- Por irresponsable o estúpido que pueda sonar, siempre he fantaseado con quedarme sordo. Así, privado de percibir conversaciones y ruidos, mi mundo y pasado se verían a salvo de muchas perturbaciones. Al mismo tiempo, me vería librado del vicio de prestar oído a asuntos ajenos. Me hallaría, imagino, más cerca de lo dizque sagrado de la imagen –o algo así; esta última frase claramente no da para tomarla muy en serio–, y mi mapa de historias y pensamientos se enriquecería, se haría más personal. Ante mí las imágenes se exaltarían, brillarían. En mi sordera ideal, incluso, podría encontrar una suerte de misticismo. Todas las cosas que se me aparezcan sin aviso, es decir, la mayoría, serían precisamente eso: una aparición, pero en su sentido más agradable.
- Tengo claro que es un anhelo de una frivolidad tremenda: hay sordos, y en particular los sordos congénitos, que han sido reducidos a vidas angustiosas, marginadas, sin formación ni posibilidades. Supongo que este deseo mío medio incoherente es parte de cierto amor por las palabras y las imágenes, un amor que tomó un desvío retorcido. También viene de una sensibilidad incómoda que me causan los ruidos ajenos, aquellos que no puedo controlar, y la necesidad que a veces me da de hacerlos desaparecer o, por lo menos, difuminarlos, ya sea con tapones, música ambiental o ruido blanco.
- “El oído, el más filosófico de los sentidos”, anotó Thomas Bernhard en una novela. Es una aseveración, como mínimo, discutible. Muestra mucha confianza en lo que puedan decir los demás, en esa forma de comunicarse, algo raro en Bernhard, sobre todo si nos acordamos de otra frase suya: “Desgraciadamente, sólo oímos siempre parlotear a los parloteadores, los otros guardan silencio, porque saben muy bien que no hay mucho que decir”. A estas alturas ya sabemos que las incoherencias que se pueden decir y escuchar son infinitas, y eso no es forzosamente algo malo.
- A veces, en momentos muy precisos junto a algunas personas, me fijo en la forma de las orejas. Parecen caracoles o espirales. Las palabras desembocan ahí y se retuercen, se enroscan, dan giros. Cada oración que entra, imagino, va convirtiéndose en otra cosa.
- Además, no sólo las palabras pueden entrar al oído sin control. Es sólo una imagen, pero piensen por favor en la oreja cortada que aparece tirada en un jardín durante el famoso comienzo de Terciopelo azul. Y en sus manchas verdosas y en las hormigas que le entran por el oído.
- “Abre el oído, / somételo / al silencio de las flores”, decía un haiku de Ueshima Onitsura. En efecto, tal como se dice acá, a veces somos capaces de estar atento a todos los ruidos alrededor. Pero no podemos cerrar el oído, por desgracia. Sería lo ideal, el fin de muchos problemas. El oído es uno de nuestros órganos que tenemos por fuera y como tal corre peligro. Es un órgano que a veces me parece torpe, carente de instintos, sin intuiciones que nos hagan seleccionar qué escuchamos y qué no. No es algo menor, porque es un órgano en extremo delicado: siempre estamos susceptibles a escuchar asuntos que no queremos, asuntos peligrosos, palabras demasiado cargadas. A veces, a menudo en medio de las noches o paseando por la calle o en cualquier momento de distracción, nos caen encima como un mensaje susurrado o parecido apenas a una ráfaga de viento y, sin embargo, cuando los percibimos ya estamos perdidos. En tales casos uno parece despertar por segunda vez, vivir una vigilia dentro de su vigilia de insomne. Así uno se descubre dentro de un ambiente extraño, el mismo lugar de siempre, pero distinto y peor, algo así como verlo convertido en el decorado de una obra, y con esto quiero decir que es el mismo que ya conocemos, pero en una versión bizarra. Y todo se nos vuelve una emboscada.
- Nuestra audición está siempre propensa a los placeres y los castigos. Acordémonos de cómo en Ferdydurke, la novela de Witold Gombrowicz, hay una escena de “violación por las orejas”. Por otro lado, también está la tortura que remata la película Audición de Takashi Miike. Allí la torturadora, utilizando agujas de acupuntura y alambres de piano que cortan hasta alcanzar los huesos, termina por dejar al protagonista, aparte de inválido, sordo. Todo eso mientras exclama una y otra vez “kiri kiri kiri”, palabra que en los subtítulos no aparece traducida e ignoro si significa algo. Y es incómodo cuando, ya sordo el personaje, la película se empantana en un silencio profundo, mientras la tortura continúa y el espectador se ve forzado a llenar ese vacío con su imaginación.
- Esa escena de Audición es un ejemplo de grito sordo, o grito mudo, según uno quiera verlo. Es una imagen conmovedora, si se piensa bien. Esa fuerza también está presente en dos cuadros que son famosos, supongo, por el mismo motivo: El Grito de Edvard Munch y Retrato del Papa Inocencio X de Francis Bacon. Ambos cuadros, ambos gritos, tienen ese efecto de crear una barrera o una carencia –o una pregunta– a través de la cual podemos observar. Por un momento nos transforman en sordos.
