A lo largo de la exasperante tradición inaugurada por Maurice (1987) y continuada por Brokeback Mountain (2005) y Moonlight (2016), la película mainstream de temática gay (o PMTG) ha perseguido tres objetivos consistentes. Primero, producir empatía por el amor gay masculino en su lucha por afirmarse bajo las bárbaras represiones del closet. Segundo, limitar la visibilidad del sexo gay masculino, cuya representación debe evitar escrupulosamente que roce siquiera la explicitud reservada para las consumaciones hétero (de las que la PMTG de ninguna manera prescinde: los protagonistas gays habitualmente pasan por la antecámara bisexual). La sinergia entre estos objetivos apenas necesita explicarse. Solo alejando nuestros ojos del característico acto sexual gay masculino podemos defender la libertad de un hombre a realizarlo; a la manera liberal clásicamente abstracta, todo se aprueba a condición de que nada se mire.

Más interesante es el tercer objetivo de la PMTG: ser un objeto bello, de una belleza tan abrumadora, o excesiva, que (siempre y cuando los otros objetivos se logren) convenza a los espectadores de que están viendo una obra maestra, “haya o no sexo gay”. Este molde estético obligatorio, cuyas medias luces nunca pueden evitar brillar lo suficiente como para ganar elogios críticos, es un fenómeno curioso. Otras películas mainstream con una agenda liberal pueden ser menos cuidadosas con su apariencia, pues sentimos que las buenas intenciones valen mucho. Pero la belleza “arrebatadora” es un requisito tan esencial para la PMTG como la breve toma de la entrepierna de un hombre. No es que se trate en absoluto de lo mismo. La tan alharaqueada belleza nunca se refiere a los cuerpos masculinos en la pantalla ni a las estrategias de los filmes para erotizarlos; se trata de aquello que se nos pide que miremos en cambio.

No es para nada sorprendente, entonces, que Call Me by Your Name de Luca Guadagnino, el más reciente ejemplar de PMTG, haya sido alabada, tan machaconamente como si la frase tuviera su propio comando en el teclado, por estar “hermosamente filmada”. O que esto signifique, entre otras cosas, por no haber filmado la escena de sexo gay que la película pasa más de una hora haciendo que todo el mundo anticipe, una escena que verdaderamente podría habernos dejado sin aliento. ¿Exactamente qué está siendo “hermosamente filmado”? Cuando los amantes de Guadagnino finalmente se deciden a hacerlo, la cámara modestamente se aleja para contemplar, no por primera vez, el encantador huerto del exterior. El fondo fotogénico es típico de la PMTG, ya se trate de las montañas de Wyoming o del gran Patio Central de Trinity College, de una playa de Miami bañada por la luz de la luna o del Palazzo del Commune en Italia. La belleza de esta belleza consiste en que nos lleva puertas afuera, a una escena que, dado que no es más que escenografía, no es homosexual.

Pero Call Me by Your Name lleva el requisito de la belleza de la PMTG radicalmente más lejos que sus predecesoras. Aquí, la esporádica bella vista sirve para promover el sostenido encanto de un ethos, de toda una Vida Bella. La historia transcurre en un verano en la villa de la familia Perlman “en algún lugar del norte de Italia”, una Arcadia donde logramos realizar el sueño más preciado de todo turista: no ser uno. Aquí ningún migrante o bus de turismo perturba nuestra casual –pero profundamente arraigada– intimidad con los resplandecientes valles, lagos y montañas. Nuestros paseos cotidianos nos llevan por encantadores edificios y plazas antiguas, para los cuales nunca necesitamos una guía porque nunca no hemos estado familiarizados con ellos. Cenamos all’aperto, en un huerto, acompañando los tortelli hechos en casa y el pescado recién sacado del agua con un frizzante, y terminamos con un espresso, con las palabras italianas siendo quizás más sabrosas que los platos mismos. Y dado que también nosotros somos locales, los viejos jugando scopa se nos cruzan y la campesina deja de desgranar guisantes para traernos agua: lo pintoresco está literalmente a nuestro servicio.

