El aviso tiene colores brillantes. Muestra a una familia tipo encaramada a los bordes de una pileta y promete: “Disfrute de sus ratos de ocio con los suyos”. Por el texto, podría tratarse de una publicidad de una agencia de turismo, o de un constructor de piletas de natación, o de una discoteca, o hasta de la recomendación de una casa parroquial. Desde todos esos terrenos y desde distintas épocas se ha intentado definir y calificar al ocio que hoy, en este aviso, aparece impuesto por un “disfrute” imperativo. Tal vez sea un buen momento para preguntarnos a qué nos referimos.

 

EL OCIO COMO TIEMPO LIBRE

Que tal persona “no se encuentra disponible” suele ser una noticia que recibe con cierta frecuencia cualquier usuario de celular en esta época tecnologizada. Tal vez algunos de esos usuarios piensen el significado de la frase en términos de mercado amoroso y/o sexual. Más improbable será que haya otros que piensen que “disponible”, además, reafirma una concepción del tiempo que esta era del celular heredó de la industrial.

A partir de la revolución que se inició en Gran Bretaña en la segunda mitad del siglo XVIII, el trabajador ingresó en una estructura social y laboral que cambió su relación con la producción y con el dinero, y empezó a generar la idea de que uno es libre de disponer del tiempo propio.

Antes de eso, no existía una separación tajante entre tiempo disponible y no disponible: entre los griegos, por ejemplo, el ocio era un estado continuo del que disfrutaban las clases privilegiadas. Y más tarde, en la estructura medieval, era el trabajo  un estado continuo en el que el campesino vivía inmerso durante seis días por semana, seguidos por un séptimo en el que no se le ocurría hacer otra cosa que descansar. No había nada que pensar ni que decidir ni que elegir. En ese “tiempo flotante preindustrial” no se concebía esa separación entre tiempo propio y tiempo de los otros, sino que se consideraba que había una actividad diaria continua en la que se intercalaban pausas de descanso regulares.

Con el avance de los siglos el tiempo libre de los trabajadores postindustriales se empezó a considerar un valor, algo que contribuía a su desarrollo como seres humanos y al de la actividad en la que estaban inmersos. De hecho, durante el siglo XX algunos pensadores prefirieron dejar atrás el concepto de ocio asociado a la inactividad de las clases que no tenían que trabajar para asegurarse la subsistencia, para cambiarlo por el concepto de tiempo libre, en el cual toda persona obligada a trabajar para sobrevivir se dedica a actividades puramente recreativas.

Se hizo mucho por defender ese tiempo libre. Las jornadas de trabajo que a mediados del siglo XIX eran de 15 o 17 horas diarias y de 75 u 80 semanales en las fábricas europeas se redujeron a jornadas de 8 horas diarias y 48 semanales después de la primera convención que la Organización Internacional del Trabajo llevó a cabo en Washington, en 1919. Esa misma postura de apología del tiempo libre quedó plasmada en el artículo 24 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre que las Naciones Unidas proclamaron después de la Segunda Guerra. Incluso se llegó a fantasear con la idea de una “revolución del ocio”: un avance tecnológico que permitiera que cada vez fueran más las horas disponibles, es decir dedicadas a actividades desligadas de la subsistencia material.

El filósofo inglés Bertrand Russell ya había asegurado que la sociedad postindustrial podía permitirse esa organización del trabajo en un artículo escrito después de la Primera Guerra (a la que, digo de paso, se opuso tanto que lo destituyeron de su cargo en Cambridge y lo mandaron preso). Mientras sus compatriotas discutían las leyes laborales y por ende la relación entre ocio y trabajo, él defendía la jornada laboral de cuatro horas. El ser humano puede, decía, subsistir con lo que gana en cuatro horas y dedicar el resto de su tiempo a un ocio activo, a actividades –no necesariamente intelectuales o artísticas– que lo conecten consigo mismo y con la sociedad en la que está inmerso. Sin embargo no, esa organización laboral absolutamente posible se descarta en pos de la Moral del Trabajo que, decía Russel, es la Moral de la Esclavitud.

