Papagaios-MG, Brasil, 12 de junio de 2023
L.,
durante las últimas semanas estuve pensando en cómo empezar a escribirte esta carta y la verdad es que se me hace difícil. No logro encontrar las palabras justas. Pero vengo de terminar de ver The Urgency of Death y, de pronto, todos mis planes y mis ansiedades quedaron suspendidos y decidí pasar esta madrugada escribiéndote. Como decís vos, la noche nos pone más cerca del oficio de escribir.
Me gustaría empezar este intercambio alrededor –o, quizás, bien cerca– de las películas de Lucía Seles con unas anécdotas sobre mi primer encuentro con su cine. Todo empieza con una sucesión de errores, desvíos y malentendidos. Como verás, cualquier semejanza con la materia prima de su obra no será mera coincidencia.
En abril del año pasado, cuando se hizo ruido en la cinefilia porteña tras el estreno en Bafici de Smog en tu Corazón, Saturdays Disorders y Weak Rangers, yo estaba en Belo Horizonte, ocupado con mil cosas y no me di cuenta de que algo realmente grande estaba pasando en el cine argentino. Algo que pasa quizás cada quince o veinte años, pero en ese momento yo no me di cuenta. Podría haber ido hacia las películas y no lo hice por despistado. De hecho, Raúl, mi jefe en FICValdivia, el otro día me recordó que me había preguntado en esa época por sus películas porque nos podrían interesar para el festival chileno donde trabajo, y yo simplemente le había contestado que no las había visto. Shade.
Más o menos en noviembre, después de Valdivia, yo formaba parte del comité de selección de la Woche der Kritik de Berlín, y allá trabajamos a partir de sugerencias (de nosotros del comité o de otras personas en quien confiamos, casi siempre quienes han trabajado allá en años anteriores). Me acuerdo que un día estaba mirando el Excel con los links y algo me llamó la atención: había una película de una directora llamada Lucía Seles, y al lado el nombre de Lucía Salas, mi gran amiga, que había programado para WdK el año anterior y la había sugerido. Obvio me hizo gracia la semejanza de los nombres, y claro que en un primer segundo pensé que se trataba de un error tipográfico. Entonces me acordé del nombre sobre el que había leído hacía unos meses, y luego me agarró una tremenda curiosidad de ver la película que ahí estaba. Era Smog en tu Corazón, la primera de la tetralogía que incluye Saturdays Disorders, Weak Rangers y Terminal Young, esta última recién estrenada en el Bafici.
En los primeros diez minutos de Smog en tu Corazón, si soy sincero, estaba desorientado. Me gustaría mucho saber si a vos te pasó lo mismo, pero la verdad es que, en sus primerísimos momentos, mi encuentro con Seles fue un poco trunco. No lograba acostumbrarme a esos planos que duraban tan poco y a ese desorden narrativo, no entendía por qué los personajes eran tan raros y por qué llegaban una y otra vez al trabajo, no identificaba de quién era esa voz que tiraba frases entre castellano e inglés en la pantalla. De hecho, en un momento puse pause y empecé la película de nuevo, porque sentí que necesitaba resetear mi atención antes de ver y escuchar eso.
Y de repente ese estilo tan extraño y misterioso me flasheó. Comencé a sentir que habitar esa película como espectador era como saltar en paracaídas y pisar un país nuevo cuya lengua yo no conocía, pero que bastarían algunos minutos para aprender a escucharla. Pienso que las grandes obras, como las personas especiales, tienen un jeito (y esa hermosa palabra del portugués no te la voy a traducir) que es enteramente suyo y de ninguna otra más. De repente no solo el montaje fragmentado y repetitivo tenía sentido, sino que era una pulsación personalísima. Esos planos rapidísimos en los que la cámara se alejaba de la acción de los personajes y miraba hacia una pared o simplemente imprimía su propio movimiento en la pantalla no eran algo casual, ni indicaban que algo dramáticamente relevante (en el sentido tradicional) estaba ocurriendo en la narrativa: eran la respiración misma de la película, su manera propia de existir en el mundo, su jeito.
