Pier Paolo Pasolini hizo del ejercicio intelectual del disenso la llama de su existencia. Un fuego que encendía al escritor y al cineasta, al militante comunista crítico con la propia izquierda y hasta molesto. Un personaje al que, pese a su renovada actualidad en la era de la corrección política, de la cancelación y la majadería autoficcionada, de la vacua incontinencia opinante y el narciso exhibicionismo virtual, no es fácil –ni cómodo– acercarse; huye de cualquier clasificación simplista: los afanes y desvelos de su escritura ácida alternan destellos de escalofriante lucidez y propuestas que dialogan con las contradicciones del presente.
Un declarado antifascista, un antiburgués y enemigo pasional del nuevo consumismo hedonista de masas, de las grietas del pensamiento progresista, de las teorías de desarrollo capitalista de esa Italia que amaba y odiaba por partes iguales. Un proyectil de pasión analítica en esos “anni di piombo” que terminaron devorándolo.
No esquivó polemizar con sus coetáneos, desde Alberto Moravia a Natalia Ginzburg, pasando por Leonardo Sciascia, Italo Calvino, Umberto Eco y la cúpula del Partido Comunista Italiano. Criticó con dureza a la Iglesia, a la Democracia Cristiana y a parte de la izquierda del Potere Operario. Cuestionó la tesis de la historia como un permanente avance, pues a veces se estanca en la insuficiencia del poder, y hasta se aventuró a afirmar que la pobreza no es el peor de los males; en uno de los textos de sus Cartas luteranas (“Los jóvenes infelices”) escribió: “Hay una idea conductora sincera o insinceramente común a todos: la idea de que el peor de los males del mundo es la pobreza, y que por tanto la cultura de las clases pobres debe ser sustituida por la cultura de las clases dominantes. En otras palabras: nuestra culpa es creer que la historia no es ni puede ser más que la historia burguesa”.
Un pensamiento hiperactivo que lo hará intervenir asiduamente en los medios con polémicas columnas e intervenciones, con denuncias, cartas y réplicas de un escritor que no pierde la oportunidad de tomar la palabra para cultivar el músculo del debate. Para Pasolini, “la descomposición del presente implica la del pasado. La vida es un montón de insignificantes e irónicas degradaciones”. Así, cada una de sus intervenciones eran una puesta en escena de un disidente político y sexual, con un desarrollado instinto en la teatralidad implícita de las declaraciones y disputas públicas. Como si todo personaje público estuviera inevitablemente inmerso en una máquina teatral y requiriera una especie de dramaturgia personal que guíe sus acciones y la representación de sí mismo. O como una necesidad, una maniobra de evasión a la manipulación que los medios hacían de él; pero lo suyo no era el mero cacareo público, la performance nimia o el chillido destemplado, era, ante todo, una visión poética de la existencia.
Luego de varios libros de poesía se aventura en la novela con Chicos del arroyo (Ragazzi di Vita, 1955) y estalla el escándalo: su desnuda descripción de la vida en el suburbio romano después de la segunda guerra indignó a los católicos por el tono obsceno de su relato –sin fe, sin dios, casi sin esperanza–; incomodó a la crítica, a la enclaustrada lectura académica, y molestó a parte de la izquierda por retratar un lumpenproletariado sin compromiso ni conciencia política, ajeno a cualquier redención. Una crónica oscura que retrata una marginalidad que llena cada página con un aire de desasosiego y malestar, evidenciando una miseria neorrealista que se extiende a su posterior veta de cineasta. Él adhiere a la sentencia de Tolstói: “El pueblo es un gran salvaje en el seno de la sociedad” –cita que incluirá en esa primera novela.
Al ver que sus declaraciones eran ‘editadas’ por los medios, Pasolini decide responder al escándalo con más escándalo. Cada vez que se le quiere ajustar alguna etiqueta, él se la sacude, sale de foco, se desplaza o calla; entra y sale de escena como una táctica de defensa vital, como una afirmación pasional de sí mismo, y que se transformará en un procedimiento de intervención política.
