Más alto que bajo, el rostro pálido, meditativo, reflejo, acaso, de
un mundo interno atormentado por la aventura de su propio
descubrimiento, la mirada vaga, Alberto Romero conducía el
amargo fardo espiritual de sus personajes.
Nicomedes Guzmán
Una vez terminada la jornada laboral, robando horas al descanso, un pulcro y perfumado empleado de la Caja de Crédito Hipotecario camina por las calles Morandé o Teatinos, baja por Bandera hasta el Mapocho, o se pierde lentamente aguzando el oído por las ventanas abiertas de las fachadas continuas del barrio Matadero o Estación Central. Vuelve al centro, agazapado en los oscuros y malolientes resquicios de los edificios: escucha, observa, libreta en mano, a los vagabundos y borrachos, a las prostitutas, a los ‘lanzas’ y ‘pelusas’ de la ciudad para captar –in situ– sus códigos y el habla de los que luego serían sus personajes literarios. Así, de las anotaciones de vidas miserables y tragedias cotidianas como materia prima, en 1918 aparece Memorias de un amargado, su primera novela, “simple, como un diario, que nos habla de existencias grises, fatales, llenas de pesadumbre”, como la describió Nicomedes Guzmán en el diario La Nación. El libro venía acompañado de un prólogo del escritor criollista Mariano Latorre, y una ilustración de Romero del poeta Carlos Préndez Saldías. De esta forma, el autor de tan triste título grabó su nombre de manera definitiva en la escena literaria de la época: Alberto Romero.
En una nota de febrero de 1929 en El Mercurio, González Vera atestiguó sobre aquel método de trabajo: “Mientras dura el día trabaja. Y por calles asfaltadas, relucientes, ricas hasta el desafío, camina hacia su escritorio. Durante la jornada ve y escucha a los funcionarios correctos, impecables, dignos en todo de los bronces y mármoles que magnifican el palacio; pero apenas readquiere su libertad; ¡es cierto que ya el sol se ha ido! Haciendo malabarismo con su bastón y uniendo un paso a otro, deja atrás las calles asfaltadas, las luces, las plazas quietas, y penetra por calles ahitadas de penumbra, de voces graves, de altas canciones y de posibles tragedias”.
Romero había nacido en Santiago un 20 de junio de 1896, y su afición por la escritura comenzó cuando era alumno de los Sagrados Corazones, en cuya revista escolar publicó su primer relato: “Vacaciones Aristocráticas”, título que da cuenta de su infancia de regalón, como anota el crítico Manuel Vega en 1930 en el desaparecido Diario Ilustrado, pues el niño Romero gozaba de una niñez “dulce, apacible, que se completaba con detalles curiosos: Albertito tenía cuenta corriente en una confitería de Santiago y para ferear [festejar] a sus camaradas de travesuras podía girar… casi sin medida”. Hijo del abogado y Fiscal de la Caja de Crédito Hipotecario, y posteriormente Ministro de Justicia e Instrucción Pública, Alberto Romero Herrera, secretario de estado del gobierno de Juan Luis Sanfuentes, Albertito era un señorito que disfrutaba de las bondades de la clase alta en los inicios del siglo XX que ostentaba sus lujos por el viejo Santiago de la Belle époque criolla, por eso Albertito “iba al colegio en coche americano, de negra caja y rayas verdes, el único en la ciudad que tenía ruedas de goma por aquellos días”. Esos mismos días en los que el país se preparaba para las onerosas celebraciones del centenario patrio en las que el pueblo, los que habitaban los roñosos conventillos y los oscuros cités sin alcantarillado ni agua potable, no estaban invitados. Esos mismos niños, mujeres y hombres que después poblaron las novelas de ese niño mimado que narró a los maltratados. Y como miembro del oficio de la escritura, Romero intentó compartir con su gremio algo de su favorable condición heredada; el escritor Fernando Santiván recordaba: “Pretendía yo un puesto en la Biblioteca Nacional. Los puestos en aquel tiempo y quizás también hoy, se conseguían por “empeños”. Era necesario acumular cartas y recomendaciones personales para sitiar a los dispensadores de empleos hasta rendirlos, hasta aburrirlos, probablemente.
¿Quién podría darme una carta para el Ministerio de Instrucción? No lo conocía y mi puesto se alejaba entre las brumas de las cosas inaccesibles. Hasta que, preguntando, preguntando, alguien me respondió:
–¿Pero que no conoces a Alberto Romero? Es hijo del ministro Alberto Romero ¿Te acuerdas? ¡Albertito, hombre!
Y esa misma tarde Albertito, muchacho que se asomaba a la adolescencia con su misma cara de ángel regordete, me introdujo al escritorio de su papá en su casa de la calle Santo Domingo, esquina de Teatinos… y al día siguiente tenía el nombramiento en el bolsillo”.
