No es sorpresa para nadie, a la gente le cuesta quedarse quieta y callada. Sobre todo si son un par de horas y en silencio. O algo así, porque en el cine, hoy, no se respeta ni el silencio ni la oscuridad. Se ha vuelto común la gente que ya no va al cine “por la gente”, que prefiere quedarse en casa, donde en cualquier momento pueden pausar la película y hacer otra cosa. Hay un debate, a estas alturas medio aburrido, de si la experiencia casera se puede homologar a la sala de cine. Me asumo, desde ya, como un ritualista de la sala de cine, y es por eso que vengo acá a apuntar con el dedo a aquellos que, como si fueran bebés llorones en un bus de larga distancia, arruinan la experiencia. Un inventario de espectadores insoportables, una serie de acciones y personajes que me han causado tanta incomodidad que se han quedado a vivir conmigo. Allí están los que demoran minutos en abrir un paquete de dulces, o los que gustan de comentar sin matizar la voz. No hay que dejar afuera a los que llegan tarde, hablando y con la linterna del celular prendida, y que a veces, incluso, tienen el descaro o la torpeza de querer sentarse al centro de la sala. Tampoco hay que olvidar a una especie nueva pero no menos insoportable: los que están pendientes, celular en mano, para capturar momentos de la película y subirlos a Instagram, como si a alguien le fuese a importar más allá de una audiencia imaginaria. A veces no tienen ni la decencia de bajarle el brillo al aparato y toda persona que está detrás o al costado pasa de mirar la pantalla de cine a mirar la pantallita del celular, recordemos que no hay nada más distractivo para la mirada que una luz nueva que aparece entre la oscuridad. Pero esa no es la pantalla que pagamos por ver, ni mucho menos la que deseamos ver. De qué sirve, además, estar pendientes de una escena fotografiable si el objetivo es capturarla. Como los japoneses en los museos, que sacan fotos a todo para luego ver los cuadros tranquilos en su casa, el instagramero del cine traslada su goce del cine a la red social, y en ese desplazamiento nos distrae a todos aquellos que, concentrados, miramos la película.

 

Pienso que hay dos contratos en la sala de cine: el silencio y la oscuridad. El primero se puede alterar si el sonido que se produce es involuntario o tiene una razón de ser. El segundo no puede romperse bajo ningún concepto. El celular –no descubro nada– existe para hablar en cualquier lado, es decir, que si hay una llamada urgente que hacer o atender, puede hacerse fuera de la sala sin molestar a nadie. Recuerdo que en la última edición del Festival de Mar del Plata, en la función de Duro de matar, tenía un tipo al lado metido en su whatsapp. Cuando le pido, amablemente, que si puede apagar el celular, me contesta que no porque debe estar pendiente de su hija enferma. Yo le respondí, ahora menos amablemente, que no me parecía que chateando durante Duro de matar fuese a solucionar nada de la enfermedad de su hija. Me miró bastante feo y se fue, y qué bien: un espectador molesto menos y un padre un poco menos ausente en la crianza de su hija.

–”Papá, dónde estabas cuando tenía fiebre?”
–”Viendo Duro de Matar, hija, es que vino McTiernan a presentarla.”

 

Así nacen algunos afectos trastornados.

 

Hay un divertido texto de Roberto Arlt que se llama Calamidades –así como podría llamarse este– en el que enumera ciertas costumbres horribles de la gente en el cine. Nombra también a los ruidosos y a los que comen, o al acomodador que molesta con su linterna, hasta el hartazgo: “me levanté y me marché, lamentando que las ametralladoras no constituyan un artículo de fácil venta”. Cierra el texto, apurado por la extensión alcanzada, con una diatriba certera hacia la “fauna del cine”, de la que se podrían escribir “una docena de notas”.

 

Otro espécimen de esta triste fauna es el pesado (siempre son hombres) que gusta de evidenciar que conoce las canciones de la película, tarareando o haciendo percusión de muslos; otro parecido pero mucho más pedante es aquel que le dice a su compañía del día lo mal que están los subtítulos, es que él, por si no sabía toda la sala, habla japonés, y le parece crucial la diferencia que los encargados de los subtítulos han soslayado entre “nos vemos” y “hasta luego”, por ejemplo. Un insoportable basado en hechos reales. Otros de esta calaña son los que hacen ruiditos constantes con la boca, chasquean la lengua y refunfuñan cuando algo no les gusta, o los fanáticos de apretar un lápiz como si fuese un gotero de suero y se estuviesen deshidratando. Peor, según el sentido que más sensibilidad tenga cada uno, es el personaje hediondo, que genera una isla de repulsión alrededor, un campo de fuerza repelente. No me refiero acá a cierta gente de la tercera edad que arrastra sus pies de una sala a otra y que claramente vive en condiciones que no le permiten tener un mejor olor. No, me refiero a aquellos que tienen tres desodorantes en la casa y al parecer son alérgicos a usarlos. Los amigos de estos espectadores son la vieja pesada que no se calla, el viejo que pareciera calentarse con las escenas de sexo y que gusta de comunicar aquel sentimiento, o el señor roncando al son del blanco y negro, y ni hablar del infeliz que goza pateando la butaca de adelante. 

 

Deseo también hacerme cargo del lugar que ocupo en esta fauna, el del tipo que hace callar a la gente, que menea la cabeza desaprobando a los que hablan, que es demasiado permeable al ruido y la luz; el amargado, el que va solo al cine y quiere ser envuelto por esa experiencia sin que le ataquen los otros sentidos que nada tienen que ver con la sala. Escribo esto pensando en que ojalá todos pudiésemos odiar lo mismo asumiendo, de paso, que también puedo ser un espectador insoportable, y que quizás también merezco ser juzgado por eso. 

 

Me enojan, sí, lamentablemente. Porque me distraen de lo que más me gusta, y podría hacer, como hizo tanta gente que conozco, y no ir más a la sala de cine. Pero no podría renunciar a pelear mínimamente por lo que quiero, a gritar “celular!” cuando aflora la pantallita, o sacar desde mis adentros mi mejor “Shhhhhhhht” cuando las cotorras patean la jaula. Silencio y oscuridad, eso es todo, no pido nada más. Dejen que la película hable y su luz brille, en vez de siempre estar intentando que la experiencia se vuelva sobre ustedes, gente molesta. Perdón lo pesado y categórico, sé que en otros lados es común que todos se porten adecuadamente. Recuerdo que todo lo contrario me pasó en Colombia, en un cine de Medellín, donde era la única persona que estaba en silencio en toda la sala. No se confunda esto con un ataque contra aquel manoseado carácter de lo popular del cine, en tanto no me interesa aquí abordar una experiencia que pueda acontecer en una sala de centro comercial, habría que contar unos cuantos escándalos, peleas, comida volando por los aires y parejitas ruidosas. Acá me refiero puntualmente a las salas que frecuento, a las salas independientes y a los festivales de cine, donde al público se supone que le gustan las películas, aunque a veces, claro está, no se note tanto. 

 

Intento ahora recordar algún otro personaje que merezca un lugarcito en este infame inventario, por el momento parece que me saqué a todos de encima, hasta que me los vuelva a cruzar ¡insoportables!