EL OCIO COMO AMENAZA

También Russell cuenta que a fines del siglo XIX, cuando él era chico y en Inglaterra se empezaba a discutir el tema de las vacaciones como un derecho que el Estado debía proporcionar a los trabajadores, una duquesa amiga de su familia dijo una de esas frases que la intuición infantil no termina de entender pero almacena igual: “¿Para qué quieren los pobres las vacaciones? ¿Qué harían si no trabajaran?” El sobreentendido de la señora es el mismo que manejaban los reformistas sociales contemporáneos a Russell y el mismo que maneja hoy el inconsciente colectivo: las horas sin trabajo pueden ser germen de todo tipo de perversión, sobre todo si esas horas son dispuestas por las clases menos favorecidas. 

En los años veinte del siglo homónimo los científicos sociales y los psicólogos estadounidenses no dejaban de publicar artículos y libros acerca del “Nuevo Ocio” y de la forma de administrarlo para que no se volviera peligroso. En esos años previos a la Depresión, muchas empresas habían empezado a seguir el modelo británico, que desde hacía varias décadas aceptaba que el sábado sólo se trabajara hasta el mediodía, y ahora había que ver qué hacer con todo ese tiempo libre agregado. Fue paradójicamente la Gran Depresión de 1929 la que contribuyó a lograr esa conquista laboral de reducción de horas de trabajo: para que el desempleo fuera menor se daban menos horas a una mayor cantidad de empleados.

Otra paradoja está en el hecho de que Henry Ford, que nunca tuvo muchas actitudes de alta sensibilidad social, fuera el primero en instituir el fin de semana de dos días en su fábrica. Un cómic de la época mostraba a un obrero sentado ante una pila de planchas de piedra en las que estaban escritos los Diez Mandamientos. El obrero había partido en dos el cuarto y, frente a la mirada horrorizada de Moisés, esculpía en otra plancha: “Trabajarás durante cinco días, pero el sexto y el séptimo son tuyos y puedes hacer en ellos todo lo que desees”. Darling, el creador del cómic, había dibujado el capó de un modelo Ford T en un rincón del dibujo. Ford, por supuesto, no había llegado a esa determinación movido por el altruismo sino por un razonamiento que se convirtió en previsión acertada: pensó que a ma yor tiempo libre más actividades recreativas, y por ende más uso del automóvil. Las décadas siguientes le darían la razón, ya que los viajes y las salidas de fin de semana empezaron a extenderse como un rito habitual durante el tiempo libre.

Esas medidas pudieron haber mejorado las cuentas de Ford, pero aun así no solucionaban el problema que tenían los reformadores sociales, preocupados por el destino que esos mismos trabajadores darían a todo otro día de tiempo libre. La sociedad americana, ya entonces decidida a educar a los suyos en el culto al trabajo y en el embotamiento personal, temía que ese ocio condujera a la bebida. Para mejorar ese mal, entonces, decidieron incentivar las posibilidades de consumo. Que en el tiempo libre gastaran el dinero, si no ¿para qué trabajaban tanto durante la semana? O que se emboten aún más, segunda solución para la que tuvieron que esperar al fin de la Segunda Guerra, cuando se produjo el boom de la televisión. Gracias a ella los americanos –según una encuesta de los años noventa– tienen la mayor cantidad de televisores per cápita del mundo y pasan tres horas de su tiempo libre diario mirando televisión. Un problema menos.

EL OCIO COMO SABIDURÍA

En las antípodas del ocio como embotamiento está el ideal de ocio de los griegos. Estos consideraban al ocio como un camino hacia la sabiduría por medio de la contemplación. Aristóteles, incluso, lo consideraba un medio para acceder a la felicidad, el fin último de la vida. El ocio no debía, según esta concepción, aportar ningún beneficio que estuviera más allá del logro espiritual, con lo cual la misma se opone también a los razonamientos de los pensadores sociales que vieron en el ocio una forma de mejorar la productividad.

