primera vez en 1994. Theroux escribe un azaroso y muy rítmico catálogo de lugares donde se encuentran casi en estado puro los colores primarios y secundarios. No hay análisis ni razones ni nada que lo lleve a justificar por qué pasa de una situación, un recuerdo, un dato, a otro. Como si cada color fuera una fruta a la que exprime hasta sacarle todo el jugo. Cada dato no guarda ninguna relación con el anterior que no sea otro que el color del capítulo. La lista, lejos de abrumar, es absolutamente fascinante. Escenas de cine, literatura, lugares, datos históricos, antropológicos, institucionales, naturales, donde quiera que haya un azul, un naranja o un verde, ahí está Theroux para consignarlo; una suerte de Borges que solo anota del aleph cuestiones cromáticas (46-47).
La enciclopedia ponía en jaque el orden del mundo al acomodar la realidad de acuerdo con un procedimiento de búsqueda práctico y eficaz como lo es el orden alfabético, de modo que, para escándalo del cardenal y goce del libertino, la palabra dios se encontraba después del término diablo. La ausencia de un algoritmo de búsqueda lleva a Wikipedia a aumentar el sentido de la universalidad al incorporar en su proyecto todo aquello que respete ciertas pretensiones de racionalidad. Cualquier cosa puede estar en sus páginas siempre y cuando se atenga a ciertos protocolos. El orden alfabético de las enciclopedias se ha transformado en un orden de prioridades de búsqueda según la ideología y las costumbres del consumidor (51).
Se me ocurre pensar que ese No de Chitarroni es la Historia misma (después de todo solo hay conflicto, solo hay trama, si alguien niega algo). Al leerlo se tiene la sensación de que ha caído una bomba en la ciudad de las historias y lo que constata el autor no es el derrumbe sino los restos. Y así se puede leer, por ejemplo, La biblioteca ideal (2010), de Matías Serra Bradford, como un relato construido con esos fragmentos, como si esa bomba hubiera desperdigado libros y restos de libros por toda la ciudad (64).
Borges imaginó en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (1940) cómo un mundo virtual, al principio puramente lúdico, va poco a poco instalándose en el mundo real hasta finalmente augurar su reemplazo. El narrador cuenta este proceso encerrado en una habitación mientras intenta traducir un libro que no piensa llevar a imprenta (lo que puede verse como el inicio de un nuevo Tlön). Traduce para nadie, aún (68).
El mundo de la virtualidad, cybertlön, es un elemento constitutivo de nuestra conformación como sujetos, incluso para los que hemos nacido del otro lado de la red. Una noche más vasta que la de las catedrales se despliega ante nosotros; en la anterior, al amanecer, los restos de la unidad se iban desgranando hasta que, si no sucedía nada muy inusual, solo quedaba un latido, un resabio que podía otearse en un cielo amenazante, en la oscuridad de un bosque, en la gratitud por los alimentos, en el ángelus. Ahora, la noche es insomne, falazmente heterogénea. Tlön es un virus del que no hay escape ni posible ni deseable (69).
Por Luis Sagasti
En:
Cybertlön
Luis Sagasti
Año: 2023
Ensayo
Komorebi Ediciones
80 pp