Hay más y mejor: las buenas cosas de la vida coexisten aquí en perfecta armonía con las cosas más refinadas, el mundo del espíritu y las artes. Los Perlman poseen también estas cosas en una profusión casi paródica: desde el padre, Samuel, un profesor universitario experto en antigüedad grecorromana, pasando por la madre, Annella, una traductora multilingüe, hasta el hijo de diecisiete años, Elio, un prodigio musical. A ellos se suma Oliver, un estudiante postdoctoral que está escribiendo un artículo ¡sobre Heráclito y Heidegger! Más increíble aún que el despliegue de alta cultura casi digno de Susan Sontag es la exquisita facilidad con la cual la familia la domina: las adquisiciones son tan naturales, o naturalizadas, que no muestran signos de haber tenido que ser adquiridas. “Querido”, le dice Anabella a su esposo, en el tono que una mujer menos cultivada usaría para preguntar por sus lentes, “¿has visto mi Heptamerón?”. Pronto encuentra una copia, pero, ¿cómo ocurrió esto? ¡Está en alemán! No importa: Annella traduce uno de los cuentos al vuelo –a pesar de la oscuridad– para entretener al padre y al hijo. El joven Elio también se mueve con facilidad entre idiomas, sin ninguna razón aparente más que demostrar que los domina con tanta facilidad como el piano, instrumento que toca como un virtuoso sin necesidad de practicar. En cuanto al profesor, su espontánea experticia se mueve entre la arqueología clásica, la historia del arte, la filosofía y la filología con igual gracia. Ni necesidad tiene de cavar arduamente este arqueólogo: su más reciente hallazgo simplemente ha salido a flote desde las profundidades de un lago cercano. “¡Qué hermoso lugar para trabajar!” le dice alguien al director con bloqueo creativo en 8 ½. La ironía del balneario de Fellini parece ser nada más que la simple verdad de la villa de Guadagnino. Salvo que en este locus amoenus no hay trabajo por hacer; despojado de trabajos pesados e incluso de esfuerzo, se ha vuelto juego: el estado estético de Schiller consumado.

Pero resulta notable que en este estado estético nada se busca puramente por razones estéticas. Si la villa, con su colección de estatuas y frescos, es una morada adecuada para la erudición de los Perlman, esa erudición no deja de ser acogedoramente doméstica. Por extrema que pueda ser, nunca abandona la proximidad del hogar en pos de la pedantería gratuita o el formalismo autónomo; es tan habitada como la villa misma. De hecho, mientras más extravagante parece una referencia, más relevante demuestra ser para el drama familiar el enamoramiento de Oliver y Elio. El cuento de Margarita de Navarra, por ejemplo, motiva a Elio a contarle todo a su enamorado; su madre probablemente lo ha elegido por ese motivo, y ciertamente a Elio solo le basta con aludir a su indeciso héroe para que Oliver, igualmente familiarizado con la historia, lleve la conversación a su punto. De manera similar, cuando el jugo exprimido de las frutas del huerto se transforma en la oportunidad para la impresionante exposición por parte de Oliver de la etimología de la palabra “albaricoque” (del latín praecox, o maduración temprana), la demostración intelectual queda en el aire como una alusión –vaga pero pronta a materializarse– a la precoz y frutosa verga de Elio. En su posterior juego sexual con un durazno, el propio Elio trae a la superficie este subtexto de entre líneas. La interconexión arte/vida llega a su punto cúlmine cuando el profesor dirige la atención de Oliver a la “intemporal ambigüedad” de las estatuas de bronce de hombres desnudos del periodo helenístico: es como si “te retaran a desearlas”, dice. Y como si el propio Praxíteles viniera a bendecir los deseos homosexuales que, indiferentes a la edad, albergan Elio, Oliver y (como descubriremos después de manera oblicua) el propio profesor.

Aunque se supone que la película está ambientada a comienzos de los 80, se desarrolla más verdaderamente en ese tiempo mítico en el que, como Georg Lukács célebremente escribió, “el cielo estrellado es el mapa de todos los caminos posibles”, y la vida, radiantemente auténtica, es idéntica a su sentido. La red autorreferencial de los Perlman mantiene su entorno tan firmemente cohesionado que nunca nada se pierde ni está fuera de lugar. Esta unidad orgánica sugiere que la Vida Bella es la forma naif de una obra de arte; en otras palabras, la forma embriónica de esta propia película. Arraigado en esa vida, pero llevándola hasta la autoconciencia artística, el film se señala a sí mismo como la última y más fina flor de la Vida Bella. Guadagnino se esforzó de la manera más literal posible por mostrarse a sí mismo en casa en este mundo narrativo, moviendo la acción de la Liguria de la novela original de André Aciman a Lombardía, donde él vive, y decorando la villa con objetos de su propio departamento en Crema. Incluso en este nivel, el mundo de Elio ha sido subsumido en la identidad artística de Guadagnino como su portavoz. “Te llamaré por mi nombre”, en efecto.