“En la selva de la letra impresa”
En el invierno de 1916, el elitista ambiente cultural chileno se solaza comentando la ceremonia de inauguración del grupo de ‘Los Diez’ en la Biblioteca Nacional, en la que el escritor y arquitecto Pedro Prado lee el manifiesto ‘Somera iniciación al Jelsé’, en el que declaran que “con su amor a la vida total, donde la belleza vive más cómodamente, Los Diez, a pesar de sus rarezas, aspiran a hacer obras que perduren, tomando la vida con un amor que no huye de melancolías y dolores, que no reniega de la broma y la seriedad, y que no desprecia ninguno de los ideales y ocupaciones en que los hombres consumen esta existencia pasajera”. En dicha cita la tropa da por inaugurada su actividad, la que además incluía una editorial y una revista homónima. Mientras, el joven Alberto Romero concluye el servicio militar en el regimiento Buin de Santiago, e ingresa como funcionario administrativo en la Caja de Crédito Hipotecario (en la que su padre ejercía el cargo de Fiscal), donde hizo carrera y se jubiló como subgerente en 1951. Sin embargo, pese a esa prolongaba vida de burócrata, su primer libro publicado, Memorias de un amargado, ya le había otorgado un espacio como colaborador permanente en la revista Zig–Zag con crónicas y relatos, y un breve puesto diplomático en Buenos Aires, ciudad en la que funda y dirige la publicación cultural Revista de Chile, en la que difundirá al otro lado de la cordillera a los creadores nacionales del momento, a la vez que despacharía desde la capital argentina columnas y crónicas para el diario La Nación y El Mercurio. “El niño regalón de la calle Santo Domingo, el chiquillo despierto, sensible a lo que sucedía en el mundo de los adultos, en el país de los muebles y las piernas grandes, que disponía de un juguete vivo para jugar al fusilamiento, ha encontrado ya su camino en la selva de la letra impresa, un rumbo que algunos no encuentran muy feliz, pero que no ha de carecer de goces cuando tantos queman su propia vida en pos de la inasible quimera”, dirá el escritor Luis Merino Reyes.
Ya de vuelta en Santiago, Romero volcará sus andanzas porteñas en el volumen de crónicas Buenos Aires espiritual (1921), el que se imprime en la imprenta de la Penitenciaría. Ahí está la atenta mirada del caminante que aguza los sentidos por las calles, bares y cafés, atento a los aromas, colores y personajes bonaerenses, en la senda de lo desarrollado algunos años después por Roberto Arlt en sus Aguafuertes Porteñas (1928). Ahí narrará su encuentro con la joven poeta Alfonsina Storni, en el que el novato escritor heteronormado interroga:
“–¿Tiene usted novio, Alfonsina?
–¿Novio, dice? Creo que sí, tuve un novio; pero mejor sería llamarle amor a esa pasión que nunca llegó a personificar dentro de los ritos humanos.
–Y ahora, ¿piensa usted casarse? No es una indiscreción, me parece: a su edad las muchachas buscan y obtienen el matrimonio para darnos a los hombres un poquito de cariño… ¡Son ustedes tan abnegadas!
–¡Eso nunca! –respondió la señorita Storni melancólicamente– ¡Sería demasiado para amante y muy poco para mujer”!
***
Pronto, su afición a observar los bajos fondos santiaguinos y las historias mínimas que lo componen lo hacen regresar a la novela con La Tragedia de Miguel Orozco (1929). Luego publicaría en Buenos Aires la que para muchos es su obra más importante, La viuda del conventillo (1930), una breve novela situada en las inmediaciones de la Estación Central, en el antiguo Chuchunco, un intento por territorializar el relato, situándolo en un ecosistema que determina las características y circunstancias de sus personajes, conformando una precursora tentativa de una literatura urbana en oposición al campo como espacio ficcional que dominaba en su época, lo que germinó años después en gran parte de las obras de la ‘generación del 38’.
En la novela de Romero, la joven viuda Eufrasia Morales –“querendona por naturaleza y simple y sufrida por temperamento”– monta un precario comercio de fritangas para enfrentar el prematuro fallecimiento de su marido, el “pintor, albañil y gañán al día”, Fidel Astudillo. Así, la mujer comienza su dura jornada con las primeras luces del alba para esperar a los hombres que viene del campo a la Vega Central, y que hacen una parada en su casa para comprar sopaipillas o pequenes (especie de empanada que contiene principalmente cebolla, muy común entre los más pobres de la época, un símil de nuestras actuales sopaipillas callejeras) y comer algo antes de llegar a vender sus vegetales. Para el cronista Luis Alberto Mansilla, las historias de Romero “elevaron el realismo más allá de la mera fotografía y penetraron en seres tiernos y violentos, simples y complejos, abandonados a su suerte, pero no resignados, chilenos en su identidad esencial pero también ciudadanos del mundo en sus esperanzas sobre un mundo más justo y fraternal”.