Para Pasolini, las formas de acción política habían producido un renovado conformismo de izquierda. En un discurso frente a dirigentes del Partido Radical italiano les dijo: “Contra todo esto, ustedes deben, creo yo, continuar siendo ustedes mismos: lo que significa hacerse irreconocibles. Olvidar pronto sus éxitos y continuar impertinentes, obstinados, eternamente opositores, pretendiendo, queriendo, identificándose con los diferentes, escandalizando, blasfemando”. Y fustiga abiertamente a la nueva administración pública servil a los intereses del capital que impone a su medida la norma sin sanción, y anticipa la Italia de los primeros años del nuevo siglo, escribe: “el pobre y caótico desarrollo consumista está en manos de administradores consubstanciales a él. Por tanto, los administradores regionales y provinciales son simplemente los antiguos virreyes corruptos y despreciables. El “Rey” está en otra parte; y en esa otra parte está cambiando formas y modalidades. Lo virreyes lo intuyen, pero su torpe conciencia no sabe nada de ello. En cambio se comportan a la perfección en todo lo relativo a la transición: de aspecto y de mentalidad son retrasados, pero en cambio son muy avanzados en la aceptación cínica del nuevo curso del poder, o sea, de los nuevos modos de producción”.
Pasolini pensaba sus intervenciones. Visualizaba la escena, vaticinaba el tipo de relación que establecería con el público, interesado por los atributos del opositor tenaz. La resonancia de su voz producía un efecto político: era un piedrazo en el cristal de las certezas. Cuando todos creían que apoyaría el movimiento estudiantil del 1968, contrariamente se opone a los jóvenes rebeldes acusándolos de conformistas y burgueses. Publica su manifiesto El PCI a los jóvenes: apuntes en verso para una poesía en prosa, en el que les declara “sus reservas”:
…Ustedes tienen cara de hijos de papá,
buena raza no miente.
Tienen el mismo ojo malo,
son miedosos, torpes, desesperados
(muy bien) pero saben también cómo ser
prepotentes, chantajistas, seguros:
prerrogativas pequeñoburguesas, amigos.
Cuando en Valle Giulia se enfrentaron a golpes
con los policías,
yo simpatizaba con los policías.
Dijo haber estado impresionado por la arrogante certeza que tenían los estudiantes de estar haciendo una revolución, y no fueron pocos los que amenazaron con golpearlo. Así, interviene en la escena pública para removerla, para agitarla, no se trata sólo de una puesta en escena: intervenir en la vida de manera teatral para develar la teatralidad de la vida.
HACIA UN “CINE DE POESÍA”
Como parte de una misma obra en construcción, su actividad como impredecible crítico literario levantaba polvo en esa Italia de comienzos de los años sesenta, a lo que sumará una variante de ácido y finísimo crítico social, y cuando comienza a filmar –en 1961– surgen en él los cuestionamientos sobre la narrativa cinematográfica y declara que lo hace como poeta, lo suyo es un cine de poesía.
En el libro Cine de poesía contra cine de prosa (1970), en el que Pasolini confronta con el director francés Eric Rohmer su praxis y la visión–lectura de una película, y afirma: “Cada uno de nosotros tiene en la cabeza un diccionario, léxicamente incompleto, pero prácticamente perfecto, del sistema de signos de su entorno y de su país. La operación del escritor consiste en tomar de ese diccionario, como objetos custodiados en una caja, las palabras, y darles un uso particular: particular respecto al momento histórico de la palabra y al propio”, y más adelante –borgeanamente– concluye: “En cambio, para el autor cinematográfico, el acto, que es fundamentalmente similar, es mucho más complicado. No existe un diccionario de las imágenes. No existe ninguna imagen encasillada y pronta para el uso. Si por azar quisiéramos imaginar un diccionario de las imágenes deberíamos imaginar un diccionario infinito, como infinito sigue siendo el diccionario de las palabras posibles”.
Un núcleo: sus novelas son narraciones poéticas que él sintetizó con un epigrama en el cuestionario de una revista: la prosa es la poesía que la poesía no es.
Esa “voluntad poética” es una intensa conjugación de sus diferentes actividades, es el impulso de una existencia pasional, para él la materia de la poesía. Una manera de vivir y de escribir: congregación indisoluble de una ética, una retórica y una política.
Su amigo el escritor Alberto Moravia decía: “Pasolini entendía la poesía como un acercamiento inmediato con la realidad, no mediatizado a través de la cultura o de la razón, un acercamiento completamente irracional que ni siquiera calificaría de intuitivo, sino como una relación de sensualidad refinada, de simpatía con lo real. En ese sentido hay que decir que Pasolini es poético como ensayista, cineasta, novelista y poeta”. Él respondía con el entusiasmo de un resucitado: “Yo siento en mí los datos físicos de la vida, el sol, la hierba, la juventud; es un vicio mucho más terrible que la cocaína, no me cuesta nada y hay una abundancia infinita, sin límites yo devoro, devoro”.
