Estela García es la protagonista, la voz y el silencio que da cuerpo a las páginas de Limpia (2022) mediante una narración testigo impecablemente desarrollada. La tercera obra de Alia Trabucco Zerán luego de La resta (2014) y Las homicidas (2019), nos relata la historia de Estela, asesora del hogar de puertas adentro, quien llega a trabajar en la casa de Juan Cristóbal Jensen, Mara López y su hija por nacer, Julia, en Santiago de Chile.
La protagonista, oriunda de Chiloé, llega a Santiago a pasar sus cuarenta años en una pieza al lado de la cocina, viviendo durante siete años en un mundo estrecho y con vínculos sociales inexistentes, denotado en la escueta presencia de personajes que circundan su estancia en dicha casa. Esto podría categorizarse en tres ejes: primero, en su vida privada, puertas adentro, adentro de una casa ajena, en donde repite incesamente los quehaceres domésticos; por otro lado, su vida fuera de la casa de los Jensen López, demarcada por el camino hasta el supermercado, sus paradas en la gasolinera donde conoce a Carlos y a Yany (o Daisy), una perra callejera; y, finalmente, su vida fuera de la capital, provinciana, en Chiloé, su vida anterior, su lugar natal, donde vive su madre. La vida de Estela como “la nana”, “la empleada”, “la esclava” (como se le menciona a lo largo de la narración) se ve pauteada por la existencia de Julia, quien nace pocas semanas después de su llegada al lugar de trabajo, lo cual insiste en el protagonismo secundario de su propia realidad, puesto que primero debe cuidar la vida de otras personas, con quienes está imposibilitada a crear cualquier tipo de lazo emocional genuino, pero que la mantiene -bajo una transacción monetaria- refregando, cocinando, lavando, bañando, ordenando.
La intención escritural se muestra frenética ante la idea de mostrar todas las responsabilidades diarias y la monotonía de los días, meses y años que Estela pasa viviendo en la casa de sus empleadores, desarrollando un conjunto de acciones que insisten en la jerarquía binominal del patrón y el inquilino. Esta narración se estructura en capítulos cortos que demarcan sus días, los que abren pasajes en cada comienzo que continúan abiertos al final, aunque se concluya la idea central de aquella escisión. De cierta manera, cada apartado es una incisión que se mantiene abierta y que no se puede cerrar, lo que acrecienta la tensión de quien lee.
Los cuerpos presentes en la narración funcionan más allá que un arquetipo, operan como cuerpos individuales en los que se encarnan relatos profundos y que, en conjunto, dialogan como reflejo incrustado, desde hace tantos años hasta la fecha, en la sociedad de Chile. Por un lado, está Estela que representa un cuerpo que migra -del campo a la urbe, como resabio de los fenómenos de la Reforma Agraria-; un cuerpo cansado y hastiado al punto de moler piedras en la licuadora; un cuerpo transacción, por tanto, descartable; y, desprendido de esto último, un cuerpo que importa menos que otros, supeditado a su capacidad de producir materialmente (Butler, 2002); un cuerpo relegado a la vida privada (Barbieri, 1993); un cuerpo anónimo en cuanto a lo que representa; y sometido en cuanto a lo que se presenta como la empleada, a quien su empleador avasalla con un relato erótico que ella no quiere escuchar, a quien la niña subyuga a comer tierra, a quien llaman “esclava de mierda” (p. 185). Por otro lado, están Cristóbal -esposo, el médico-, Mara -esposa, la abogada de un holding forestal- y Julia -hija, su heredera-, en quienes se deposita el discurso de clases del mérito y el dogma católico de familia monógama y heterosexual; quienes trabajan y ascienden para tener una vida pública y de consumo. También se presenta la madre de Estela, quien vive en Chiloé y es el único vínculo que mantiene a Estela sujeta emocionalmente a su lugar natal. Finalmente, está Carlos, el bombero de la bencinera cercana, un personaje que simboliza un contrapunto en la vida de Estela García -curiosamente lo mismo que proyecta Mario en Estela de Coronación de José Donoso (1957)- quien, al igual que Yany recuerdan a Estela que existe un mundo exterior a la puerta de la casa donde trabaja.
En Limpia se detectan vestigios del sistema hacendal, en el cual “el hacendado” ejerce dominio sobre sus tierras, creando vínculos paternalistas con quienes viven en ellas y relaciones de inquilinaje/peonaje con quienes sirven como fuerza de trabajo (Rebolledo et. al., 1995). Es por esto que durante la narración, la vida de Estela se ve desenvuelta mayoritariamente en la cocina de la casa, rodeada de utensilios domésticos, bolsas llenas de mercadería y el televisor prendido, el cual aparece como relato secundario con el fin de contextualizar la contingencia de un lugar que parece lejano a las inmediaciones de la casa de los Jensen López: sequía, incendios, terrorismo, protestas, delincuencia. Bajo esta lógica, Yany es desterrada por irrumpir en los metros cuadrados de los Jensen López, personaje no humano con quien Estela empatiza y genera un lazo crucial para comprender la narración, sus figuras y quiebres.
Por otra parte, la narración de Estela está ungida, de principio a fin, en dichos o, más bien, creencias populares que resguarda su madre, voz que constantemente la visita: “La primera vez es una advertencia, un susto, una falsa alarma. Y la higuera fue el aviso de la muerte para esa familia. Pero luego viene tres veces más, eso decía mi mamá: cuando muere uno, Lita, siempre mueren dos más” (p. 104). En este pasaje se abarcan dos cosas: la creencia popular de que cuando muere alguien también será el destino de dos personas más, además de fijarse la mirada en la higuera del patio, árbol que demarca las estaciones del año en la narración y augura, mediante su perecimiento -cual pasaje bíblico-, el advenimiento de un período oscuro para los personajes.
Asimismo, en el relato de Estela se deslizan constantemente las palabras “sequía” y “sed”, haciendo el contrapunto entre el sur lluvioso, húmedo y fluvial, con la capital seca, polvorienta y calurosa. De cierta manera, esta sed que siente la protagonista es símbolo de sus pulsiones del exterior y del retorno, así como alegoría de la tierra explotada. Y, tal como una hendidura en el techo que colapsa en gotera, el final se tensiona y las muertes van apareciendo de una en una. El desenlace es abrupto y demarcado por una peregrinación desde la casa hasta un centro cívico agitado. Entre las calles, avenidas y autopistas cada vez menos cuidadas, la protagonista, seguida por Carlos, siente sed, una sed inconmensurable. Su viaje, cada vez más lleno de personas, hedores y ruidos, culmina en una escena surrealista, pero existente, en la que clama por un vaso de agua, por su casa y por ser escuchada.
Referencias
Barbieri, T. (1991). “Los ámbitos de acción de las mujeres”. Revista Mexicana de Sociología Vol. 53. [203-224]. https://www.jstor.org/stable/3540834.
Butler, J. (2002). Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”. Paidós.
Donoso, J. (2018). Coronación. Debolsillo.
Rebolledo, L., Valdés, X. & Wilson, A. (1995). Masculino y femenino en la hacienda del siglo XX. CEDEM.
Trabucco, A. (2022). Limpia. Lumen.
Por Catalina Duhalde A.
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