…nos íbamos caminando lentamente por sus pasillos techados y sus semidesiertas explanadas agrietadas, en silencio, con ese paso oxigenado y feliz que sólo se obtiene después de nadar.

Martín Cinzano, “Nadar”

 

1. Es un hecho que la derrota, el fracaso particular, específico, otorga una ilusión de autoridad. O, como ha dicho Bielsa, más se aprende de una derrota que de una victoria, siempre esquiva, escasa y hasta detestable; desde la posición del derrotado, claro está. Es también un hecho el que, ante un cúmulo de emociones diversas, el jugador, incipiente o veterano, aprendiz o experimentado, aun consciente de sus limitaciones, vibre al son de esporádicas, breves e interpretables victorias; dentro de las que caben, por cierto, las llamadas “victorias morales”. El capital, cómo no, nuevamente es engendro creador de males –también en el deporte– incluso en la tierra del éxito y los deberes. Latinoamérica es un pueblo al sur de Estados Unidos, pero, para el caso, también al sur de Venezuela, de Cuba, de República Dominicana… es como si el continente entero, desde el río Bravo, fuera un pueblo al sur de todo el mundo; lo que se aprecia de manera exacta en el idiolecto chileno, siempre solazado en la manía de revolcarse en el lodazal.

2. Y de un momento a otro, la final del estilo mariposa, el más elegante de los estilos. Nadar es más que un deporte o afición. Nadar es un encuentro, una trascendencia, un cierto misticismo, sin ánimo de ponerme denso. Al poeta Franklin, por ejemplo, le robaron su bicicleta (que, en rigor, era también la mía) al dejarla encargada a unos patipelados de la esquina, mientras se agenciaba unas botellas de licor. A Cinzano, cuya nobleza deportiva y literaria lo obliga a reparticiones todavía más oscuras, se la robaron mientras miraba el heroico acto de avanzar en condición acuática, rumbo a la pared azul, al fondo, rumbo al récord. Si hubiera visto una final, pienso, de los cien metros planos, incluso aquella histórica, la de Seúl, con un dopadísimo y súpermusculoso Ben Johnson destrozando los cronómetros (en tiempos sin zapatillas impulsivas ni recortán gelatinoso) en escalofriantes 9,79 segundos, tampoco se la habrían robado. Esta, además, es una excusa para retratar, desde la fotografía, desde el personaje cheeveriano, el quid de que no se está (y que se sabe que no se está) en un momento de inmanencia, el punto máximo de una derivada, el cuerpo en máxima altitud, en detención, fijo antes del descenso. Es ese momento, exactamente ese momento.

3. Entonces, el abandono. Rayar la propia cancha no resulta. La cancha es una ventana, digámoslo así. Abandonar el texto es irse un rato a merodear la psiquis de la superficie, el rodeo: la meseta, como es conocido el hecho narrativo, en el entorno de edición. ¿Será que es difícil, por no decir imposible, equiparar el silencio con el tenis? Seguro más de alguien lo intentó. Y alguno de esos “alguien” creyó que lo logró. Todos, al final del día, nos contamos una historia en la que creer, y la creemos. 

4. La borrachera como plus ardiente de la hinchada. El supuesto rasgo punkirrebelde de drogarse con remedios, o tomar y vomitar sobre los árboles que se acaban de plantar. Eso y buscar un análisis que coincida con la épica, el grito, subirse a la reja y escupir a los pacos. ¿Superaremos alguna vez el tedio de la repetición y la impostura? ¿Se abrirán alguna vez, realmente, las grandes alamedas? 

5. La crónica, se dirá, es una forma soterrada (aunque en mi opinión, de soterrada, nada) de escribir memorias, una biografía, o, derechamente, una autobiografía. Tentación ineludible, por razones varias, entre ellas, es el material más fresco y a mano que podemos describir. Es así como, parodiando a “Los goles que no vi” (quinta crónica de este compendio), podría decir, en mi caso, que el mejor doble de mi vida lo convertí en el aro sur del gimnasio uno de la UFRO, en Temuco: en plena bomba esquivé a dos jugadores titulares –y a un suplente– de equipos DIMAYOR, me elevé en una contorsión imposible y encesté con tranquilidad y elegancia. El profe se me acercó después del entrenamiento y me invitó a ser parte de la selección juvenil de la universidad. De seguro, aquel fue el peak de mi historia deportiva. Tal como el gol de chilena de Cinzano, entre dos árboles y la anécdota, de sobra conocida, del partido sin público y, antes, del partido en Moscú. Solo agregaría la “curiosa” goleada de Argentina al mejor Perú de la historia (un evento más olvidado de lo que debería) y aquella tarde en Quintero, cuando –junto al autor de La afición– alentamos al legendario Rayo. Y sí, efectivamente, lo vi gritarle al lineman desde el otro lado de la reja: ladrón, saquero, vendido, cuánto te pagaron… solo por el gusto de la provocación, solo por llevar la contra.