En las películas de Lucía Seles, siento que esa manera de existir se expresa de manera absolutamente orgánica e indivisible, desde el montaje hasta los movimientos de cámara, hasta la psicología de los personajes, hasta las actuaciones. Quizás sea necesario hacer distinciones entre ellos, ¿pero no te parece hermoso como todos los funcionarios del complejo de tenis están a la vez absolutamente encerrados en sí mismos (nunca se abren por completo y la vida interior que se adivina en sus ojos es inmensísima) y absolutamente atentos al menor contacto que viene desde afuera (su piel parece contener una energía siempre a punto de explotar)? En la tetralogía, nunca sabemos del todo lo que pasa dentro de cada uno, su pasado será siempre un misterio, pero todos –algunos más que otros– están permanentemente al borde del colapso por el menor gesto de los demás. Si la película se deja constantemente afectar por la espesura de los espacios, la vulnerabilidad de los personajes es total y absoluta, como si una sola palabra fuera de lugar les pudiese provocar un desmayo. Pareciera que la fragilidad acá rima con afectación, que rima –claro– con cine: las antenas de la película son capaces de captar la más mínima señal de un desborde inminente y hacer esa víspera del colapso durar una, dos, tres, ocho horas.
Al intentar definir a qué género pertenecen sus películas, me acordé de una frase de un amigo –el cineasta, investigador y alguna vez crítico João Dumans– en una charla sobre Inferninho (2018), una hermosa película brasileña de Guto Parente y Pedro Diógenes que me gustaría que veas algún día. Para João, se trataba de “un melodrama erguido sobre el armazón de una comedia”. Si uno describe el ambiente dramático de las películas de Lucía Seles a alguien que no las conoce, seguro se podría pensar que se trata de una comedia absurdista y punto. En un primer momento, el humor surge del surrealismo de las situaciones y todo es muy gracioso, pero a partir de un momento eso empieza a cambiar. A cierta altura yo ya no me reía a carcajadas, salvo en escenas muy específicas. Lo que parece haber es una gracia distribuida, y uno las ve sonriendo, pero no creo que se traten exactamente de comedias. Para mí, estamos demasiado cerca de los ojos de los personajes como para reírnos de sus dramas, que para ellos son la cosa más importante del mundo. Me encantaría saber cómo ves esto de las modalidades de la risa, porque como las viste en otro contexto, con un público local, no sé qué te pasó como espectadora. Y también me encantaría saber qué pensás sobre el género de sus películas, porque ya sé que sos una experta en el melodrama y seguro tendrás mucho que decirme.
Estuve pensando que no es por casualidad que hay tantos planos generales en Buster Keaton o Jerry Lewis o Jacques Tati o Elia Suleiman. Y tan pocos en Lucía Seles. Como dice Bergson, la premisa indispensable de la risa es la distancia. Y la cámara de Seles está casi siempre cerca. Demasiado cerca. ¿Notaste como la palabra respeto se dice todo el tiempo? Ya sea en la boca de los personajes para referirse a otros (“esa es la persona que más respeto”) o en esa voz que aparece siempre escrita en la pantalla, y que tiene un respeto inmenso por los trenes, por las industrias y por los establecimientos (esa palabra que ya sé que te gusta tanto). La voz habla desde afuera, pero al igual que la cámara, está siempre implicada y nunca distante de los personajes. Comparte con ellos las más grandes obsesiones por las cosas más pequeñas.
Esa voz sigue siendo un misterio para mí, y me encantaría saber lo que pensás sobre ella. Estoy seguro que tendrás mucho más que decirme. A mí me flashea que ese respeto inagotable por las cosas más aparentemente insignificantes esté presente en las mil palabras en la pantalla que expresan el afecto por las avenidas o los complejos de tenis, pero también en esta puesta en escena ritualista que se dedica a acompañar un personaje mientras él anuncia a los funcionarios de cada puesto de una terminal de autobuses que su confitería ahora estará abierta las 24 horas. El montaje puede ser rapidísimo, pero cuando hace falta puede estancarse para revelar un gesto rutinario o los efectos de una sensación en el cuerpo de uno de ellos. El respeto y la dedicación a las obsesiones de los personajes son tales que un simple equívoco aparentemente banal (alguien tendría que comprar algo y se equivocó en el número de ítems) puede generar secuencias enteras, y además seguir siendo mencionado tres películas después.
Cuando me acuerdo de la primera vez que vi Smog en Tu Corazón, pienso que, de repente, por tenerme tan atrapado en la respiración de la película, cada mínimo conflicto entre los personajes me interesaba inmensamente. A cierta altura todo lo que a mí me interesaba era saber quién dejaría caer los CDs de Luján. O si Marta se enojaría una vez más cuando alguien no se refiera a ella como tenista. O si el plan del vía crucis menos famoso en Luján se concretaría. Sabía, hasta los huesos, que estaba frente a una película de vanguardia y a la vez me sentía como un adolescente que necesita conocer el destino de los personajes de su serie favorita. Terminé la película con la sensación de que había aprendido un idioma entero en poco más de una hora. Salí con ganas de empezar a decir too many en vez de muy cuando algo me impresionara. Estaba convertido a la iglesia de Lucía Seles.