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La Vida Bella admite la homosexualidad en tres manifestaciones. Como el Joven de la Antigüedad plasmado en las “hermosas” y “sensuales” estatuas de bronce, la homosexualidad se granjea el entusiasmo irrestricto del profesor Perlman, desde luego. En el avatar del Gay moderno, sin embargo, representado por una pareja de hombres mayores que va a cenar a la villa, es objeto de una mera tolerancia bastante más equívoca. Todos los Perlman encuentran a Isaac y Mounir un poco absurdos; sus prolijos trajes combinados son tan vergonzosos como la camisa –a la que antes se han referido eufemísticamente como “festiva”– que han enviado a Elio desde Miami. La belleza no se encuentra en estos gays, sino más bien en el hecho de que son aceptados por la familia a pesar de; esta es la razón por la cual Elio debe soportar el desagrado de usar la camisa durante la cena. Su padre le explica: “Estás demasiado grande para no aceptar a las personas por lo que son. ¿Qué hay de malo en ellos? […] ¿Es porque son gays o porque son ridículos?”. Pero dado que obviamente son ambos, el mensaje termina siendo contradictorio, como suelen serlo los mensajes de tolerancia: da la casualidad de que estos maricas tontos son gays.

Pero la tercera y más memorable manera en que la Vida Bella acoge la homosexualidad es en la diligente incubación de la relación sexual entre Elio y Oliver por parte de Samuel y Annella. Rápida y discretamente, estos vigilantes padres captan el deseo de su hijo adolescente por un hombre mayor y deciden hacer algo más inteligente que combatirlo o condonarlo, comportamientos que simplemente los dejarían fuera de juego. Lo que hacen, en cambio, es supervisar su consumación, de modo que nunca no sabrán lo que está pasando y todo quedará en familia. Habiendo recibido en privado la confirmación por parte de Oliver de que “le agrada” Elio, Annella comparte esta información alentadora con su hijo. Samuel, por su parte, envalentona a Oliver con su elogio de las estatuas de bronce, acicateando su deseo. Juntos, incluso organizan una pijamada sin chaperones para los muchachos en Bérgamo. Mamá y papá se comportan bellamente, dirían algunos – y esto es en resumidas cuentas lo que Samuel dice, cuando está a solas con Elio tras la partida de Oliver: “En mi lugar, la mayoría de los padres esperaría que la cosa pasara […] pero yo no soy ese tipo de padre”. Esta vanidosa autocomplacencia aparece en medio de un largo y hollywoodense discurso en el cual, con el imponente brillo del ojo magisterial, el profesor se propone explicarle a Elio lo que acaba de ocurrirle.

El discurso es un verdadero mal rollo, pero quisiera ser claro: lo repulsivo no es que exprese simpatía por el deseo gay de Elio o por el hecho de que ese deseo se consumara con un hombre mayor. Concedamos esto a Sammy y Annella: la mayoría de los padres en su lugar estaría demasiado ocupado preocupándose de que un hombre mayor “acecha” a su hijo como para reconocer que su Tadzio podría ser quien tiene la iniciativa de conquista. No, el discurso es repulsivo en el sentido más básico: busca eliminar toda posibilidad de que Elio interprete su relación con Oliver como una experiencia sexual seria – y por lo tanto también impedir que ella constituya esa experiencia social fundamental que llamamos “paso a la adultez”. La complicidad del padre (rematada con este magistral toque final: “¿He hablado de más?”) no deja espacio alguno para el autoconocimiento del hijo.

Vale la pena señalar algunas de las vías que este padre-sofocador bloquea. Una, de manera bastante simple, es la posibilidad de que el encuentro con Oliver pudiera aclarar la orientación sexual de Elio, de que el muchacho pueda ser gay (como los maricas de los que sus padres liberales no pueden evitar burlarse). Una segunda posibilidad consecuente es que algo más que miseria y camisas feas (¿una relación original con la vida? ¿hombres guapos?) podría interceder entre el corazón roto del adolescente y el momento de futura desesperación suicida evocada por su padre, cuando “nadie mira [tu cuerpo] y mucho menos quiere acercarse a él”. ¿Del cuerpo jubilado de quién podría estar hablando este hombre de apenas mediana edad, que todavía disfruta de la ocasional demostración física de afecto con su esposa? Pero el problema con la sagacidad paterna no es tanto que provenga de una “sabiduría” de manual sino que pareciera ser que su objetivo es transformar a un joven gay de diecisiete años en un caso de closet con un pie en la tumba.

