Estos días recordé una de las primeras ideas que me llevó a pensar en el porno como cine de no ficción. En la primera parte de esta serie escribí que, al contrario de varios conocidos que sienten placer con videos filmados desde un punto de vista subjetivo, yo no necesito identificarme con el punto de vista de la cámara para sentir placer. Ahora creo que tendría que matizar esa afirmación. Tengo que confesar, por ejemplo, que ese tipo de videos me aburren o no me interesan y que siempre he preferido planos más abiertos.
También tengo que confesar que, en ocasiones, algunas ideas de Paul B. Preciado irrumpen mientras veo porno y el énfasis en la genitalidad me parece ridículo y recuerdo que para él todo es susceptible de ser dildo porque nada es centro. Todo orificio es susceptible de placer. Pero también pienso que quizás ningún video porno que siga las ideas de Preciado podrá ser tan efectivo y placentero como el más tradicional, porque tal vez es necesario una suerte de educación de la mirada para sentir placer en el porno más radical —si es que el porno puede ser radical—. Quizás tengo que desarrollar una especie de pornofilia para descubrir al James Benning del porno.
Pensar en pornografía y en la posibilidad de una narrativa radical puede ser un contrasentido. Ningún desafío a la forma de pensar las imágenes ha nacido en la pornografía porque la pornografía es, ante todo, una industria que produce imágenes y preserva las ideas más tradicionales sobre el coito; incluso la existencia de una supuesta radicalidad temática funciona como el extremo de lo tradicional, nunca como una vía [1]. Habría que volver a pensar en la relación entre valor y trabajo para pensar la pornografía fuera de sus dinámicas de explotación. Pero ese es otro tema, conozco poco de economía. Quiero escribir sobre imágenes porque para mí el porno también es imagen.
En días pasados leí y escribí sobre el Colectivo Cine Mujer, un colectivo de cineastas mexicanas activo entre la década de los setentas y ochentas que hicieron un cine feminista y militante. Según una investigadora llamada Márgara Millán nunca volvió a existir otra manifestación similar en la historia del cine mexicano debido, sobre todo, a las mutaciones dentro del mismo pensamiento feminista y político de la época. Las demandas colectivas pasaron a ser demandas individuales. Hay pruebas de esto, las películas dirigidas por mujeres —feministas o no— en la década de los noventa en México son menos radicales en su forma. Se trata de narraciones clásicas sobre temas como la maternidad o el deseo femenino. Estos temas, tratados como búsquedas personales, ya no muestran de forma evidente que forman parte de una estructura social [2]. Leer sobre la radicalidad de la forma me hizo pensar en las ideas de Laura Mulvey en contra de un cine narrativo: tensionar el punto de vista, sacudir la narración, hacerla explotar.
En ese sentido, las exploraciones más interesantes sobre el deseo femenino las he encontrado en los cortos “experimentales” de directoras como Barbara Hammer que filma a su pareja entre las flores y el sexo oral, Laida Lertxund que evoca un orgasmo a partir de unas montaña o Nazlı Dinçel que filma la masturbación como un acto subversivo y en contra de la educación familiar, en contra de los procesos de normalización. Pensar en el cine de ficción como un proceso de normalización, uno que, para mi amigo Nicolás Ruiz, también tiene que ver con las formas narrativas cinematográficas, con sus principios, desarrollos y finales, “como si todo el deseo cupiera en la construcción aristotélica del drama”, afirma. El deseo no cabe en las estructuras tradicionales de composición y narrativa. El placer deja de estar en el centro y se esparce en el plano y en la disgregación narrativa. Eso me lleva a pensar en las formas radicales del cine experimental o de vanguardia como una subversión de la forma, como una extensión del cuerpo desobediente. Me detengo aquí porque me parece que caigo en la retórica.
Puedo escribir sobre estos cortometrajes en términos de retórica, sí, como exploraciones radicales, pero no puedo pensar en sus imágenes en términos de placer quizás porque mi placer, aunque no lo quiera, está arraigado a un punto de vista construido principalmente por el porno. ¿Dónde está ese Benning de la pornografía que todavía no descubro como para cuestionar mi forma de ver esas imágenes?, o más bien, la Bette Gordon de la pornografía.
No es casual el nombre de Gordon, ella desconfía del concepto de mirada femenina y del esencialismo del género que intenta buscar una sensibilidad distinta en las imágenes filmadas por mujeres. Quizás no existen tales sensibilidades, pero sí hay temas comunes, intereses compartidos, exploraciones que dan cuenta de historias a contrapelo de Historias hegemónicas que se toman como naturales, como se ha tomado por natural el placer enfocado en la genitalidad con sus primeros planos y una coreografía en la que el fin del coito lo marca sólo la eyaculación masculina. Cuando escribí que no necesitaba identificarme con el punto de vista de la cámara en el porno amateur pensaba que en las imágenes del porno más tradicional es imposible encontrar una “mirada femenina” ¿cuál sería esa mirada? ¿la de una mujer con una cámara o la de una búsqueda feminista más allá de la heteronorma, en contra del propio porno?
Si traslado esa idea al cine de nuestros días, o más bien, a la forma convencional de ver cine, me parece trágico que lo que más se valore sea la identificación a partir de la representación: un contador de lágrimas para puntuar una película como Aftersun (2022). O una lista con requisitos para representar lo más “diverso”, como sucede muchas veces en el cine dirigido por mujeres donde parece que sólo importa la inclusión de ciertos temas que supuestamente nos competen. Tal vez sea un síntoma de la forma de entender ciertas búsquedas políticas en nuestro tiempo. Tal vez nos olvidamos de las discusiones sobre la radicalidad de la forma para conformarnos con un cine de las buenas intenciones. Un cine complaciente con su espectador, como el porno mainstream. Porque una radicalización de las imágenes —las del porno o las del cine narrativo, como lo llama Mulvey— no implica solamente cambiar el punto de vista. Para seguir con las ideas de Mulvey, hay que estallar la narración, hay que estallar la forma. Por otro lado, espero que esto último no se interprete sólo como la defensa de la preeminencia de un cine radical. Creo que se trata de algo aparentemente más sencillo: preguntarnos por qué miramos lo que miramos y cómo nos afecta.
[1] Es lo que yo llamo “efecto 50 Shades of Gray”: la “perversión” es redimible. Existe como el opuesto a la norma.
[2] La dimensión social pero también médica y judicial está presente en varias películas del Colectivo Cine Mujer. La película Rompiendo el silencio (1979) aborda la violación, pero también el deseo; el deseo masculino está inscrito en una sociedad que acusa de “maricón” a un hombre incapaz de estar con una mujer sin su consentimiento.
Por Karina Solórzano