Mi encuentro con las películas luego también incluiría un breve encuentro con la artista en persona. Al final se programó Smog en Tu Corazón en Berlín en febrero, y encontramos una manera de mostrar el resto de la (en aquel entonces) trilogía en los días siguientes al festival. Pero lo que te quisiera contar es del conversatorio que siguió a la proyección de Smog, porque fue algo realmente especial.
Era la última noche de la Woche der Kritik y la película había sido programada en una función llamada “Softly Surreal”, siendo precedida por dos cortos. Era una noche de estrellas. Arriba del escenario, como invitados para comentar la función, estaban al lado de Lucía la cineasta alemana Ulrike Ottinger, el novelista inglés Tom McCarthy y el cineasta australiano-holandés Rolf de Heer. Había mucha expectativa en el aire, pero lo que se siguió fue un completo desencuentro –altamente pedagógico, para mi gusto. Ni Ottinger ni McCarthy parecían dar la menor bola al trabajo de Seles. Yo les sentía un poco afónicos, sin lograr articular mucha cosa tras la proyección. Básicamente no tenían nada que decir, y cuando intentaban decir algo, balbuceaban generalidades. Ottinger decía cosas como “a mí no me gusta cuando una película tiene demasiadas palabras”. McCarthy intentó en un momento hacer una interpretación política de la película, diciendo que, porque la tenista tenía un suéter que decía “Argentina” (“y todos sabemos lo que pasó en Argentina”) su padre debía ser un desaparecido (!) de la dictadura (no hace falta que te lo jure: está todo en YouTube).
Como pasa seguido con las películas de Latinoamérica en Europa –ya lo sabía bien nuestra maestra Beatriz Sarlo–, pareciera que la única manera de reconocer su valor artístico sería otorgándole un trasfondo político obligatorio. Lucía reaccionaba a las intervenciones de los europeos con la misma inteligencia y el mismo humor que están plasmados en cada una de sus películas, pero en una situación muy desfavorable: no entendía inglés, y necesitaba la traducción al oído del productor Pablo Piedras (y ya sabemos que algo siempre se pierde en la traducción). Aun así, logró decirle a Ulrike Ottinger que, “si Robert Schumann estuviera vivo, estaría acá aplaudiendome”.
En aquella noche no aguanté y reaccioné a la intervención de McCarthy desde la platea, y le dije algunas cosas sontaguianas sobre la falencia antigua de este afán abusivo de interpretación y le tiré unas borgeadas sobre la autonomía del arte. En seguida, otras espectadoras también hablaron en contra de lo que se estaba diciendo allá arriba, y se armó un abismo. Pero lo que me gustaría contarte es que, cuando lo pienso ahora, para mí el efecto estruendoso de la película estaba más que comprobado en ese desentendimiento. Esa escena de lost in translation que veíamos arriba del escenario era perfecta para representar el choque de este asteroide llamado Smog en tu Corazón con el continente europeo. Ahora que lo pienso, la intransigencia de Lucía Seles jamás podría ser decodificada de manera tranquila. Siento que las obras realmente importantes son justamente esas: las intraducibles.
La reacción más sincera e inspirada de la noche vino de Rolf de Heer, quien empezó diciendo que estar justo al lado de Lucía en el escenario era el lugar más correcto para él. Y agregó: “Esto que vimos recién ha sido tan, pero tan fuerte que ha apagado todo lo que vino antes. Ni me acuerdo de la segunda película. Es una manera muy difícil y peligrosa de hacer una película, porque es muy difícil que todo funcione. Pero cuando funciona, hay más verdad acá que en la mayoría de las demás películas”. Frente a la reacción de Rolf de Heer, me acordé al toque de una frase de Edgardo Cozarinsky sobre P3ND3JO5, de Raúl Perrone: “es el mejor invento argentino después del dulce de leche”. No sé si a vos te gusta Perrone, pero no importa la acuidad de la sentencia, sino la belleza de su energía hiperbólica, que es la misma que está impresa en cada gesto de las películas de Seles. Los adjetivos, las reacciones de los personajes, el exceso de palabras, el montaje incansable: todo es hiperbólico en Seles. Y frente a Seles me dan ganas de tirar frases como la de Cozarinsky, así de tajantes, plasmar el entusiasmo en un texto o una mesa de bar, decirte que para mí ella es la cineasta argentina más importante desde Lucrecia Martel o que es el cine más nuevo que he visto desde hace una década.