Esta es la razón por la cual una tercera posibilidad bloqueada es la más pertinente de todas en esta película: la posibilidad de que la sexualidad de Elio pudiera romper el firmemente tejido círculo familiar y, junto con él, la redondez de la Vida Bella, que es el halo en torno a ese círculo. Estos iluminados padres creen que pueden curar la sexualidad de su hijo de la misma manera en que han elegido a su profesor de piano o se han encargado de sus clases de francés. De modo que ahora, por supuesto, lo que el padre imagina como amoroso cuidado consiste en enterrar la experiencia homosexual de su hijo bajo su propia bella idea de dicha experiencia. Como el caso de closet que él admite ser, Samuel hace todo lo que puede por embellecer –y por lo tanto desexualizar– la relación con Oliver. “Ustedes tuvieron una hermosa amistad”, afirma, usando a continuación una frase que alguna vez escribí para un anuncio personal: “quizás más que una amistad”. Una referencia a Montaigne y La Boétie pone el sello de alta cultura en esta transfiguración de la relación sexual en una relación amistosa, y la falsa salida del closet del padre –“algo me detuvo o se interpuso”– es tan solo más contención y ocultamiento. Ese “algo” vagamente referido que bloqueó su propia homosexualidad sigue estando tras su bello tratamiento de la homosexualidad de Elio.

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Los propios remilgos de la película insinuarán cuál es el problema. La recatada retirada de la cámara del acto sexual, casi cómica en su decoro hollywoodense de vieja escuela, es aún más sorprendente en una película que nos muestra tantos besos desinhibidos entre hombres. Guadagnino ha ofrecido un par de razones para esta reticencia. En el Festival de Cine de Nueva York, afirmó que “dirigir nuestra mirada a la relación sexual [gay] habría sido una suerte de intrusión inapropiada”. En otra entrevista insinuó, por el contrario, que no son los amantes gays quienes necesitan protección de nuestra mirada, sino nosotros quienes necesitamos ser protegidos de algo que podríamos llegar a ver en ellos:

No quería que el público encontrara ninguna diferencia o discriminación hacia estos personajes. Era importante para mí crear esta poderosa universalidad, porque toda la idea de la película es que la otra persona te vuelve bello – te ilumina, te eleva. El otro a menudo se enfrenta al rechazo, al miedo, a una sensación de terror, pero la acogida del otro es algo fantástico de hacer, especialmente en este momento histórico.¹

La incoherencia de toda esta pacatería es pasmosa. Fijar la mirada en el coito es perfectamente aceptable cuando Elio pierde su virginidad (heterosexual) con Marzia; hablar ahora de una “intrusión inadecuada” es inevitable y elocuentemente confundir el acto de ver con el acto que no está siendo visto: el tipo equivocado de sexo. Y vaya uno a saber cómo evitar que las personas “encuentren ninguna diferencia” en el acoplamiento homo podría facilitar su “acogida del otro”, dado que es precisamente la Otredad del otro lo que ha sido excluido. Sea como fuere, ¿quién está acogiendo a quién? ¿Estamos nosotros acogiendo a Elio y Oliver o se están acogiendo ellos el uno al otro? ¿Y son estas acogidas del mismo tipo?

No cabe duda de que estoy dándole demasiadas vueltas a observaciones que es mejor entender como elegantes represiones. Mientras su cámara sale por la ventana de la habitación, Guadagnino encuentra que es útil, a lo Peter Pan, pensar pensamientos maravillosos. Pero no nos engañemos: su entusiasmo por acoger al Otro, tal como la apreciación de la amistad por parte del profesor, es mucho más homofóbica que cualquier simple omisión del sexo gay. En contraste, la campaña de embellecimiento en y en torno a Call Me by Your Name somete el sexo gay a tergiversaciones sentimentales tan intrincadas que no lograríamos identificarlo incluso si efectivamente lo viéramos. Solo en el neo-closet que promueve el liberalismo sexual actual podría “la acogida del Otro” ser cualquier otra cosa que una muy graciosa censura de lo que Elio y Oliver hacen en la cama.

