Nunca me interesó el Museo del Prado. No disfruto la pintura particularmente y el precio de la entrada en los museos del primer mundo siempre me pareció un poco prohibitivo. Además la tarea de conservar el pasado en Europa me parece una redundancia. Por eso nunca había tenido ganas de ir al Prado hasta que, llevado por dos poemas de Álvaro Mutis, quise conocer a la infanta Catalina.

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Álvaro Mutis, de cuya muerte se cumplen hoy diez años, está entre mis escritores preferidos. La saga de Maqroll el Gaviero, que consta de siete novelas (a veces reunidas en un solo volumen bajo el título de Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero) son para mí una Biblia: en sus páginas se vislumbra un continuo de paisajes y personajes que hice míos. Lo leí muchas veces y lo releí otras tantas.

La cuestión es que Mutis estuvo enamorado de la infanta Catalina. Si entiendo bien, su primera declaración está en el poema «Una calle de Córdoba», del libro Los emisarios, que se publicó en 1984. Ahí Mutis cuenta que está tomando algo y, de pronto, tiene “la ebria certeza de estar en España”. La certeza y el adjetivo lo mueven a enumerar los distintos rostros del orbe ibérico que se le presentan mientras él está sentado, como dice el título del poema, en una calle de Córdoba: menciona a un personaje del Quijote, a un chofer que unos días atrás le dijo algo profundo y simple, al jerez que se está tomando en ese mismo momento mientras escribe el poema, la España arquetípica de los olivares bajo el sol, y finalmente llega a la infanta Catalina: “la España, en fin, de mi imposible amor por la infanta Catalina Micaela, que con estrábico asombro me mira desde su retrato en el Museo del Prado”.

Mutis escribe “imposible amor”: en 1984 él ya había cumplido sesenta años pero la infanta había muerto en 1597. Contemporánea del Siglo de Oro, del descubrimiento de Potosí y de la fundación de Buenos Aires por Juan de Garay, Catalina yacía bajo tierra hacía siglos cuando Mutis quiso creer que ella lo miraba.

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Al poco tiempo, en 1985, Mutis publicó Crónica regia y alabanza del reino. En ese libro incluyó el poema «Regreso a un retrato de la infanta Catalina Micaela hija del rey don Felipe II». El título es así, sin comas que den un respiro, trayendo al presente formas pasadas, supongo, del idioma y también del ímpetu castellano.

Así las cosas, me pareció que era hora de conocer el Museo del Prado: tenía que conocer a Catalina porque, básicamente, empecé a suponer que una excelente manera de consumar mi lectura de la obra de Mutis, que tanto me había marcado y que ya casi había agotado, era rendirme ante la misma fisonomía que le había hecho perder el juicio a él. Entonces decidí que apenas pudiera iría al Prado, pisaría la misma baldosa que ya había pisado Mutis y comparecería ante una veinteañera del siglo XVI.

 

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Finalmente fui a Madrid a ver la famosa final de Copa Libertadores entre Boca y River. Y cuando los hechos del Bernabéu ya se habían consumado me enteré, en uno de mis frecuentes paseos por el Parque del Retiro, que al Museo del Prado, que está al lado, se puede entrar gratuitamente los días de semana desde las seis de la tarde hasta las ocho de la noche. Es poco tiempo si uno quiere hacer un recorrido exhaustivo, pero yo solamente quería enterarme de quién era Catalina. La fila para entrar a esa hora era larga pero avanzaba rápido, así que después de un rato, no muy largo, me vi entre obras invaluables que me importaban muy poco.

Lo primero que hice fue preguntarle a un empleado, en el ajetreo de un pasillo y entre la turba que no quería pagar, dónde estaba la infanta Catalina. No tenía la menor idea. La escena se repitió con otro empleado y entendí que tenía que ir a la sección de informes y esbozar el asunto en términos precisos: que el escritor Álvaro Mutis me gusta, que él habla del cuadro de la infanta Catalina (me ahorré el tono lascivo de ambos poemas) y que por favor me dijeran dónde está. Del otro lado del mostrador había una mujer; primero se quedó pensativa y después me señaló un número de sala que, de paso, me hizo entender las dimensiones del Prado: por ejemplo 135 C. También me explicó más o menos cómo llegar y así fue que me interné en el laberinto de habitaciones hasta que encontré la indicada. Emoción: “este rincón del Prado que la guarda”. Era una sala chica, las medidas eran como las de un dormitorio generoso, y en las cuatro paredes había unos diez retratos distribuidos.

Empecé el recorrido y al cuarto o quinto retrato me encontré con una doncella irresistible. Propia de un tiempo diferente, habituada a las recámaras y las cortes y las gentes de armas y los duques, en su gesto había algo que me permitía ubicarla en el presente. Era poseedora de ese candor frutal que varias veces me ha dejado turulato.

Di unos pasos hacia el cartelito y lo confirmé: era ella. Más allá de la información sobre la época y el pintor, se elogiaba la “sutil transición cromática” del retrato o, quién sabe, de la retratada.

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Eran casi las ocho de la noche y el museo ya estaba cerrando. Todos nos arremolinábamos en la Tienda Prado; yo, en particular, buscaba un recuerdo (una taza, un señalador, algo) en el que se viesen las facciones o rasgos de la infanta. Los vendedores, invariablemente, me respondieron que no había tal cosa.

Estaba en eso cuando abrí el Whatsapp y, entre los chats más recientes, vi que la chica que me gustaba había cambiado su foto de perfil: una imagen saturada de significado se había ido y la nueva, que ya empezaba a llenarse, acababa de llegar. El arte noble del retrato, muchas veces secular, haciendo su gracia una vez más. Y el anhelo, lo mismo.

 

Por Alejandro Droznes