Pasolini creía en la fe, en lo sagrado. No así en la iglesia católica como contenedora y administradora de esa fe. La iglesia católica es la fe domesticada, al servicio de la burguesía. 

No sé si Pasolini creía en lo sagrado pero sí en su imaginería, o, para decirlo con otras palabras, en el poder de su imaginería; en sus íconos. Aunque no sé si definiría a Pasolini como iconoclasta.  

También creo que Pasolini, hasta cierto punto, creyó en cierto poder sagrado del montaje. No sé si del montaje en general, pero sí de la sutura que acontece entre un plano y contraplano. Sutura que permite el acontecer de milagros (como la cura milagrosa al niño en Teorema, ni hablar de los que hay en El evangelio según San Mateo). Sutura que permite acortar distancias imposibles, como acercar a Anna Magnani a su hijo moribundo en el final de Mamma Roma. Acercarlos en el plano/contraplano de sus rostros a pesar de que estén a kilómetros de distancia. Acercarlos en la imposible pero visible y espiritual temporalidad del cine. 

Siguiendo la línea milagrosa de la sutura: es algo que percibimos pero que no podemos ver en sí. Me explico: en un plano vemos al niño enfermo, en el siguiente a la ¿nueva? santa, y en el que le sigue al niño sano. La curación en sí se da fuera de campo. No, no fuera de campo, sino en el corte. En el corte en sí. Lo percibimos porque vemos el antes y después, pero no vemos el acontecer en presente del milagro. De la misma forma que la compañía del hijo y la madre, ese acercamiento, sucede por encabalgamiento y no en la espacialidad del encuadre. Algo que podría haberse logrado si Pasolini hubiese utilizado un fundido encadenado. Aunque ahí se perdería la cualidad fantástica de la sutura milagrosa. Es decir, al recurrir a la sutura y no al fundido encadenado Pasolini no olvida (o insiste en) la imposibilidad de que aquello acontezca en la realidad. Así, demuestra que es la maquinaria del cine la que permite dicho milagro, la que lo fabrica en imágenes.

En La rabbia está explícita la poética de su arte: invocar a las tradiciones del pasado en el presente para modificar el futuro. Lo curioso es que Pasolini no busca en el pasado la historia secreta. Es decir, aquella solapada a la historia oficial de los vencedores, sino que recurre a las Grandes Historias (así, con mayúsculas), a la Biblia, a los mitos griegos, a los clásicos de la literatura. Eso sí, distorsionados en el presente. Haciendo cuerpo ese pasado en los vencidos de la contemporaneidad: en el lumpenproletariado. Acciona en presente, desde el instante contemporáneo que supone decir “hoy, acá”, buscando torcer la injusticia del pasado y de la Historia poniéndole palos a su rueda. Así, un adolescente muriendo en la cárcel puede ser, gracias a la fábrica de imágenes que es el cine y a la predominancia de la iconografía religiosa, un santo.

El arte poética de Pasolini encuentra en el cine, arte del presente, el dispositivo ideal. 

Todo lo dicho anteriormente se tensiona al borde de romperse en su última película, Saló. Pasolini adopta (preferible a “adaptar”) la obra de Sade durante la ocupación nazi italiana, entre 1944 y 1945. En Saló no existe la sutura milagrosa ni el arte poética planteados antes. En Saló, el fascismo impera mediante sodomía, violaciones y torturas. La mansión decadente (no es casual la mención a Huysman por parte de los torturadores/verdugos) donde sucede la película es una maratón de torturas donde estos cuatro fascistas harán lo imposible. Entre horrores, se sientan en un salón lleno de cuadros a parafrasear a escritores e intelectuales para intentar dilucidar qué es lo que les pasa. Ahí aparecen el ya mencionado Huysman, Nietzsche, citas mal hechas de Baudelaire, etc. Entre los cuadros destaca un Juan Gris y algún que otro collage dadaísta. No sé a dónde voy con este catálogo de cánones artísticos. Quizás a destacar la inflexión en el arte poética de Pasolini: si antes se trataba de traer al presente los grandes relatos del pasado para distorsionarlos en el presente en una praxis política (y poética) revolucionaria; acá, en Saló, con las reflexiones intelectuales y las paredes llenas de cuadros por parte de los fascistas, parecería decirse que es inútil rescatar del pasado nada. Pero, a su vez, tampoco habría nada por hacer en el presente. La película misma no ofrece ningún tipo de justicia ni venganzas. La maquinaria fascista que lleva a cabo ese teatro de los horrores en esa mansión rural absorbe todo lo que se propone. Saló no propone soluciones, sí un estado de las cosas. Es una obra puramente pesimista, en donde la inherente cobardía del espectador de cine se vuelve voyeurismo de la maldad. 

El contrapunto de la sutura milagrosa en el pesimismo de Saló está en la utilización de la música. La música siempre es diegética, tocada por la pianista, en el salón donde se cuentan las historias. Al final de la película, la pianista se suicida pero la música no desaparece con su muerte. En la última escena escuchamos una ópera, en apariencia extradiegética, pero después nos damos cuenta de que provenía de un parlante ubicado en la sala desde donde simulan ser voyeurs. No puedo dejar de pensar en esa negación por hacer que la música venga dada, omnisciente, caprichosa. Como si Pasolini en esa decisión estuviese evitando confundir Saló con otra idea de cine más inocente, más ilusa, hasta diría más condescendiente. 

Por Ramiro Pérez Ríos