Recién viendo Terminal Young me di cuenta de que, en Lucía Seles, cuando la cámara se aleja de los rostros para mostrar una pared, no es solo un tartamudeo hermoso del estilo. Es porque su pasión por los espacios, y especialmente por los establecimientos, es algo que no está simplemente en los versos en la pantalla o en la boca de los personajes. Está en esa generosidad absoluta de la mirada frente a los lugares, en ese interés genuino por el mundo y todas las cosas, en esas obsesiones tan específicas –las peluquerías, los colectivos, los posters– que, por ser tan particulares, son solamente de ella y a la vez de todos nosotros. Seles es una obsesionada, pero su obsesión es tan distribuida que se convierte en un entusiasmo general frente al mundo – o por lo menos a esa parte del mundo que ha sido transformada por los humanos, ya que en un momento de Urgency la voz dice: “odio q the threes me tapen las industrias”.
¿A vos te pasa que, de la nada, en un plano de una conversación entre Luján y Sergio adentro del auto, empezás a notar un señor que está en el otro auto bien al fondo del plano? A mí me pasó y creo que es porque nuestra mirada ya fue entrenada por la película para prestar atención a todo lo que está alrededor y que en general no importa más que como ambientación. Me parece que todo lo que suele ser importante en una película es inestable acá. Quedan suspendidas las jerarquías habituales. En Seles no hay figura y fondo. Todo es figura porque todo interesa a esa mirada voraz que quiere guardarse entera la emoción tremenda de estar de paso por cada esquina de La Plata y de este mundo.
¿Te acordás que te conté que tengo una obsesión personal con una frase menor de Adorno en su famoso texto “El ensayo como forma”, en la que él dice que el esfuerzo del ensayo “aún refleja el ocio de lo infantil, que sin ningún escrúpulo se inflama con lo que ya han hecho otros”? En la pasión de Lucía Seles por los establecimientos o los colectivos o las confiterías o las iglesias de Luján, reconozco algo de la tarea crítica sobre lo cual estuvimos charlando y que –creo– es lo que disparó las ganas de nuestro intercambio: esa necesidad innegociable de compartir el entusiasmo con lo que han hecho los demás.
Recién leí en tu texto sobre Gente Buenos Aires, de Eva Landeck, algo que me emocionó mucho, cuando tratás de analizar la relación entre Pablo e Inés y de ellos con la ciudad, y decís: “Es a partir de su conexión con algo más grande que ellos mismos que dejarán de estar desplazados y podrán recorrer, por fin, esa ciudad que les fue negada al deseo y les fue permitida solamente en la obligación”. En las películas de Seles, siempre que la cámara se aleja de los personajes, es justamente para recolectar unos cuantos planos de la ciudad que siguen volviendo varias veces mientras acompañamos las historias. Me encanta que la intimidad con que ella filma una vidriera es la misma con la que filma un rostro. Y acá también es la ciudad que les saca del soliloquio y de la soledad. La obsesión por las iglesias de Luján o por los puentes de la Provincia de Buenos Aires no es la misma que la obsesión por los CDs o por el tenis, justamente porque es compartida. Pienso que esa necesidad primaria de una conexión con algo que es más grande que nosotros mismos también dice de nuestra relación con el cine de Seles y quizás con el cine en general. Ya me dirás qué te parece.
Por momentos lo que estamos intentando hacer acá me pone un poco nervioso y lo siento peligroso. De hecho, muy pocas veces escribí textos así de personales. Pero por ahora lo corto acá, diciéndote simplemente que, en este exacto momento, tan contaminado estoy por la energía hiperbólica de las películas de Seles, que lo que me dan ganas es de decirte que nos dejemos inflamar –como niños y sin escrúpulos– por las películas que ha hecho esta otra tan especial que es Lucía Seles.
Espero tu respuesta con la avidez infantil con la que Luján espera el paseo a Luján.
V.
Buenos Aires, Argentina, 20 de junio de 2023
V.,
la carta que me mandaste es casi tan inabarcable como la obra de Lucía Seles, que se vuelve escurridiza al no saber por dónde empezar a pensarla. Hay tanto para decir sobre sus películas que abruma. Te envidio la dispersión de poder saltar de un tema a otro con soltura. Creo que la desprolijidad para pensarla puede ser un valor; estás siendo más fiel a la manera de aprehender el mundo de sus películas. Pero también creo que, en mi caso, la mejor manera de embarcarme en mi relato sobre Lucía (siendo fiel a mi, pero también a ella) sea por el principio, que es, al mismo tiempo, el final.