Para Pasolini, lo que realmente se debía preservar era la visión poética, ligada a una política, pero sin subordinarla nunca a ella; prefiere evitar una conclusión antes que el enunciado se vuelva dogmático. Cuando hace su primera película, se enfrenta a su carencia de conocimiento de la técnica de la narración cinematográfica, por eso en Accatone (basada en su novela Una vida violenta) decide suprimir el final del libro. La película termina con la muerte del protagonista. Las imágenes de la narración visual no podían contaminarse con el habla de los personajes, necesitaba otra solución técnica para la película. “No he osado afrontar explícitamente un problema de tipo social –dirá Pasolini–, temía no tener, técnicamente, la fuerza necesaria para superar el problema y hacer de él poesía, o por lo menos literatura; temía que se quedara como algo instrumental”.
Varios años después, concluida La trilogía de la vida (El Decamerón, Los cuentos de Canterbury, Las mil y una noches) Pasolini inicia una disputa con los que rechazan su cine de poesía y le piden un cine expresamente político. “Todos los que no dejan de preguntarme cuándo haré películas políticas, no han entendido que si de mí esperan el escándalo, el escándalo es este precisamente”, responderá eludiendo los reproches. Lo que pocos sabían era que por esos mismos días, Pasolini participa de forma anónima en Doce de diciembre, una película colectiva del grupo político de extrema izquierda Lotta Continua; y sostiene públicamente su rechazo contra el cine de melodramas políticos del tipo Bertolucci o Costa Gavras, para él películas de un falso realismo de consuelo para aquietar las conciencias.
“BAJO TU DOMINIO, ÍNTIMO PENSAMIENTO”
Insistente, como una pesadilla recurrente, la muerte se hace presente en gran parte de las películas, poemas y novelas de Pasolini, pero como un hecho que salva y da sentido. La muerte como pasión: como suplicio final que da significado a los circunstancias de la vida. Para Pasolini, el poeta es aquel que contempla la muerte ajena y la siente propia. Como si ver fuera una forma de padecer –en el sentido sagrado de ese verbo– (¿será por eso que en sus fotos sus ojos tristes parecen de resignación?). De qué otra manera es posible ver los últimos minutos de su película Mamma Roma en los que un adolescente (filmado por Pasolini con la imagen de la “Lamentación sobre Cristo muerto”, de Andrea Mantegna en la memoria) sufre en un hospital psiquiátrico una agonía que había descrito así en su novela del mismo nombre: “Ettore vuelve a gritar y a agitarse en su lecho de cemento, con los puños y tobillos atados. También su pecho está ceñido por cuerdas que lo mantienen firmemente unido al cemento. Como ya no puede sino agitarse como un animalito al que le han puesto un pie encima, da continuos y obstinados golpes de cadera, hace un arco con la espalda, saca el pecho. Se agita inútilmente, como un insecto pisoteado que no sabe por qué, ni cómo, ni quién, y cree ingenuamente que agitándose podrá conseguir algo: la vida, que apenas llegó a conocer y que ya ha perdido”.
En Pasolini, la poesía filmada o escrita es una relación de “refinada sensualidad con lo real”, una tensión entre el que mira y lo que ve: así, para él la poesía se produce en ese estado de fascinación frente a lo observado: “Al filmar –dice–, las caras, las cosas, los paisajes, las voces, me parecen artefactos cargados de sacralidad y a punto de explotar”.
Artefactos visuales o escritos que puede llevar hasta el límite de lo soportable: una prueba de resistencia para quien mira, pero también la configuración de un límite desde el que se puede narrar, mostrar, la insoportable imagen de la violencia y la propia aniquilación. Como su propia y terrible muerte –su propia pasión–, la que se parece a muchos de los padecimientos finales de sus personajes.
Llegando a la cincuentena, dejó en un poema las tensiones de ese convulsionado medio siglo de existencia; escribió:
Sé bien, sé bien que estoy en el fondo de la fosa;
que todo aquello que toco ya lo he tocado;
que soy prisionero de un interés indecente;
que cada convalecencia es una recaída;
que las aguas están estancadas y todo tiene sabor a viejo;
que también el humorismo forma parte del bloque inamovible;
que no hago otra cosa que reducir lo nuevo a lo antiguo;
que no intento todavía reconocer quién soy;
que he perdido hasta la antigua paciencia de orfebre;
que la vejez hace resaltar por impaciencia sólo las miserias;
que no saldré nunca de aquí por más que sonría;
que doy vueltas de un lado a otro por la tierra como una bestia enjaulada;
que de tantas cuerdas que tengo he terminado por tirar de una sola;
que me gusta embarrarme porque el barro es materia pobre.
que adoro la luz sólo si no ofrece esperanza.