Incluso los códigos discretamente connotativos de la película son más precisos, y cualquiera que no los haya ignorado de manera deliberada sabe exactamente qué es lo que sería inapropiado mostrar o poco atractivo de ver aquí: el no tan encantador espectáculo de sangre, mierda y dolor que es la iniciación del año deseante de Elio. Es muy probable que tal espectáculo no sea una fantástica confirmación de nuestra humanidad en este o cualquier otro momento histórico. Montaigne, como el profesor podría haber recordado, elogia lo bello de la amistad y condena la “licencia griega” en el mismo ensayo. Y aunque esta iniciación ha sido el objeto del más apasionado deseo de Elio, sus cambios de humor postcoitales no sugieren que la haya disfrutado de manera inequívoca. Ciertamente no da señales del descubrimiento extático del cuerpo del mismo sexo. Esta película sexualmente reservada es, desde luego, lo suficientemente sagaz como para asegurarnos que la relación sexual, deseada por Elio y sancionada por sus padres, no fue de una naturaleza tal que metería a Oliver “en problemas”. Pero el hecho de que Elio no fuera abusado ni acosado no le ha impedido experimentar la torpe, infamiliar, forzada desposesión de sí inherente al sexo mismo. Es esta negatividad del sexo –que la sentida fealdad de la via rettale desde luego simboliza– lo que se rebela contra la Vida Bella y la bella película que habla en su nombre.

Es una diferencia irreconciliable. Incluso cuando los amantes homosexuales han terminado con lo suyo y se considera seguro volver a la habitación, la cámara nos ofrece un artístico primer plano de sus rostros al revés. Es como si Guadagnino quisiera compensar por la invisibilidad del prohibitivamente “diferente” sexo gay con esta llamativa demostración de normalidad postcoital. Y de hecho, es necesario prestar atención, ya que es durante esta toma distractora que Oliver le hace a Elio la propuesta que le da al amor de ambos su leitmotiv y a la película su título: “Llámame por tu nombre y yo te llamaré por el mío”. Elio acepta –los nombres ya son casi palíndromos– y juntos susurran un embelesado dueto de almas gemelas, en el cual las múltiples y obvias diferencias entre ellos son al mismo tiempo reconocidas y abolidas. Bajo el hechizo de la equivalencia, Elio mueve su cabeza al otro lado de la de Oliver de modo tal de dar al intercambio verbal de nombres una contraparte visual. Y sin embargo, incluso en la articulación central de la fantasía de intercambio de nombres, hay pequeñas fallas que quiebran la simetría: Elio llama “Elio” a Oliver tres veces, pero Oliver solo llama “Oliver” a Elio dos veces antes de que la toma se termine, con un poco de la brusquedad del propio Oliver, dejando también incompleta la transferencia de Elio. Comienza a parecer como si el atractivo de la fantasía consistiera (para ambas partes) en fantasear sobre lo que de otro modo se mostraría como una dolorosa unilateralidad en la relación.

Y ahora la toma al revés cobra cierto sentido, cuando captamos la afinidad entre la imagen horizontalmente invertida intentada por Elio dentro de la toma y la imagen verticalmente invertida que es la toma misma. La imagen de Guadagnino parece empeñada en realizar una afirmación idénticamente anhelante de la igualdad en tanto opuesta a la obscena asimetría (fuera de pantalla) entre activo fálico y pasivo anal. Pero lo que la novela de Aciman llama la “permutabilidad” de los cuerpos puede ocurrir aquí solo en un mundo al revés, en el cual las cabezas de los protagonistas, mientras conversan en la cama, parecen encontrarse bajo sus cinturas, reemplazando así aquellas partes bajas cuya propia manera de acoplarse no ha gozado de la misma reciprocidad. Culposo, Oliver hará casi cualquier cosa para compensar a Elio por haberlo culiado –sorber su semen, besarlo en la boca después de que haya vomitado–, cualquier cosa excepto dejarlo que tenga una oportunidad como activo. Y también Elio, habiendo sido sometido a la abyección, tendrá sus propias maneras imaginarias de arreglar las cosas. Cuando introduce su verga entre las mitades de otro tipo de fruta con cuezco, el código metafórico de la película nos deja entender, incluso sin el beneficio de la Emojipedia, que culiar el durazno totalmente maduro es la contra-acción que repara el haber sido arrancado como un damasco precoz.