6. Una conversación, un diálogo, casi una entrevista. Pusieron una bomba que estalló dentro de un bate, en el diamante (cancha de béisbol) del Estadio Nacional. Haciendo memoria, como que me acuerdo… Nadie sabe quién fue. Aunque, lo más probable, es que hayan sido los mismos de siempre. Es verdad, a nadie le importa el béisbol en Chile. Obviamente –por el lugar, deporte y víctima– aquella explosión era un mensaje, pero, como dice el mismo umpire, después de un tiempo la masa olvida, olvidamos, hasta que la rueda vuelve a empezar. Una y otra vez…

 

Treinta años después…

7. El COVID afecta al mundo entero, excepto a un cronista que persiste en su rutina de recostarse sobre el piso, rumiar cada dolor y observar la televisión (sí, existe todavía) para comentar a gritos –él desde la sala, ella en el jardín– algún gesto o movimiento de un atleta, equipo o deporte en el contexto de unos muy originales Juegos Olímpicos. La sorpresa es un relato triple, el de unos juegos equis, donde algunos ganan, otros pierden, el de una tozuda enfermedad que devino en gripe fuerte y el de un devenir interno, que, aceptémoslo, es el de siempre. Es así como el relato triple acaba como todos los relatos triples: con el salto triple.

8. “Ni siquiera lo pienso como una corazonada, porque el apostador, sabes, no tiene corazón”.

9. El arte de la fotografía, la pose, la naturalidad, la edición, la instantaneidad: “Nuestra apariencia completa es como una indicación al mundo para que piense en nosotros de cierta manera, pero hay un punto entre lo que deseas que la gente sepa sobre ti y lo que no puedes evitar que sepan de ti”.

10a.  Hasta que llegamos a este punto, la algidez, decían antes, la gloria escritural, los 8.849 metros; una crónica de perfección casi absoluta, mezcla de policial, derrota, ansia, afición, fanatismo, investigación, moralidad y chanterío. De una pulcritud pocas veces vista. De una honestidad brutal. ¿Qué pensará el estudiante-jefe casi embaucado al leer esto? ¿Cómo acabará la historia? Es el único relato del libro que leí en dos tandas. No porque fuera demasiado extenso, sino por no querer que se acabara. Con leves rasmillones al imperio (repetitivo, cierto, pero si no es acá, ¡dónde!), no se empantana en peroratas anticapital o en desajustes sociales de raigambre sostenida. Acá se está en la capital del imperio (o una de ellas), gozando, un poco a escondidas, un poco con cargo de conciencia, pero gozando, entre otras cosas, por estar en el imperio, así, tal cual; con una sensación de logro, de “haberlo conseguido” que tiñe, momentáneamente, la derrota propia del imperio: los chiflados, los sin casa, los que hablan solos. “Si me voy a perder (…) lo mejor será hacerlo cerca del mar”. Aplausos. Telón.

 

10b. Efectivamente, la película termina como empieza. O, parafraseando a uno de los personajes (el que sueña que le ataja a un seleccionado brasileño y luego, ya despierto, lo cuenta como parte de sus andanzas y hasta lo publica como si en realidad hubiera pasado): lo que termina como tragedia, comienza como un viaje por encargo, o algo parecido (“Eso les encanta a los escritores: decir cuán miserables son”, gesto con el cual, al fin, el narrador, autor y persona, se reconoce un escritor).

Y no sabremos el final, porque, claro, no hay final. El narrador se pasea como Pedro por su casa, no solo por cuartos protegidos, enguantado, revisando cartas y copuchas (materiales, los llama, elegantemente), y elucubrando su partida, su afición por el juego de pelota, denostado al sur del mundo, amado hasta el delirio por algunos escritores de la tradición policial.