Justamente cuando los reformistas sociales ingleses discutían este tema, el ensayista inglés G. K. Chesterton salió en defensa de un ocio que en algo se acerca al de los griegos. El, que no paraba de producir novelas, artículos periodísticos y críticas literarias, admiraba sin embargo la capacidad de no hacer nada, defendía al ocio entendido como espacio para dejar transcurrir el tiempo. Es porque se ha descuidado ese ocio, “porque … no se le rinde el culto necesario a la gran tarea de No Hacer Nada que el mundo ha perdido su filosofía e incluso ha fracasado en todo intento de crear una nueva religión”.

Los latinos, también en este tema, tomaron una actitud similar a la de los griegos. En el primer siglo de esta era, Séneca –el filósofo y orador que escribió también acerca de la ira– escribió un tratado filosófico en el cual el ocio aparece tratado como una actitud fundamental para acceder a la sabiduría. Y no sólo eso, Séneca tenía una concepción del ocio que seguramente aprobarían muchos psicoanalistas contemporáneos: era, decía, la oportunidad de ejercitar el recuerdo y por ende el reconocimiento de uno mismo. A nadie compadecía más, señalaba, que a esos hombres atareados que vivían negándolo todo en la juventud por no tener tiempo de recordarlo y en la vejez por no deprimirse al ver lo que habían dejado de hacer en sus vidas.

Robert L. Stevenson, él escritor inglés que pasó los últimos años de su vida en el archipiélago polinesio de Samoa, escribió una apología del ocio en la que también se refiere al modo en que la vejez se cobra su precio frente a aquellos que no fueron capaces de disfrutarlo a lo largo de la vida. Llama a estos “los muertos vivientes” y dice que se los puede reconocer por la mirada vacía y triste con la que esperan un tren en la estación. Se ve entonces, en ese modo vacuo de mirar, que no han sido capaces de abrirse a nada que estuviera más allá de sus ocupaciones convencionales, que cuando iban a la universidad no eran capaces de ver más allá de sus medallas, que cuando iban de viaje no eran capaces de ver más allá de sus negocios. ”Cuando aún llevaba pantalones cortos –dice Stevenson frente a un modelo hipotético– debería haberse trepado a los pescantes de los coches; cuando tenía veinte años debería haberse fijado en las chicas; pero ahora la pipa está muy consumida, la caja de rapé vacía, y nuestro caballero se sienta muy tieso en un banco, esperando el tren con la mirada triste. No me parece a mí que esto sea el Éxito en la Vida”, concluye antes de asegurar que si alguien no puede ser feliz sin ocio debe hacer todo para gestionárselo. Y agrega que para él se trata de un precepto revolucionario.

EL OCIO COMO PLACER

Florence Dixie, una lady inglesa que a fines del siglo XIX parte hacia la Patagonia con la intención de olvidarse del agobio que le producía la existencia londinense, representa sin grietas la concepción de ocio como placer. En principio, su pertenencia a la nobleza garantiza un ocio no productivo, puramente hedonista. Y luego su ocio está asociado con el viaje, actividad que recién entonces empieza a despegarse de funciones comerciales y/o gubernamentales para asociarse con el placer. Se va con un grupo de gente querida, lo que la libera de encuentros con desconocidos que puedan amenazar su deleite o sus conversaciones con iguales. Su periplo patagónico, que comienza en Punta Arenas asciende hacia los Andes, le despeja el cerebro de obligaciones mundanas, de conflictos sociales que amenazan los privilegios de su clase y, sobre todo, le permite recuperar el gusto perdido. El ocio y el gusto se unen literalmente: gran parte de esa recuperación se debe a los manjares –chorlitos alimentados con arándanos, patos salvajes, corderos y avestruces– que la naturaleza nueva le permite improvisar.