En 1935, Alberto Romero publica La mala estrella de Perucho González, una novela que nos introduce en las andanzas de un pelusa de la calle Placer, en el barrio Franklin, que va creciendo bajo la ley de la calle. Como Tarzán en la selva, Perucho se abre espacio en aquel medio donde vive y del cual ni siquiera es posible escapar. Es un hombre antes de siquiera dejar de ser un niño, y sin darse cuenta, como en un destino inevitable, como un designio de su origen, ya está en la cárcel. Como en todas sus novelas, Alberto Romero despliega un notable repertorio de personajes marginales, como también del ambiente carcelario y los códigos de convivencia –y sobrevivencia– del arrabal capitalino, sin embargo, nunca abandonó sus colaboraciones en la prensa, de la que fue acumulando una considerable obra dispersa en diarios y revistas nacionales en las que encontramos cuentos, crónicas y artículos. Para entonces, el señorito Romero ya había comprendido que el oficio que lo apasionaba requería de una dedicación de tiempo completo, trabajaba de día y de noche. En una entrevista con el escritor Fernando Santiván en el diario El Sur de Concepción, Romero confesaba: “Ya ve, mi amigo –me dijo cierto día, con voz de molinillo para moler café–, de día tengo que trabajar como un galeote amarrado a la galera, y solo me queda la noche para dedicarme a mi obra literaria. ¿Imaginará usted la vida absurda que vengo llevando? Vea usted. Después de la oficina, me acuesto a dormir. A las 9 o 10 de la noche despierto, como y salgo a dar una vuelta por la ciudad. De 12 a 2 de la mañana duermo otro poco, y en seguida me pongo a escribir hasta que sale el sol. Nadie creerá, cuando al día siguiente me ven salir de camino a la oficina, que he pasado una noche en ruda batalla con la tinta y el papel”. De esta forma, robándole horas al sueño, al ocio o al descanso, nacerían sus ocho novelas, dos volúmenes de crónicas y decenas de artículos, conformando una obra de profunda mirada, ternura por sus personajes y su universo narrativo anclado en los bajos fondos de Santiago, en el hacinamiento y la miseria.
“No producían sueño sino insomnio”
Aquellas historias y personajes maltratados que habitan la ciudad y sus márgenes, fueron quizá las características que cautivaron al joven Carlos Droguett, quien años después remecería la literatura nacional con su prosa torrencial. En su texto “Diálogo con Alberto Romero”, el autor de Patas de perro declara: “Alberto Romero fue mi maestro, mi primero y único maestro y voy a decir, o tratar de decir, cómo. Fue, además, con toda seguridad, el increíble y portentoso caso de un maestro que desde un principio no conversó conmigo desnivelado y que, sin embargo, o por eso mismo, me dijo más experiencia y trascendencia. Por eso lo recuerdo, por eso no puedo dejar de recordarlo y exponerlo como una tesis, una teoría, una retórica y una forma de enfermarse sin apuro y profundamente. También como un consuelo y una lotería para los solitarios de mi patria cargados de trabajos, de insomnios y de lágrimas”.
Droguett se detiene en el efecto que la lectura de Romero le causó: “Yo había leído a Alberto Romero, tal vez antes de leer a Baldomero Lillo, que hizo pedazos mi visión inmovilizada de la vida, pero Alberto Romero la había estado ya resquebrajando. Había un mundo desolado, castigado, implacable para el débil, el pobre, el solo, el enfermo. Si, no eran alegres, no producían sueño sino insomnio, no dejaban tranquilo ni apacible sino odioso, furioso, se sobreentendía, al correr sus páginas, al releer sus pasajes más conmovedores, que lo que contaba no lo había sino mirado, una misma atmósfera de inmovilidad, de maldad establecida rodeaba a sus creaturas, impidiéndoles vivir en paz, morir en paz, sumidos en la tinieblas de la tierra o del conventillo sus héroes, sus desventurados héroes estaban siempre señalados, marcados por el siniestro destino”.
