Hay un pasaje bíblico que viene a mi mente luego de haber terminado la lectura de Dos soledades, último libro de Gastón Carrasco. Lo narrado sigue este orden: por accidente, en medio de su trabajo, Noé descubre la tentación del vino. Luego de plantar una viña, este termina bebiendo el vino a trompicones, cayendo desnudo en su tienda completamente borracho. Sus hijos, confundidos, lo buscan, y para maldición suya, Cam logra encontrarlo antes que sus hermanos. La Biblia no nos dice nada sobre el encuentro, pero podemos imaginar, acaso, una risa nerviosa, una cara tensa, un par de ojos insomnes que olvidan la forma en que se pestañea. Del rostro al pecho, de los hombros hasta las manos, de los dedos hasta la pesadilla fálica que expulsa a quien lo mire de todo orden posible, como una estocada en la garganta, como un rubor febril que incinera todo. Entonces, el hijo menor, en un ánimo desconocido, avisa a sus hermanos y estos ayudan al anciano. Lo cubren sin mirar su cuerpo desnudo, como si supieran la ley antes de que esta sea escrita. El resto es liturgia y doctrina. Cam es maldecido, los hermanos bendecidos. De alguna forma, la mirada se vuelve motivo para la historia literaria. 

Por supuesto, el recuerdo es provocado por el texto en cuestión. Dos soledades (2023), uno de los últimos libros editados por Overol, constituye un poemario doble, o bien, un poema bipartito, con dos caras que aparentan oposición, cuando lo cierto es que sus dos vertientes fluyen de un mismo río cervical. Por una parte, “La soledad del francotirador” nos conduce a la experiencia de un cuerpo agazapado en las techumbres de una ciudad repleta de edificios, o bien, al interior de cuartos secretos, moribundos, donde la mirilla de un rifle apunta aleatoriamente hacia una infinidad de rostros: niños jugando en los galpones, mujeres derrumbadas en sus cuartos, hombres a punto de lanzarse al vacío. Por otra parte, “La soledad del copista” nos enseña los pensamientos de un escriba contratado por un arcipreste manco -figura de la castración-, quien descubre que las letras desplegadas por su lápiz son, de algún modo, rostros confesores de las imágenes que recorren su interior. Detrás de la penitencia, de los sermones, de los largos periodos de rezo, Bernadette, el cuerpo del deseo, aparece por todas partes. Las dos escenas/poemas, tal como señalé anteriormente, comparten una misma fijación maniaca: observar con dedicación, con locura, con dolor, hasta que sus ojos no lo permitan más. Pero la misma sentencia es una tragedia, porque desde el lugar que observan, la mirada se vuelve perpetua.

Así como Cam observa, quizá, por años el cuerpo de su padre desnudo, repasando las imágenes prohibidas en su cabeza, tanto el francotirador como el copista logran encontrar su propio lugar voyeur en el mundo. Sea desde una guarida militar o una cumbre camuflada, o bien, desde un Scriptorium malgastado o una banca frente a un cristo crucificado, ambos sujetos logran mantenerse fuera de escena. Su obscenidad, que es la culpa del asesinato y el martirio de un cuerpo erotizado, permite que ambos visiten una y otra vez la misma imagen, el mismo recuadro donde una bala cruza el cráneo de un inocente, donde una mano recorre los labios del enamorado. Los disparos enemigos en el cuerpo, los días sin comer, los latigazos en la espalda santa, el silencio terrible detrás de cada oración, son acaso, formas de reconstruir la experiencia de mundo trastornada por la luz que rebota en las cosas, claridad que ilumina tanto los horrores del pecado en una abadía, como los cuerpos alegres de niñas y niños que bailan bajo la mirilla del francotirador. Los golpes lacerantes, la respiración al borde de la asfixia, rectifican nuevamente el orden lógico de lo visible.

Los poemas de Gastón Carrasco sospechan que tales fenómenos son alegóricos con la escritura: “cada letra del teclado es un gatillo, escribir una forma de abrir fuego” (18), asevera la voz ausente que dispara versos pareados en las hojas, simulando, quizá, la permanente respiración del tirador, quien exhala luego de cada bala. La lectura es eco de esos disparos mortales, el resonar tardío de una descarga a la mitad de un pasaje. Los sentidos que desprende el lenguaje caen desnudos, como Noé, víctimas de su propia embriaguez. Pero más importante aún, ¿De dónde vienen los disparos? Nadie lo sabe, solo el poeta, omnisciente, observa las víctimas que son filamentos de la vida doméstica. Las ráfagas, entonces, irrumpen en ese orden frágil, delicado, tal como lo harían en un “globo ocular que se abre como una flor” (34). El francotirador, así como el poeta, siembra en los edificios imágenes tremendas, desastrosas, capaces de ensuciar toda una habitación con la tinta que mantiene los cuerpos vivos, brillantes, como hermosas gemas en manos de la cotidianidad.

De aquí, entonces, la visión del monje copista: “La voz es un fantasma que se esconde en la luz” (37). En la escritura, como un deseo matutino, irrumpe un hilar secreto, como una herida sangrante debajo de una sábana. Pero la lectura comparte vicios similares, porque la mirada atenta sobre la escritura no añora otra cosa más que la desnudez del todo. Los propósitos, los objetos, los gestos, las impostaciones de la voz que retiene, temblorosa, los espasmos de un par de palabras, todo queda al descubierto cuando el exegeta separa las aguas y quita todo obstáculo. Para San Agustín, aquel que estudia fervientemente las sagradas escrituras es un lector poseído por el erotismo. Pero el monje copista de Dos soledades no ve atracción en su dios, más bien, un solo cuerpo ocupa toda su existencia. Bernadette encarna todas las imperfecciones del creador, así como lo hace el reflejo de la luna sobre el agua. Pero ¿Por qué tales ondulaciones? ¿Por qué el brillo oscilante ilumina mi rostro? ¿Por qué el amor por las cosas que fallecen? Porque, así como los francotiradores olvidan su trabajo, así también el poeta se distrae de su propio proyecto. “Aislado en mi celda / […] / escucho el dictado de una voz / que no eres tú.” (47). Una imagen, la inscripción de una letra, también puede provocar amor en quien la observa delicadamente, así como lo hace un lunar, una mano fría, una prenda de vestir. Esto es, para el copista, Bernadette, el monolito que vuelve las aguas turbulentas del corazón un mar tranquilo, lugar donde la escritura, la poesía, se hace posible.

Dos soledades es un texto a paso lento, que guarda su tiempo a la hora de apilar imágenes en cada uno de los versos. A pesar de su estructura, en ocasiones narrativa, logra ser específico al momento de situar las experiencias visuales que determinan el carácter de las escenas. El francotirador no es completamente un sujeto lúgubre ni un esteta iluminado, así como tampoco el copista es completamente un hombre sufriente ni un neoplatónico comprometido. Son, más bien, personas que intentan mantener el ritmo de las cosas, pero que terminan quebrándose durante el proceso, manifestando así importantes fisuras que establecen la médula de los poemas: como si se olvidaran de apuntar, de escribir, ambos miran su entorno como lo haría un primerizo, y de aquella suspensión, surge aquella experiencia de la soledad que Gastón Carrasco intenta plasmar en su último trabajo poético.

 

Por Víctor González Astudillo

 

Sobre:

 

Dos soledades

Gastón Carrasco

Overol

2023

Poesía.