De hecho, gusto y ocio han ido juntos en varios momentos de la historia. En los yantares medievales el banquete de las clases ociosas –al contrario de los picnics de pan y queso de los campesinos– constaba de avutardas, ciervos, ocas, pollos, pavos, liebres, patos, perdices, faisanes –que incluso servían para revivir princesas melancólicas–, jabalíes y osos. Los invitados, que solían sentarse sobre almohadones de seda, matizaban todas estas carnes con una serie variada de condimentos: laurel, anís, menta y azafrán entre los más comunes. Esas mismas carnes, además, reforzaban el prestigio de los anfitriones porque eran producto de una práctica de las clases ociosas, la caza mayor. En el siglo XIX inglés, cuando se dio un proceso de democratización de las prácticas ociosas, la caza mayor siguió siendo un deporte exclusivo de la clase alta. Incluso, uno de los símbolos del poder inglés que la corona exportaba entre sus colonias: los maharajás de la India, por ejemplo, cuidaban la caza de tigres como uno de los estandartes del proceso de anglicanización al que se sometieron durante el dominio británico. En la Inglaterra  de principios del siglo XVIII el proceso de enriquecimiento que se empezó a expandir por una capa amplia de la población, se vio acompañado por una creciente popularización del café, del té y del tabaco (sí, en ese orden que desafía todo mito inglés, el café primero). Los señores tenían más tiempo –en aquella época la riqueza podía ser sinónimo de tiempo libre– y se juntaban para fumar su tabaco y beber en compañía. La lectura pasó a ser, entonces, un placer al que la gente dedicaba su tiempo libre. La mayor alfabetización, el papel más barato y las imprentas más rápidas fueron las razones principales que influyeron para que la lectura se extendiera como práctica y diera así lugar al ocio privado, una marca de la modernidad.

EL OCIO COMO CONSUMO

Justamente entonces, en ese siglo XVIII en el que Inglaterra empieza a enriquecerse gracias a su supremacía en el comercio de ultramar, es cuando se puede hablar del principio de la comercialización del ocio. Los trabajadores ya no se encuentran solamente en las calles, por las fiestas populares, sino que se reúnen en teatros, circos y carreras de caballos. El motivo de reunión, que desde la Edad Media estuvo fijado por las autoridades eclesiásticas ya no es la fiesta religiosa sino la diversión humana. Y esta, en todos los casos, está mediatizada por algún tipo de comerciante que lleva adelante ese circo, ese teatro, esa taberna. Cada una de estas reuniones es, además, una ocasión para beber y dar curso a tino de los productos de consumo más asociados con el ocio: el alcohol. En ese momento, cuando el trabajador ve que el dinero fluye a su alrededor y que puede convertirlo en bienes que justifican ganarlo, parecería estar el germen de nuestra condena contemporánea: casi todos optan por ganar más para gastar más en vez de ganar menos para tener más tiempo libre.

El OCIO COMO PEREZA

Si la Biblia no había alcanzado para convencernos de que la pereza es algo condenable, tuvimos las fábulas de infancia para recordarnos que la hormiguita de la que tanto nos reímos en el verano fue la única que la pasó bien durante el invierno. La pereza puede ser, para los religiosos y para los planificadores sociales, aún más nociva que el alcohol. Incluso más difícil de determinar, porque tiene su coartada: nunca es del todo evidente. Cuando el pensador francés Roland Barthes hace su apología de la pereza dice que puede tomar una de sus formas más dolorosas, que es la diversión: en pos de ella él puede matizar sus largas sesiones de escritura parisina con pausas para hacerse una taza de café, para hojear una revista, para regar una planta. Difícilmente se lo pueda acusar de estar haciendo fiaca entonces, entregado a la pereza: de hecho, está haciéndose un café para aumentar su atención, hojeando una revista para buscar un dato o regando una planta para que la pobre no se muera. Es decir, la pereza no tiene una actuación determinada, no se encuentra en los actos sino en la disposición mental. Porque incluso si alguien está sentado en una silla, mirando el vacío, puede argumentar que está pensando o –ya corriendo un alto peligro de inverosimilitud si lo pensamos en el mundo actual– que está entregado a la contemplación. La pereza se ha asociado con el ocio pero en realidad no tiene nada que ver con él: este último debería ser sinónimo de nada para hacer, mientras que la anterior supone una tarea demorada, postergada. De hecho, Barthes apoya esa división cuando se pregunta, retóricamente, por qué será que siempre se habla del derecho al tiempo libre y nunca del derecho a la pereza.