(“Análisis tardío”)
Pero la mañana de noviembre en la que se supo del fallecimiento de Pasolini, algo más que su muerte se extendió: en el relato policial de su asesinato, el ensañamiento, la brutalidad de los golpes, el intento de huida, el auto que atropella su cuerpo aún con vida, los rumores, los datos contradictorios, la concurrida ceremonia de su entierro, se fue acrecentando como una voz irrefutable la certeza pública que a Pasolini lo había matado “el poder, el orden”. Su cuerpo apareció a las afueras de Roma, víctima de Pelosi, un adolescente que ejercía la prostitución en la estación de Ternini, donde se habían reunido.
Al enterarse de la noticia, Jean Paul Sartre escribió a los tribunales italianos exigiendo que el proceso penal contra el asesino no se convirtiera en un juicio contra la homosexualidad de Pasolini, “víctima del capitalismo que elimina diferencias”, dijo el filósofo francés. La periodista María Antonieta Macciocchi declaró: “Su asesinato equivale a un linchamiento en la plaza pública”. Y no pocos aceptaron esa muerte como una evidencia inalterable y símbolo de la abolición social –o su alegoría–; como si ese violento fin no fuera su propia muerte, sino un emblema, una puesta en escena.
En una intervención digna de su amigo asesinado, Alberto Moravia revolvió las aguas y en una entrevista afirmó que la muerte de Pasolini no era símbolo de nada, sino “una muerte idiota”, dijo:
–“Fue un accidente, de la misma manera en que uno puede ser atropellado por un tranvía. Fue una muerte insignificante como la de Gaudí bajo un tranvía en Barcelona. Cada día se hacen millones de citas de homosexuales, pero esta fue justamente en la que no hubo suerte.
–Entonces, ¿usted no justifica esa muerte?
–No, fue una idiotez, me apena porque era un hombre extremadamente inteligente al que yo estaba muy apegado, pero debo decir que fue una muerte indigna de él… Yo he vivido con Pasolini, he viajado con él y sé bien lo que sucedía, lo vi con mis propios ojos, estuve con él en Marruecos, en India y en África. Conocí muy bien su vida. Durante veinticinco años todas las noches hacía lo que hizo esa noche con Pelosi. Todas las noches. Por eso digo que fue un accidente”.
Varios años antes, Pasolini ya había dejado fijada la presencia de esa sombra que lo acompañaba:
Llego de ti y a ti vuelvo,
sentimiento nacido con la luz, con el calor,
bautizado cuando el vagido era alegría,
reconocido en Pier Paolo
en el origen de una furiosa epopeya;
he caminado a la luz de la historia,
pero, siempre, mi ser fue heroico,
bajo tu dominio, íntimo pensamiento.
¡La furia de la confesión,
antes, después la furia de la claridad:
era de ti que nacía, hipócrita, oscuro
sentimiento! ¡Y ahora,
que acusen también a cada una de mis pasiones,
que me enloden, que me llamen informe, impuro,
obseso, diletante, perjuro:
tú me aíslas, me das la certeza de la vida:
estoy en la hoguera, juego la carta del fuego
y gano, éste, mi escaso,
inmenso bien, gano esta infinita,
mísera piedad mía
que me hace aun a la justa ira amiga:
puedo hacerlo, porque demasiado te he padecido!
(“Fragmentos de la muerte”)
Esa trágica noche del 1 al 2 de noviembre de 1975 clausuró su visión poética, su escritura y el disenso cuestionador de un hombre de cincuenta y tres años, para abrir nuevas preguntas en la lectura contingente de su obra, la de un compañero incómodo –para la izquierda–; la de una especie de opositor profesional –para casi todos–, la de “un corsario”, como el mismo prefería llamarse; enemigo de todo mimetismo, que advirtió sobre una humanidad que se devora así misma, sobre una modernidad como embrutecimiento y culto a la violencia que consumía a los campesinos convertidos en proletarios y relegados a la periferia.
Leer hoy a Pasolini es encontrarse con un análisis único de su tiempo, tierno, cuestionador, siempre incómodo, que continúa interpelándonos, que sigue siendo una lectura apasionante cuarenta o cincuenta años después de haber sido escrita. Que vuelve a inquietar a pesar de que los protagonistas hayan desaparecido, caído algunas utopías y no pocas certezas.
Por Felipe Reyes F.