Eso lo digo porque mi bautismo de Lucía (bastante más modesto que el tuyo) fue a través de su última película, The urgency of death, en el BAFICI de este año. Como no soy estrictamente “de cine” (sé que te vas a quejar de esto, pero para mi es un bastión), a veces me pierdo las tendencias, los revuelos, las polémicas, los incómodos. Pero algo me había quedado dando vueltas entre lo que mis amigos me habían contado sobre sus películas: “cine nuevo, nuevo cine”. Yo desconfiaba. La mayoría de las veces que se utiliza el término “nuevo” (y con esto reprendo constantemente a mis alumnos) es porque nos dejamos sorprender por formas que de nuevas no tienen nada, sino que son fácilmente identificables, pero en un pasado que desconocemos, y por eso se produce la sorpresa. Así que fui a ver a Lucía con una actitud un poco cínica. Pequé de porteña.
Mi primera impresión con la película también fue trunca (pienso si me habrás robado esa palabra) y también tuvo que ver con el montaje: el punto más fuerte de encuentro y desencuentro que establecen las películas de Seles con los espectadores. Ese jeito, esa manera propia de respirar de la película que vos decís, es reconocible allí. La arbitrariedad de un corte abrupto, sumado al registro constante de imágenes que cualquier otro descartaría, podría tender a sentirse asfixiante, como si no hubiera forma de poder asir por completo nada y estuviésemos a merced de la película. Pero si algo me llamó la atención es que el encabalgamiento, los excesos, aletargar una escena o cortarla en seco rápidamente me brindó más libertad que sobrecogimiento. En ese montaje propio de los primeros minutos de The urgency of death, donde se nos introduce la historia entre los señores de la confitería Ritz mechada con planos citadinos, publicidades, industrias, autos, motos y otros signos de modernidad, existía una libertad. No la libertad de una directora de hacer lo que quiera, no es eso a lo que me refiero. No una arbitrariedad injustificada. Esa arbitrariedad sobre el tiempo que imprimía el montaje estaba cruzada, trastocada con lo que yo entendería más tarde que era fundacional del cine de Lucía, y que vos notaste muy atentamente que me iba a interesar too many: las palabras. ¿Será “palabras” la manera correcta de referirme a sus inscripciones? Me niego rotundamente a llamarlas “subtítulos”, porque el prefijo “sub” no las respeta en absoluto. Las palabras en las películas de Lucía no están bajo nada, sino, por el contrario, encima de todo.
Un plano desde la ventanilla nos muestra la salida de una estación del tren Constitución-La Plata; las palabras lo confirman mientras the train aumenta su velocidad, alejándose. La voz a través de las inscripciones afirma que está “sola sin nadie”. Pero eso es una mentira. Quizás lo esté al momento de la captura del video, pero al instante se afirma otra presencia: la de nosotros como espectadores. Porque la voz nos pide: “miren por favor esos 02 colectivos”. El pacto de ficción se quebró porque ahora estamos presentes y quien está montada en el tren, “sola sin nadie”, nos incluye. Somos interpelados de manera directa a través del verbo y del imperativo. Ahora tiene nuestra atención, y esperamos los colectivos que, se nos adelanta, “xq terminaran in the skin // (en la piel) // de una mujer”. El sin sentido nos confunde, y por eso ahora somos dueños de una incógnita. Lucía nos incluye dentro de la búsqueda por el sentido de la frase, prometiéndonos una respuesta, aunque vos y yo sabemos que, como decís vos, o yo, la búsqueda quedará trunca. Y así esperamos, atentos, hasta que corta hacia un plano desde dentro de lo que parece ser un hall de un edificio, y en el centro, primero 01, después 02 colectivos que, efectivamente, se tocan en la imagen con una mujer con los hombros descubiertos que camina.
Esta interpretación literal no me es suficiente. No es solamente que confiamos en la voz, en esas palabras que fueron narrando o recitando (esto sería interesante, pensarlos en verso o en prosa. Yo no creo que el límite sea tan preciso, ¿vos qué pensas?), nos guiaron y se nos reveló la verdad en imagen que es, literalmente, que los colectivos rocen la piel de la mujer. Siento que en este íntimo fragmento hay mucho más. Quizás (aunque esté traicionando a Sontag) ese camino que se arma entre la imagen y el texto construya una puesta en abismo de la película toda. Los colectivos desembocan en la piel como desembocará uno de ellos más tarde en la mano de Lucía. Quizás, “la piel de la mujer” sea lo que vos llamas jeito: la respiración de la película, su manera propia de existir en el mundo. Se nos incluye en eso mismo, y de qué manera.