EL OCIO COMO INSTINTO

Desde que Aristóteles habló en su Historia de los animales de las sensaciones o estados que hombres y animales compartían –la sagacidad, la tristeza, la alegría, el temor o la cobardía–, la tentación de igualar comportamientos de ambas especies es una constante en la cultura occidental. A pesar de que desde principios del siglo XX la ciencia insiste en que nada oscurece más el saber acerca del comportamiento animal que establecer comparaciones entre este y el humano sobre las mismas bases, hay algo impregnado en la cultura popular que nos lleva a igualarnos con los animales. Tal vez sea un modo de pedir permiso para justificar nuestros instintos, una coartada para poder presentar al mundo nuestro lado animal.

Clemente Onelli, que fue director del Zoológico de la ciudad de Buenos Aires durante las dos primeras décadas del siglo XX, se tomó esa misma libertad para igualar humanos y animales cuando ya casi era un poco tarde para que la ciencia se lo perdonara. Pero él, que vivía rodeado de animales en su casa dentro del Zoo, tenía mucho para decir al respecto. En una serie de columnas que escribía regularmente, por ejemplo, clasificó las especies de su zoológico según los pecados capitales. La ira, dice, le parece inherente a todo animal, aunque en pocos tan paradigmáticamente expresada como en el tigre de Bengala. La envidia le parece la «pasión psíquica” que con más intensidad sienten los animales. La lujuria –que a veces analiza en combinación con la ira, como ocurre en el caso de los osos machos que llegan a matar de un zarpazo a la osa hembra cuando esta se excede en sus remilgos para la entrega– observada entre los monos de su zoológico le parece, sobre todo, producto del ocio al que esos animales se ven sometidos en el encierro. Nadia Boscarol, bióloga que trabaja hoy en ese mismo Zoológico, también se refiere a los efectos nocivos del ocio en algunas especies. El jaguar, por ejemplo, que nació para cubrir unas 5.000 hectáreas de territorio en las que tiene que supervisar, acechar, cazar y buscar pareja, se ve embotado por la actividad ociosa de la jaula. Los biólogos del Zoo, para revertir esta situación, han ideado ahora un sistema de obstáculos que saque a esas especies de su letargo: se les coloca los alimentos a una altura que implique esfuerzo de obtención, se les propone toda una serie de juegos. Otras especies, en cambio, parecen creadas para el ocio. El león, por ejemplo, que duerme 20 horas por día. O los osos, que pasan casi todos los meses invernales durmiendo. O los reptiles, que se mueven sólo para alimentarse, copular y pelear por su territorio. O las ranas, que no se mueven ni siquiera para cazar alimento porque su estrategia no es la de la persecución sino la de la espera del momento justo para capturar al insecto incauto. Nadia Boscarol aclara repetidamente que aun así no podemos hablar de hábitos ociosos porque, como se ve, en esa quietud el animal está siempre haciendo algo: recuperando energías, digiriendo o esperando a sus presas, y sobre todo porque no quiere aplicar términos del comportamiento humano al animal.

