LA CASA YA NO ES LO QUE ERA: UNA MINISERIE
La casa ya no es lo que era: un refugio en la tormenta, la nostalgia de Comala. Ahora es un dispositivo multitarea: sala de clases y oficina, calientapiés y salvapantallas. Lo siguiente es un adelanto de Ruido de fondo (samplers, crónicas, poemas): nueve escenas domésticas que datan del año de la peste –organizadas al azar– siguiendo a Cheever en aquello de que “nuestras vidas no son historias largas ni bien contadas”. El encierro es el espacio donde se desarrolla la trama.
- Fassbinder sostiene que la poesía da vida al negocio
Hay más de una casa al interior de la casa. No es solo una familia, la familia. Las habitaciones se subdividen y multiplican entre el tedio y las actividades recreativas. La misma ruta que ayer servía para atravesar del comedor a la cocina, ahora es un mundo abierto, punto por punto, idéntico a The Last of Us. Un robot aspira y nunca es poco ni suficiente. Los acabados de los muebles modernos se desperfilan. Las cañerías nunca más se comprarán en el Easy. Es un hecho: cada dos semanas el baño chico se inunda.
- Mi casa en el árbol
La casa ya no es lo que era: un lugar seguro, una pirámide, los contornos de Comala. Aracataca antes de Macondo: primero se llamó La casa, finalmente Cien años de soledad. La casa de azúcar, La casa de arena, La casa de cartón. La casa de los espíritus, La casa verde, La casa grande. Casa inundada. Casa de campo. Casa tomada. Voy a derrumbar mi casa y a empezar de nuevo: el departamento de Levrero, el refugio del yo en la nación. Construir un pensamiento y vivir en él. Millán insiste en que el apocalipsis doméstico se reduce a una arveja, muy pequeña, redonda y verde, a solas en un refrigerador. Oye, no se me puede olvidar (es en gran parte a lo que vine). La vieja casa inveterada de la calle Garay, La casa del aliento, la pequeña casa del autor: «en esa casa que aún no conocemos, sigue abierta la ventana que olvidamos cerrar».
- El Nadador
Recuperar la piscina. Escobillar el sarro del piso y las paredes. Retirar las hojas y mugre de la superficie. Decantar las materias orgánicas en suspensión con un floculante (si el agua está muy turbia aplicar 100 gramos por cada 10 metros cúbicos). Medir el PH con un kit específico. Calcular el nivel de cloro con un set dosificador. Enchufar al filtro la manguera flexible. Darle una misión a la tortuga alguicida. Poner a salvo los sapitos del estanque. Rellenar los niveles de líquido. Soplar el neumático inflable. Sumergirse a lo Burt Lancaster (pero no en sunga). Enseñar a los niños a flotar sin salvavidas.
- Melancolía
Eternizar los días más allá de su vida útil. Esparcir los restos del verano en los próximos cincuenta y dos fines de semana. Las ruinas de Roma adoptan la forma de un fondo de pantalla. La sombra se reseca, el caos se organiza, ningún frescor emana de la inercia. Lo que es, bajo los sauces, se llama melancolía.
- Los trabajos y los días
La casa resiste en el clímax de la cuarentena. No hay visitas ni paseos, acuartelada está la familia. Desenfunda el piano y se dispone a ejercitar la conmoción de lo inmediato: madera y acetato de todo y cuánto ofrecen los trabajos y los días. Una mano golpea el marfil, otra acaricia la huida. El presente es un tiempo absoluto de aspecto imperfecto. El agobio de lo cercano. Lo demás, demasiado encima.
- Pueblo abandonado
El país se redujo a un pueblo y el pueblo a la casa. El emblema de la familia era una foto de los niños en pijamas. Los padres tomados de la mano, la patria. En un extremo abandonado del mapa las mascotas reclamaron soberanía. Blanco fue algún día el esmalte de las paredes. Blanco el cielo, la galería y la pátina de los muebles. A mediodía: cortinas cerradas y humedad.
- Segunda mano de pintura
Raspar y lijar la pared con cuchillería de avión, con una pistola de aire, con químico removedor. Regresar capa por capa hasta dar con el primer póster. Despejar en la muralla el horizonte. Desgastar, sobar, cepillar; disimular la superficie con una mopa empapada de alcohol mineral. Dejar airear, reposar, para que el estuco chupe y ventile. Aplicar con un rasero la primera mano de esmalte y completar con una segunda mano que cristalice, aunque sea en la más baja de las resoluciones, la concentración de esa felicidad.
- El año de la peste
La casa se derrumbaba. No la viga maestra ni la viga de amarre. No las columnas o los dinteles. La casa. El padre dinamitó cada peldaño de la escalera. Luego hizo estallar los listones, puntales y durmientes. Empacó sus corbatas y se marchó. La puerta de entrada quedó colgando de una bisagra. Al borde del colapso, la madre reventó su pequeña colección de platos minerales contra las ventanas y desterró de los maceteros de la cocina las plantas de interior. Las hijas entraron en pánico frente al desplome. Por un año acamparon sobre sus camas en sacos de dormir. En ese lapso murió la gata de leucemia y el perro de distemper mientras la ropa en los cajones de los muebles se llenaba de aserrín. En las frazadas anidaron las pulgas y en las peinetas las liendres. Una peste. Nunca más los vecinos escucharon risas ni discusiones provenientes desde las habitaciones o el comedor. Por completo se disipó cualquier sonido de sobremesa en la ruinalidad de las paredes. La casa se derrumbaba. No la familia ni el matrimonio. No las libretas o los papeles. La casa.
- Un cuento de Bradbury
La imagen de una casa, abandonada, con las siluetas de las personas que allí vivieron estampada en la pared. La intensidad de la bomba dejó esos contornos en las puertas: las personas ya no existían, pero sus sombras permanecieron.
Por José Tomás Labarthe
Foto de Elde Gelos