Pienso en la unicidad que existe en el lenguaje propio de las inscripciones de Lucía, a medio camino entre el español y el inglés, pero también trastocando el sentido de las palabras y apostando por la agramaticalidad. Hay algo muy hermoso en eso de “hablar mal” un idioma, porque quizás no existe manera de hacerlo entre los hablantes de una misma comunidad, lo que hay es no respetar o desconocer ciertas convenciones. Por supuesto estoy pensando en tu español, que mientras traduce inventa palabras y tiempos verbales nuevos que no existían, que abusa de los pronombres y que eternamente me pedís que corrija aunque no lo pienso hacer. Me parece valiosísimo ese poder de invención de quien es extranjero en la lengua, de quien tiene el potencial de la otredad, porque es tan difícil hacerlo con la propia. Quien escribe sabe lo difícil que es inventar, y envidia. En una carta que Kafka le manda a Mílena Jesenská (traductora del checo al alemán), él le elogia su manejo del alemán y le dice: “es sorprendente cómo lo domina y si alguna vez no logra dominarlo, él se inclina voluntariamente ante usted y eso es lo más lindo”. El castellano se inclina ante vos y ante Lucía en sus invenciones, como “deselegante” y “disguardar” y en “inmensisima” o “teater”; envidio su capacidad de ser extranjero en su propia lengua, o andar a caballo entre dos de ellas.
Pero me fui por las ramas y quiero retomar la escena del tren, porque es en ese imperativo amable del “miren” y la espera porque suceda lo que nos prometió que se cifrara el gesto único de incluir al espectador. No creo que el fuerte de todo esto esté en cualquier otra cosa que no sea ese “por favor”, que suaviza el imperativo y casi que pregunta. No suplica, y ni siquiera creo que pida, consulta. Se es consciente en la utilización de la expresión que ver, que el acto de mirar, constituye un favor, y uno muy íntimo. Le imprime valor al espectador, el valor del que venimos hablando: valor de poder estar dedicándole el tiempo de su preciada vida a esa manipulación del tiempo particular que es este montaje. En eso, también se cifra la posición activa de aquel que ve. Ella (la película, quizás) cree en que el espectador se deje ser desplazado por la obra, y por eso, lo libera. ¿No es eso lo único que hacemos, pedir por favor que al otro le interese aquello que le mostramos, encontrar a alguien con quien compartir la belleza, dedicar nuestro tiempo al tiempo de un otro? Creo que esta pregunta se relaciona un poco con lo que me decías en tu carta del respeto por el otro en la tetralogía del tenis, que atraviesa las películas de Lucía hasta su lenguaje y está presente todo el tiempo. No solamente en la boca de los personajes ni en su relación con los objetos (como Luján con su colección de CDs, Marta que lava su ropa con shampoo); creo que también está presente en este gesto de incluir al espectador, de respetarlo y por eso solicitarle que escuche, que mire.
Recuerdo que cuando salí del cine te expresé algo muy curioso, que es que había quedado “llena de palabras”. No me pareció una casualidad, porque las películas de Lucía están desbordadas de palabras. Esto me entretiene mucho, porque hasta creo que nos propone una nueva manera de pensar las palabras en el cine. Pienso en tu reseña de Letterboxd (sí, voy a reivindicar ese género literario) sobre Le Navire Night: “The strongest argument in favor of the power of words compared to images can only be a film”. Creo que Lucía sería una interlocutora ideal para repensar ese oxímoron.
El poder de las palabras está presente en toda la tetralogía del tenis, y sobre todo en Smog en tu corazón, donde somos introducidos a los seres que habitan el complejo. Los personajes de la tetralogía conversan constantemente, actúan a través de los diálogos y repiten, no solo lo que está sucediendo en la imagen es vuelto a representar por ellos en sus diálogos, además se repiten, se repiensan, se autodefinen. Sus personajes se reafirman y auto afirman a través de las palabras, a través del acto de nombrar, y configuran así su relación con el mundo circundante. De eso se trata el lenguaje, no estoy diciendo nada nuevo. Por eso la escena de Smog del incidente (escena que se arrastrará hasta Terminal Young, la última de la serie), la tenista exclama y repite “Eso es el cielo y yo soy tenista”. Es a través de la seguridad de nombrar lo concreto del mundo que uno mismo puede identificarse con él. Pero a veces, el mundo circundante es traicionero. Eso sería lindo para pensar la figura-fondo que vos decís, si existe, porque algo que me llamó la atención a mi es que en los primeros planos o medios de los personajes, aquello que no es cuerpo aparece blureado, sombreado, inadmisible, fuera de foco.