Es decir que, si por un obcecado intento de personalización, por guardarnos el privilegio de sortear un día de furia urbano yendo a ver la jaula de los lagartos al sol para sentir que alguien nos comprende, que alguien realiza nuestros sueños, que hay un instinto animal que justifica nuestro ocio, tendremos que recurrir a los escritores previos al siglo XIX. A Claudio Eliano, por ejemplo –el maestro de retórica que escribió en griego la Historia de los animales–, cuando describe los hábitos de los zánganos: “El zángano se esconde de día en el panal, pero por la noche, cuando las abejas reposan, invade el terreno en el que ellas trabajan y se comporta como un vándalo en la colmena. La mayoría de las abejas duermen, por el mucho cansancio que experimentan, pero algunas montan guardia, de modo que cuando observan lo que ocurre, apresan al bandido, le dan una paliza más o menos leve y lo echan fuera de la colmena. Pero los zánganos no se corrigen ni siquiera de esta forma, ya que son glotones y ociosos por naturaleza”. Todo indica que a veces, para aceptarnos ciertos comportamientos, es más sabio recurrir a la fábula que a la ciencia.

EL OCIO COMO CREACIÓN

Cualquiera que haya prestado atención al dialecto de hombre ocupado porteño se habrá topado con la frase “ocio creativo”, con la cual aquellos se refieren a ese período usualmente breve de tiempo en el que interrumpen su rutina opresiva para cambiarla por una actividad –un viaje, una salida, incluso la práctica de algún deporte– que los inspire para encontrar estrategias más efectivas para aplicar a su vuelta a la rutina. Esta idea del “ocio creativo” se sustenta, entonces, en el sobreentendido de que el fin último de la vida es lograr el mejor rédito dentro del terreno de esa rutina. Si mis azarosos estudios de campo no me engañan, podría asegurar que el ocio creativo como frase pertenece exclusivamente al dialecto del hombre de negocios. Es decir que en su caso habría un eufemismo en el cual ”creación” está reemplazando a “generación”, ya que normalmente su rutina está focalizada en la idea de generar dinero más que de crearlo. Y el ocio sería, según esa línea de pensamiento y contradiciendo la aristotélica, un subsidiario del trabajo. Más allá de las implicancias de esa frase, existe un consenso común que supone que el terreno donde más se puede ver la relación del ocio con la creación es el del arte. Que el tiempo libre es el que brinda el espacio necesario para enfrentar cualquier proceso creativo. Que el artista, en definitiva, es alguien que está la mayor parte del tiempo disfrutando de su tiempo o de los placeres con los que se suele asociar al ocio. “Duerme hasta el mediodía porque es escritor, o se la pasa todo el día mirando chicas desnudas porque pinta” son algunas de las frases en las que se revela este sobreentendido. Pero, en verdad, esta asociación de ocio y creación es sólo un prejuicio: cualquier artista sabe lo trabajoso que es su arte. Y cualquier artista de principios del siglo XXI sabe también que, aunque se tome todas las libertades en el momento de plantear su obra, esta se convertirá luego en un producto dentro del mercado.

A principios del siglo XX, G.K. Chesterton analiza ese lugar común que asocia arte a ocio y encuentra un punto en el cual se unen. Al contrario del ocio entendido como práctica de un deporte, por ejemplo, donde una persona tiene la posibilidad de hacer una cosa –una tarde para jugar al tenis, un fin de semana de pesca–, el arte brinda a la persona la posibilidad de hacer cualquier cosa, de crear todo un universo. Lo cual hace ingresar otro ingrediente fundamental en esta disquisición sobre el ocio: la libertad. No es que el artista sea ocioso porque no está sometido al trabajo sino porque disfruta de libertad para desarrollarse en él.