Cada vez que la película, o alguien en ella, confronta la negatividad del sexo, la fantasía del intercambio de nombres emerge como consuelo. La “ondulante camisa azul” de Oliver, como la novela la llama, condensa el patrón en pocas palabras. Se trata de la prenda de la parte superior del cuerpo, por no decir top², que el presumido estadounidense usa al llegar a la villa. Pero luego sirve como la toalla que Oliver y Elio usan para limpiarse después del sexo (Elio, nervioso: “Mafalda siempre busca señales”; Oliver, confiado, mientras se limpia: “Pues bien, no encontrará ninguna”). La camisa manchada grita sexo gay más que cualquier otra cosa en este susurro de película, y la cámara se detiene en ella mientras se encuentra arrugada en el piso de la habitación. Para un espectador demasiado cercano, la camisa-toalla sucia parece tener todos los signos de que ha sido usada para evitar que la entrometida criada encuentre algo. Como dice el aforismo de Guy Hocquenghem: “Una verga siempre trae mierda de vuelta”.

Pero habiéndonos permitido vislumbrar –o imaginar– esto, la toma, en una variación del anterior paneo fuera de la ventana, se funde con la imagen de un hermoso lago al amanecer. Sabemos, por supuesto, que el uso convencional de un fundido es transmitir el paso del tiempo, pero la superposición sugiere de manera más pertinente que Guadagnino no podía esperar a poner la camisa sucia en la lavadora. ¿Se ha usado alguna vez un fundido [dissolve] de manera más literal: hacer el trabajo de remoción de manchas difíciles propio de un disolvente? Pero, en cierto sentido, la limpieza profunda ya había comenzado cuando, habiendo recién tirado el trapo real al piso, Elio le pide a Oliver quedarse con la prenda como recuerdo. Oliver accederá, por supuesto, y luego de que la camisa ha sido debidamente lavada, Elio la encuentra en su cama acompañada de una nota que vuelve a lavarla una vez más: “Para Oliver, de Elio”.

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Me gustó tan poco esta película que rompí mi arraigado hábito de quedarme hasta el final de los créditos: me fui tan pronto como las palabras “Call Me by Your Name” aparecieron en la toma de Elio mirando el fuego con ojos llenos de lágrimas. Pero cuando (para escribir esta reseña) vi la película por segunda vez entendí que, al irme cuando lo hice, me había perdido de la mejor toma en el film, una toma tan buena que hizo que me preguntara si al leer la película a contrapelo no había sido en realidad fiel a la complejidad de las intenciones de Guadagnino. Con los créditos pasando por encima de ella y los espectadores revisando sus teléfonos, la toma estaba destinada a ser ignorada, pero eso, me di cuenta tardíamente, era el desafío ético que nos lanzaba: el de no pasar por alto aquello que no necesariamente gritaba por atención. Me había perdido la toma inicialmente, ¿qué podría encontrar en ella la segunda vez?

El romance de verano de Call Me by Your Name tiene una coda invernal: la familia ha regresado a la villa para Hanukkah. La perfección digna de tarjeta postal de la nieve cayendo solo sirve para reforzar el calor festivo al interior del hogar: latkes cocinándose, fuego en la chimenea, la mesa reluciendo a la luz de las velas. De repente, Oliver llama por teléfono y es Elio quien atiende. “Tengo una noticia”: se va a casar. “Nunca dijiste nada”. “Ha sido algo intermitente por dos años”. El dolor es enterrado –o convertido en dolor de otro tipo– por el estruendoso júbilo con el cual, uniéndose a la conversación mediante la extensión telefónica, los padres le desean felicidad a Oliver: “¡Maravilloso! ¡Felicitaciones! ¡Mazel tov!”. Armonizando la sorpresa emocionada con la anticipación satisfecha (ya que en la cultura conyugal estas cosas las vemos venir), Sammy y Annella no podrían sentirse mejor ni aunque lo intentaran. Pero no lo están intentando; el punto es que ellos son naturales. Sin importar cuán lejos su conciencia liberal los haya llevado, su inconsciente siempre se pondrá del lado de quienes contraen matrimonio. Ellos son partidarios innatos del sexo positivo y publicitable, el sexo cuyos “signos” nunca es necesario esconder de la criada, la niñera pasada y futura de tales signos. El hecho de que el imperativo conyugal parece inspirar un apego más profundo, más automático, de lo que él es capaz no le resulta más fácil de procesar a Elio cuando Oliver, de vuelta a la comunicación uno a uno, comenta que el profesor lo trata como a un integrante más de la familia, “casi como un yerno”. Ojalá él tuviera un padre así – ¡Elio es tan afortunado! De manera predecible, Elio trata de reiniciar el juego de los nombres, pero está jugando solo. Oliver lo imita una única vez, para luego relegar secamente el hábito al pasado: “Lo recuerdo todo”.