Por eso también me quiero pelear con tu idea de que los personajes de Lucía son frágiles y están encerrados sobre sí mismos. Me gustó más eso de que están siempre a punto de explotar, que son sensibles al mundo exterior. Creo que su inestabilidad se debe a la sobreexposición que manejan a través de las palabras. Están atrapados en una cárcel de palabras que se construyeron ellos mismos.
No es que sean frágiles, es que están demasiado desnudos frente a ese mundo borroneado. Y por eso nos da gracia, o nos asusta, o lloramos. En los melodramas, las desdichas de los personajes se apoyan en la solidaridad de los lectores. Esto no lo digo yo, sino Carlos Monsiváis, quizás el que mejor haya definido el género melodramático latinoamericano. El título de su libro, que a mi tanto me gusta, es “se sufre porque se aprende”, donde sostiene que del género melodramático los latinoamericanos extraemos nuestra educación sentimental, y que quienes nos emocionamos con el mismo texto armamos una familia. El melodrama se erige allí donde nosotros, público, miramos y lloramos: transforma una comunidad toda, solo existe dentro de la masa que es una sala de cine, o dos espectadores juntos. A la manera de Lucía, el melodrama nos pide: “miren, por favor”. Compartamos la pasión.
Los rasgos melodramáticos (hiperbólicos) pudieron trascender de generación en generación porque son fácilmente reconocibles, y por lo tanto, transmisibles. Esta es una historia que me encanta contar, y estuve esperando el momento para contartela. En el siglo XVIII, las formas de divertimento de las clases populares de París eran las ferias como las de Saint Germain, donde había acróbatas, marionetas, mimos, etc. Y existía, claro, la ópera, el teatro fino, serio, que podía ir a presenciarse, por ejemplo, a la Comédie Française. Sin embargo, a fines de ese siglo comienza a gestarse en París un submundo de pequeños teatros, que comienzan a robarle público a los teatros “legítimos” de la alta cultura, los que presionan para boicotear a los pequeños teatros, en un gesto muy la sartén por el mango, terminan queriendo perjudicarlos con una resolución gubernamental que prohibía a cualquier teatro ilegítimo la utilización del diálogo arriba del escenario.
Pero como dijo Coppola en Cuba, esa frase ambigua que puede ser tanto colonialista como decolonialista, “Nosotros no tenemos las ventajas de sus desventajas”, y los pequeños teatros se la tuvieron que rebuscar. ¿Cómo? Reforzando e hiperbolizado todo, para que la historia se transmita sin la necesidad de utilizar diálogos: monólogos eternos de un solo personaje, personajes que eran mudos entonces no podían contestar, actuaciones repletas de gestos exagerados. También, reemplazando las palabras por sonidos: onomatopeyas, efectos de sonido ambiente y música para describir los estados de ánimo, música triste, feliz, una música para la heroína, para la villana; “música alegre”, “música de que acaba de suceder la traición”.
El diálogo, eventualmente, volvió, pero el público reclamaba la hiperbolización. La falta de palabras le dió al melodrama sus gestos más reconocibles, y la exageración y el exceso en los gestos y lo formal, sobrevivieron. Así perduran los rasgos que podemos ver al día de hoy, en la matriz melodramática. ¿O no que la historia es buenísima?
Me parece hermoso pensar que si el melodrama se originó gracias a la falta de diálogos, las películas de Lucía dieron toda la vuelta y el exceso está intrínsecamente presente en el diálogo mismo. No solo en las palabras, en lo retributivo, en el compartir con el otro, que es el mismo gesto de placer y sufrimiento que te comentaba al principio.
No sé qué pensás vos, pero para mí uno de los puntos más hermosos donde podemos rastrear eso es en el amor melodramático que comparten Luján (la heroína trágica o doncella frágil) y El sanjuanino (el héroe carismático). Al principio de Smog en tu corazón podemos ver la escena donde ellos dos se conocen por primera vez. El dueño del complejo (del que nunca me acuerdo el nombre) lo presenta a Luján, la tenista y el contador. Todos le hacen preguntas, a las que él responde. Luján también le pregunta (“¿viniste a visitar?”) desde el fuera de campo, pero él no logra articular sonido, solo hace un gesto afirmativo con las manos y los ojos, mientras la mira; pareciera que se quedó sin palabras.