- ¿Acaso escuchamos esos gritos, los de aquellos cuadros famosos, sin necesariamente hacerlo mediante nuestros oídos? No es imposible. Pero sólo es posible, supongo, si ya hemos tenido la experiencia de oír un grito desgarrador. Para un sordo congénito debe ser más difícil. También él debe percibir una imagen de desgarro como la de cualquier grito, pero en su cabeza, imagino, es decodificada de un modo distinto y personal.
- Aunque el sentido de la vista tenga eso que echamos de menos en los oídos, los párpados, también acá cabe recordar otra escena famosa de violación: la de La naranja mecánica, en que Alex, el personaje principal, es sometido a la tortura de ver, atado de manos y con palillos puestos en los cuencos de los ojos, cosa que le impiden cerrar los párpados, una secuencia de imágenes que ejecutan en él una suerte de lobotomía.
- Aparte de citar obras de arte conocidas, tengo otro ejemplo más cercano de tortura auditiva: mi abuelo, que tiene tinnitus. Su enfermedad se desató desde el año en que se jubiló, lo cual es significativo, pareciera. Ya tenía serias dificultades auditivas, pero ahora quedó con una honda sensación de vacío. No sabe qué hacer con sus horas. No le gustan los juegos, ni le gusta tanto leer o ver la tele. Durante las madrugadas se inquieta por ruidos que no provienen de ninguna parte, que no lo dejan dormir y lo atormentan, y en algunas ocasiones le causan fuertes mareos. Su cabeza, a veces lo imagino, debe percibirla como una bóveda, llena de ecos. Mi abuelo, un tipo siempre abstraído en sí mismo, aunque nunca antisocial, ahora, en las escasas veces que trata de atender a alguien, se ve impedido de hacerlo porque le cuesta escuchar lo que le van hablando, y se aleja cada vez más de sus seres queridos.
- Desde luego, me da miedo terminar como mi abuelo, o peor. Quizá esto explique mi deseo torpe de cierta sordera. Tengo ciertas semejanzas con él, ciertas manías que no son las mismas pero tienen una raíz en común. Dado su carácter y el mío, nunca hemos conversado mucho, ni lo esperamos. Nuestra comunicación, de cualquier manera, es de una manera que me cuesta explicar, fluida y cariñosa, aunque simple.
- En Juan de Mairena, ese libro de Antonio Machado sobre un pedagogo inventado, hay un personaje particular: un alumno, designado en el puesto de oyente oficial de la clase. Podemos considerarlo como una especie de chiste, porque es claro que nadie escucha a nadie, no todo el tiempo. De hecho, el mismo profesor Mairena insiste en que no debe ser tomado en serio. Entonces elige a este muchacho que, insinúa Machado, no es precisamente brillante y que como buen oyente ideal es también, como cabe suponer, mudo.
- Nadie acostumbra escuchar a nadie. O lo que en realidad recibimos de aquello que los demás nos cuentan es prácticamente lo mínimo. Subrayemos eso. Los diálogos platónicos son, a fin de cuentas, todos imaginarios. Y algo más obvio e importante: están todos escritos, son obras de arte literarias, antes que nada.
- Pero volvamos a la sordera. Para el sordo, y en particular para un sordo congénito, que es el tipo de sordo al que más le cuesta entender o dimensionar el lenguaje de los demás, el mundo entero a veces puede lucir como un enorme y oscuro decorado. Muchas de las acciones que aprecia le pueden parecer mudas e inconexas, las ve efectuarse porque sí.
- “Un sordo inventó la escritura, o la escritura es la venganza de los sordos, una artimaña que nos ha hecho desconfiar de la palabra desnuda”. Esto lo escribió Fabio Morabito en El idioma materno. Es una idea hermosa y potente. Nos reconcilia con nuestras limitaciones, o con muchas de nuestras limitaciones. Aunque quizá sea una mentira, o más bien una exageración, sí corresponde reconocer las habilidades que se pueden desarrollar a partir de una tara. Hace unos días, un amigo, mientras le hablaba sobre este ensayo, me contó cómo los sordos que aprenden paso a paso a hablar, es decir, a aprender qué significa cada palabra y cómo ir conectándolas con otras, no pueden evitar usar metáforas para explicarse. Si quieren decir, por ejemplo, que su padre es fuerte, pues van a decir que su padre es un elefante o un oso, o cualquier animal o personaje que sea fuerte. A ese uso de metáforas, a menudo sorprendente, se le llama poesía natural. Surge espontáneo en ellos, y es una pena que más tarde, cuando ya aprenden el uso convencional del lenguaje, terminen por perderlo.
Por Nicolás Campos Farfán
Fotografía de Philip-Lorca diCorcia