La devastación de Elio en este momento viene de lo que podemos pensar como la imposición social de su abyección sexual: habiendo sido culiado [fucked], ahora está siendo jodido [fucked over] por las profundas normas de un mundo donde el matrimonio barre con todo lo que encuentre. No es necesaria explicación alguna para el hecho de que su amante se haya retirado a un compromiso heterosexual sin “decir nada”, o para el hecho de que sus padres hayan aplaudido la retirada como un retorno a una norma fundamental, o para el hecho de que su padre haya encontrado un yerno (léase, un hijo que continuará el linaje paterno) en el hombre que Elio prescientemente llamó “el usurpador”. En este barrido general, incluso los cuidados y atenciones de los cuales Elio ha sido el mimado receptor deben dar paso a la indiferencia.

Para representar el repentino aislamiento extremo del muchacho –lo casi absoluto de su no reconocimiento– Guadagnino lo filma agachado cerca de la chimenea, mirando el fuego y llorando. Es una toma muy distinta de aquellas que, por contraste, nos debe recordar: el lloroncito Elio con su madre, su padre, Oliver. Esta vez, el muchacho tiene el cuidado de que nadie vea sus lágrimas porque lo que ellas lamentan es su identidad recién encontrada y no buscada como alguien que nadie puede ver. Él mira “hacia” el fuego, a nada más que una interioridad que ya no puede imaginar encontrando expresión en la bruma de la Vida Bella tras él (¿Podría realmente Elio explicarle a las partes involucradas cuán completamente lo ha aniquilado el vínculo espontáneo que ellos han formado en torno al matrimonio heterosexual y el tipo correcto de sexo?).

La fuerza de la toma radica precisamente en su incómoda prolongación, su obstinado demorarse en Elio mientras él hace el duelo de su muerte social, a la vez que los créditos se precipitan sobre él y lo arrastran como un servicio funerario barato. La lista de nombres exhaustivamente inclusiva parece intensificar su pérdida tanto de un nombre como de un sentido de pertenencia, casi como si él supiera que están compartiendo la pantalla. Los matices infinitesimales que Timothée Chalamet, el virtuoso actor que interpreta a Elio, imprime en las expresiones del muchacho sugieren que los grados de la privación son infinitos, que la toma, en este sentido, podría ser tan interminable como los créditos finales siempre parecen serlo. Desde luego es Annella la primera en llamar a su hijo de vuelta a la Vida Bella: “¿Elio?”. Mecánicamente –es una habilidad familiar–, él comienza a girar su cabeza hacia ella, pero se detiene a enjugar sus ojos con su camisa antes de responder al llamado. Porque estas son, efectivamente, las últimas lágrimas de su juventud; es con “ojos en lágrimas” –en el sentido de Cordelia de una visión despejada– que él ocupará su lugar en la mesa de cenar. Allí, la película nos deja suponer, la única cosa que disminuirá el disfrute de las comidas caseras a su disposición es el conocimiento de que se ha vuelto, en todos los sentidos que cuentan, un fantasma. Y ese conocimiento, esta más que exasperante película también nos deja suponer, es el sentido último del paso a la adultez gay [gay coming of age], tan distinto de la salida del closet gay [gay coming out].

 

 

¹ https://www.hollywoodreporter.com/news/general-news/call-me-by-your-name-why-luca-guadagnino-left-gay-actors-explicit-sex-scenes-q-a-973256/

² Juego de palabras: en inglés, el sustantivo top se usa como término genérico para referirse a prendas de vestir que se usan para cubrir la parte superior del cuerpo, entre el cuello y la cintura (una camisa, por ejemplo). Asimismo, en la jerga gay el par topbottom designa los roles de “actividad” y “pasividad” en la relación sexual entre hombres. En castellano, activo y pasivo, respectivamente.

 

Originalmente publicado como “Elio’s Education” en Los Angeles Review of Books el 19 de febrero de 2018. Disponible en https://lareviewofbooks.org/article/elios-education. 

 

Por D.A. Miller

Traducción por Rodrigo Zamorano