¿Qué poder tienen las palabras en la literatura erótica que a veces hacen posible experimentar el goce o el desagrado? Es como si la palabra mediara para despertar nuestra imaginación o sacudir nuestro cuerpo. Un fragmento de Josephine Mutzenbacher, Historia de la vida de una prostituta vienesa: «Me acercaba a él entre sus piernas abiertas y sonreía. De repente, su rostro se ponía muy colorado, me acercaba a él y me besaba vehemente, me levantaba la falda, y me metía los dedos».
En la novela, la narradora es Josephine Mutzenbacher, relata sus experiencias juveniles como prostituta por lo que supuestamente estaríamos ante un texto autobiográfico. Después de varios años, entre las ventas y la censura, la autoría se le adjudicó al escritor Félix Salten, ¿de biografía a fantasía masculina? Lo que escribe Salten suscita a veces excitación y a veces desagrado, así lo confirman algunos hombres que leen fragmentos de la novela frente a la cámara que los filma en Mutzenbacher.
En la película, la que está detrás de la cámara es la directora Ruth Beckermann. Escribo esto y menciono su nombre y el de Salten porque me pregunto en qué medida la mirada —o la mano— media sobre nuestro cuerpo al leer o al ver una película, en qué medida el género puede condicionar una fantasía o construir nuestra idea sobre el deseo erótico. Beckerman es entonces la directora de la película, como en Los soñados (2016) la lectura en voz alta es la que guía la forma, aquella película era la correspondencia entre dos poetas; en esta, fragmentos de la novela de Salten. Es su mirada, su énfasis en planos detalle de manos temblorosas o pies inquietos lo que vemos en Mutzenbacher. El escenario lo conforma un viejo sillón rosa con detalles dorados, en el que se sientan estos hombres que a veces están solos y a veces en grupos de dos o de cuatro. Sus edades varían: adolescentes, jóvenes, viejos… Algunos conocen el texto de Salten, otros lo leen por primera vez.
En este ejercicio de filmación de un casting —que es la propia película— se invierte el imaginario pornográfico que lleva la etiqueta del mismo nombre, variaciones de un mismo video en el que una mujer atractiva responde de manera complaciente a las preguntas incisivas del hombre que está detrás de la cámara. Acá, lo que vemos son hombres a veces incómodos, pero frente a una distancia que les permite interrogarse sobre lo leído. La inversión de miradas —Beckerman interrogando en un casting— se corresponde con la exploración sobre el deseo sexual y los marcos sociales en los que se inscribe, en esos marcos caben las discusiones sobre el consenso y el abuso. En ese sentido, la película se parece al trabajo que realiza la directora estadounidense Bette Gordon en Variety (1983) en la que revisa el concepto de male gaze propuesto por la teórica Laura Mulvey.
En Variety una vendedora de boletos de un cine porno explora su fantasía sexual imaginándose a sí misma en pantalla, en una inversión de Vértigo (1958), es ella la que persigue por las calles nocturnas de Nueva York a un hombre que apenas conoce pero que parece encarnar su fantasía, el hombre se convierte en objeto de la mirada femenina. También en Mutzenbacher hay ideas sobre el goce susceptibles a una interpretación psicoanalítica, pero más que centrarse en el relato del deseo —pienso en un símil fácil como la comparación del sillón rosa desgastado con el diván de un analista— en la película es más importante el medio cinematográfico para explorar ese deseo; es más pertinente Bertolt Brecht que Jacques Lacan o Laura Mulvey, por decirlo de algún modo.
Un ejemplo: en una secuencia, el grupo de hombres que han hablado frente a la cámara están formados en hileras, son cien o más, su tarea es repetir en coro una serie de palabras tomadas del texto de Salten. Repetidas varias veces y en varias tomas las palabras parecen distintas a las del texto, parecen sólo sonido, sólo ruido. Creo que se trata de un ejercicio similar a la idea de toma de distancia crítica propuesta por Brecht, la construcción del casting puede llevarnos a pensar en la puesta en escena del casting de la pornografía, y la repetición de las palabras –hasta convertirse en ruido– puede llevarnos a pensar en su poder para causar excitación o desagrado. Como Brecht, la directora no busca nuestra identificación con lo mostrado, pero sí nos muestra su punto de vista. Tal vez nos quiere advertir sobre esa mirada detrás de quién escribe, detrás de quién filma; tal vez nos quiera advertir sobre cómo la excitación también es una construcción, una posible puesta en escena.
En el contexto de lo erótico ¿qué poder tienen las palabras para afectarnos? En la película de Beckermann este misterio permanece fuera de campo, la cámara puede registrar el rubor o la incomodidad, pero no el mecanismo de la imaginación que echa a andar el placer o la vergüenza. A diferencia de la imagen pornográfica que parece desbordarse con su énfasis en lo explícito, la fantasía sexual siempre es un gran fuera de campo. Y, sin embargo —no hay que olvidarlo— lo que vemos es el punto de vista de la directora, de ahí que, en las palabras de los hombres del casting esté presente la dimensión cultural del sexo. Y esa dimensión es quizás, la que Beckermann busca que no se escape del cuadro.
Por Karina Solórzano