EL OCIO COMO QUIMERA

Aquella sinonimia nos acerca a la más incómoda de las preguntas: ¿existe tal cosa como “el nada para hacer”? ¿Hay alguna forma de asociar el ocio a la libertad, a la absoluta disposición sobre el propio tiempo? Tal vez lo más parecido a eso fue el ocio tal como lo comprendieron los griegos, como estado ideal para el ejercicio del diagogos, o el ocio de las aristocracias europeas previas a la Revolución Industrial. En la sociedad actual, al contrario de lo que vaticinaron las optimistas “revoluciones del ocio” de las primeras décadas del siglo XX, el ocio como posibilidad de no hacer nada se ve remota. La ansiedad y el pánico al autorreconocimiento que propicia la sociedad contemporánea como estados del alma avanzan justo en la dirección opuesta. La idea de improductividad también: ahora se supone que el tiempo libre, además debe ser provechoso para algo: para mejorar el estado físico, para hacer sociales que muchas veces tienen algo de lobby, para mejorar el nivel cultural. La industria cultural –a la que Edgar Morin llama “la segunda industrialización”– ha crecido, de hecho, durante el siglo XX y, como tal, ha adoptado todos los condicionamientos y reglas del mercado de cualquier otro tipo de bienes. Ahora, como bien a consumir, presenta una característica curiosa: es bastante habitual que cuando alguien opta por la cultura cuando tiene algo de tiempo libre sienta que está haciendo algo “que le hace bien”, que lo mejora como persona. Al contrario de otros bienes que se consumen en ratos de ocio –bebidas, manjares, vestuario–, los culturales tienen algo de medicinal: existe toda una franja de consumidores que, por ejemplo, sale de ver una exposición de fotos más satisfecho por los puntos que sumó a su nivel cultural que por el goce experimentado. Con lo cual, aunque nunca se siente a pensarlo, su tarde de ocio tuvo menos de libertad y de placer que de trabajo sobre la personalidad propia. Lo mismo sucede con los viajes, que a partir del siglo XIX y fundamentalmente del XX, se convirtieron en una de las opciones habituales para el tiempo de ocio. La industria turística ha avanzado tanto en sus propuestas que al final de cada viaje lo más probable es que el supuesto ocioso vuelva más alienado y agotado que nunca. No en vano suele decirse que se necesitan vacaciones para reponerse de las vacaciones. 

El estudioso Witold Rybczynski, profesor del prestigioso Wharton College, llama la atención sobre lo trabajoso que se ha vuelto el ocio en los tiempos que corren. Cada vez más, dice, las actividades que se llevan a cabo durante los ratos de ocio tienen que ver con una preparación determinada –”antes la gente jugaba al tenis, ahora trabaja el revés” es tal vez la frase que mejor sintetiza esta idea– y busca en ello una explicación que, claro, iba a remitir al trabajo. Esto sucede, dice Rybczynski, porque el hombre contemporáneo se siente cada vez más alienado de su trabajo, más automatizado, sólo comprometido con él por una mera cuestión de subsistencia o por una de poder, y por ende busca en los ratos y en las actividades del ocio esa posibilidad de realización que ya el trabajo no le suministra.

O existe una versión más triste –y lamentablemente más local– de la relación entre ocio y trabajo, y es aquella que atañe a las personas desocupadas: la ausencia de uno de los dos términos niega a su opuesto y el ocio se convierte entonces en la esclavitud del que está sometido a una parálisis. El tema es que el ocio pensado hoy como ejercicio de la libertad, como derecho absoluto a hacer absolutamente nada está permanentemente cruzado –y por ende negado– por las insatisfacciones crecientes del mundo contemporáneo, por sus exigencias, por el pánico que ese mismo mundo siente a parar un poco para ver en qué consisten sus supuestos objetos de deseo. 

Por María Sonia Cristoff

Originalmente publicado en Latido número 20, febrero del 2001. La transcripción y lectura de este texto no hubiese sido posible sin el gran trabajo de AHIRA, el Archivo de Revistas Argentinas.

Edición por Miguel Ángel Gutiérrez y Luciana Zurita

Transcripción y selección por M.Á. Gutiérrez

Foto de portada de Philip-Lorca diCorcia