Y acá, perfectamente, podría haber terminado todo…

11. Este ha sido un viaje, epocal y geográficamente, extenso, intenso. Incluso ocurre una inserción de una escena algo dispersa, amigos que desaparecen, un concierto en Chile, la consabida referencia a la dictadura en el Nacional, pisco que pasa de mano en mano, una caída, un punzón y una frase adjudicada a Bowles: “El suplicio consiste, precisamente, en no poder renunciar por completo a la esperanza”. Tanto Bowles, como el cogotero, o los amigos y Marsalis, aparecen y desaparecen como cayéndose en el foso de agua de los tres mil metros. Como la presente crónica, aparece y desaparece. Así, sin más, sin poder siquiera culpar a Pinochet; o tal vez sí.

12. El recurso maniqueo: fachos/no fachos aletarga cada tanto, es cierto, pero qué diablos, es la última crónica y, además, es sobre el Cóndor Rojas, el mejor arquero chileno que vi jugar nunca. Cómo olvidar las icónicas fotos con ese Colo Colo campeón del 86: de pie a la derecha y con camiseta auspiciada por LAN Chile, el cabro chico colado de siempre, y junto a él, el Cóndor, de brazos exactamente paralelos al césped, y hacia la izquierda el Chano Garrido, Óscar Rojas, el León Astengo, Chupete Hormazábal, el Káiser; de cuclillas, de izquierda a derecha, el Chico Jáuregui, el Pillo Vera, Juan Gutiérrez, el Tractor Ormeño (verdadero artista en el denostado oficio de pegar chuletas) y cerrando a la derecha, el inmortal Pájaro Rubio. De fondo, un Nacional hasta las banderas… Es curioso, pero ese equipo perdió cinco partidos ese año, contra Naval (hoy en la quinta categoría del fútbol chileno) y Fernández Vial (en tercera categoría), contra Cobreloa (hoy a los tumbos en Primera B y que tenía jugadores tan deslumbrantes como: el Gato Osben, Tabilo, Gómez, Escobar, Merello, Puebla, Letelier, Covarrubias); contra Palestino (aún en Primera, con Dubó, Rojas y Fabbiani, entre otros, dirigidos por el tristemente célebre, Orlando Aravena) y contra la U. Otros tiempos, claro; previos a las casas de apuestas, a los contratos hipermillonarios, a los cadetes que al firmar su primer contrato corren a comprarse el último Ferrari y a llenarse de tatuajes. Algo cambió en el camino, y no para bien. Y acá termino mi alocución pseudoideológica, es suficiente. El mismo Cinzano, como buen cronista que es, sabe fraccionar este tipo de discurso y administrar los tiempos en esporádicos bufeos, reclamos en boca ajena, tanteos episódicos…

La crónica es un capítulo que desencadena otros capítulos. Doce estaciones para alcanzar un último baile, parodiando a Michael Jordan. Algunas estaciones son como la Central, pero varias otras son como la de Teno, o la de Longaví, con respeto, o la de San Carlos; lugares en donde aún se suben vendedores ataviados cual garzón, mantel blanco a la escotilla, para ofrecer productos de la zona: pastelitos, chalequitos, el diario “La Razón”, “La Opinión”, “La Discusión”, mermeladas, longanizas… Y entre todo y, ante todo, la afición avanza, retrocede, se inquieta, inmoviliza. La atención de La afición redunda en su lectura ágil, la mayor parte de las veces, algo azorada, en otras, pero siempre de una precisión e interés desvergonzado.

Y es así como el tren avanza, el bus en L.A. o la micro destartalada desde Conchalí a La Reina. Es así cómo se observa el mundo, la ciudad, los vagabundos, imaginando un eterno diamante, una cancha, una reja en la que treparse y gritar, por el gusto de gritar… Es también así cómo se despacha la sublime frase, para el bronce, y nuevamente pienso, ahora sí hay que terminar, esto se acaba señores, es el minuto noventa, la cuenta va seis cero cinco cero cuarenta cero, la chicharra está sonando, baja la bandera a cuadros… Pero no, se suceden las imágenes como retazos de “no actuaron hoy”, entre la micro, el Lucho Pérez y nuevamente el glorioso León Astengo, el fútbol alemán, Migajita… No hay otra posibilidad, pienso, esa frase excelsa debió concluir la historia, el relato, todo el libro. Y aun así, la cita final tiene sentido, eso de “no ocurrió nada, nada” es brutal, poderoso, suficientemente reflexivo. Pero la anterior es la que dice todo, es el resumen, es el colofón, The End.

Por Carlos Almonte

Sobre:

 

 

La Afición

Martín Cinzano

Laurel

2023

140 pp.