Como todos los personajes, su relación se articula a través de las palabras, y comparten un momento frente a las canchas donde ella toca la guitarra y le cuenta su relación con las partituras y la música clásica. Pero como se conectaron, también se desconectarán, traicionados por la evocación de las palabras. Peter Brooks dice del melodrama que “la traición es una versión personal del mal”, algo que Manuel Puig entendió mejor que nadie. Más adelante, mientras los dos trabajan cada uno en su mesita, la tenista y el dueño del complejo se acercarán al espacio que ellos dos comparten. Ahora el plano lo comparten los cuatro, los intrusos en el medio, con la pareja una en cada punta del plano. Para aclimatarse con los otros, quizás, El sanjuanino empieza a reproducir cada una de las cosas que Luján le contó en la intimidad. La cara de ella se transforma. Ese intercambio me llamó mucho la atención. La manera que tiene él de valorarla es contarle a los demás las cosas que dijo, intentar compartir con un tercero sus comentarios y su manera de ver el mundo. A Luján, frágil, íntima y auto sometida, esto se le presenta como una transgresión. Es esa misma conexión con algo más grande que ellos lo que la hace retroceder. Él le arruina la experiencia de que la conozcan por sí misma. Y eso, para ella, es imperdonable. Pienso que ese desencuentro habla mucho también de esa “necesidad innegociable” a la que te referís, la de compartir el entusiasmo por algo más con los demás. Claramente para vos y para mí es así, sino estas cartas no existirían. Para Lucía también, sino no nos pediría por favor. Pero no para Luján, que como Anne Carson le pide al sanjuanino “Let me keep//my little life to myself”.
Ya que estoy con los poemas, hay un poema de Laura Wittner que me gusta mucho que se llama “Mi lado del diálogo”. Yo creo que Laura es, sin exagerar, una de las mejores poetas vivas de Argentina, y si me agarras después de media o una birra, te diría de todo el idioma español. Ese poema que me desplaza cada vez que lo leo termina diciendo, muy oralmente, “Mirá, no lo reenvíes. Lo que te estoy diciendo te lo digo solo a vos”. Me gustaría leerle poemas a Luján a través del mismo gesto por el que les leo poemas a mis amigos: para que se sientan menos solos.
¿Vos pensás que esa necesidad recelosa de Luján con la intimidad es diferente del gesto que Lucía nos propone con su “miren por favor”? ¿Es diferente, o en realidad es uno muy parecido? Ya no sé. Puede ser también porque son casi las cuatro de la mañana y yo todavía sigo dándole vueltas a las mismas ideas.
Para terminar por donde empecé, quería recordar que aunque fui cínica a ver a Lucía, en un rapto de esperanza invité a mi amiga Camila Mormandi, fotógrafa e interlocutora mía preferida para casi toda la belleza. Con todo esto que estamos hablando, yo siempre pienso que hay que tener una actitud celestina para con la vida: intentar que las personas y las cosas, entre sí y entre otros, conecten. Y digo que fue un rapto de esperanza porque comenzamos a desarmarnos frente a la película aún desde antes de que empiece, desde que su directora comenzó a presentarla, desde que sacó un pequeño papel con letra pequeñita, como si la experiencia-universo-Lucía ya hubiese comenzado. Lucía comparte con Camila el amor por la pequeñez de la intimidad, por el secreto del afecto por lo que para otros es imperceptible. Quizás aunque sus películas no me hubiesen gustado, simplemente me hubiese quedado contenta de haber podido construir una conexión entre ellas.
Bueno, si es como dice Rosario Bléfari y en realidad “las ideas son vueltos perdidos//que jamás quedan en los bolsillos”, esta carta fue una dispersión de vueltos perdidos lanzados a volar. Por eso creo que plasmo las preguntas sobre las preguntas, las ideas sobre las ideas y las respuestas sobre las respuestas. Porque ella también dice que “para que desaparezca la distancia//solo existe una palabra”.
Lo que diría, quizás, a esta altura de la noche y a esta altura del texto, es que hagamos caso a Rosario y eliminemos la distancia con palabras, que continuemos este intercambio sobre la belleza, que nos sigamos emocionando en comunidad, y que dejemos que esos acontecimientos que son las películas y las palabras nos trastoquen en cuerpo y alma. Que no nos armemos una cárcel de palabras, como un personaje de Seles, sino que compartamos siempre la belleza y la pequeñez de la intimidad, aunque nos angustie.
Espero que disfrutes esta carta tanto como yo disfruté escribiéndola. Espero, como todas las víctimas de la espera.
L.
Por Victor Guimarães y Lucía Requejo