Luego, el autor de Patas de perro despliega un íntimo retrato de Romero y la atención mostrada hacia su primer libro publicado, Los asesinados del Seguro Obrero, sus encuentros y conversaciones: “Cuando se publicó el libro, del cual no se vendió, que yo sepa, ni un solo ejemplar, le envié ejemplares a varios escritores o a alguna gente que yo creía escritores. No tenía mucha esperanza de respuesta, no, no esperaba nada, ni agradecimiento ni carta. Pero había cierto presentimiento de que, por lo menos, uno, uno a quien admiraba mucho, no dejaría sin respuesta un libro que había escrito verdaderamente emocionado”, escribe Droguett. “Sí, mi iniciación literaria, enlutada y sensualizada, transcurrió sola, tan sola como el niño que había sido yo y el estudiante universitario y periodista nocturno que sería hacia el año 30. Pero no tan solo ni olvidado. Porque un mediodía, de regreso de la universidad, me esperaba en mi cuarto, junto a la acostumbrada carta de mi novia porteña, otra carta, esta de Alberto Romero. Pocas veces en mi vida he estado maravillado, tan incrédulo y tan nervioso. La carta de Romero yo la esperaba, la había estado llamando. Yo le había enviado el libro a su casa, pero ignoraba dónde estaba esa calle. Él me decía escuetamente que lo fuera a ver su oficina, que quería conversar conmigo, que me esperaría”.
Su entusiasmo y energía, sin embargo, parecían no extinguirse. En 1937, en un contexto internacional antifascista, se produce una unidad entre radicales, comunistas y socialistas, a los que se suma la Confederación de Trabajadores. A imagen de los Frentes Populares europeos se consolida el Frente Popular, que alcanza el gobierno con Pedro Aguirre Cerda en 1938. Pablo Neruda regresa al país y junto a Romero, Rosamel del Valle, Volodia Teitelboim y Benjamín Subercaseaux, entre otros escritores, estudiantes y profesionales de sectores medios, fundan la Alianza de Intelectuales de Chile, en la que se agruparan “los escritores, artistas y periodistas interesados en la lucha contra el fascismo y la defensa de los valores permanentes de la cultura”, organización que Romero llegó a dirigir, lo mismo que haría posteriormente gracias al apoyo de sus compañeros de oficio en la Sociedad de Escritores de Chile (SECH), o en el Pen Club y la Comisión Chilena de Cooperación Intelectual, una activa y reconocida labor gremial y literaria que además le significaría ser nombrado como miembro de la Academia Chilena de la Lengua.
Por aquellos días, Hitler se ha replanteado el límite de sus fronteras y ocupa Austria. Un año después estallará la Segunda Guerra Mundial, y en España Franco ya habrá aplastado a la República. Mientras, en Viena el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, intenta escapar de la persecución nazi y la Asociación Psicoanalítica Internacional organiza su huida de la capital austriaca. Mientras cruzaba la frontera, los nazis quemaban sus libros en Salzburgo. Cinco años antes, cuando la hoguera ya había comenzado en Berlín, aún era optimista: “El nazismo austriaco no será tan brutal como el alemán”. Su médico de cabecera, Max Schur, también psicoanalista, escribió en sus memorias: “Freud olvidaba que Hitler era austriaco”. Poco después, cuatro de sus cinco hermanas fueron asesinadas en campos de concentración. En Chile, Alberto Romero se entera del inminente peligro nazi sobre Freud y hace gestiones para traerlo al país, gesto solidario que no obliteraba el importante aporte cultural y científico que significaba su estadía entre los nuestros. Toma contacto con su círculo cercano; busca apoyos, envía cartas a organismos públicos y privados para conseguir los recursos para asilar al padre del psicoanálisis y su familia, pero la petición no encuentra acogida y no logra concretarse. En una carta del 3 de junio de 1938, el vicerrector de la Universidad de Chile, Arturo Alessandri Rodríguez, le transmite a Romero la resolución de la universidad:
El Consejo Universitario tomó conocimiento, en sesión del 1 de junio, de su oficio del 31 de mayo, en que Ud. Transcribe a la Universidad de Chile un voto relativo al eminente sabio vienés, Dr. Sigmund Freud, aprobado por la Sociedad Médica de Valparaíso y que la Sociedad de Escritores de Chile ha hecho suyo.
La Corporación concuerda con las dos instituciones nombradas en la apreciación elogiosa que el voto en referencia hace de la personalidad, eminente dentro del campo de la ciencia contemporánea, del profesor Freud, y lamenta no encontrarse financieramente en condiciones de invitar al fundador del psicoanálisis a establecerse en Chile por el resto de sus días, en conformidad a los deseos de la Sociedad de su presidencia, que Ud. ha puesto en conocimiento de esta Rectoría.
(¿Habrá considerado Freud en algún momento de desesperación este posible remoto destino?)
Finalmente, el psicoanalista se estableció en Londres junto a su familia. Al año siguiente, el 23 de septiembre de 1939, muy deteriorado físicamente y torturado por el insoportable dolor que le producía el cáncer de paladar, le recordó a Max Schur su promesa de sedación terminal para evitarle el sufrimiento de la agonía. Después de tres inyecciones de morfina Freud murió. Fue incinerado en el crematorio laico de Golders Green, ahí permanecen sus cenizas junto a las de su esposa Martha.
Romero continuó con su labor gremial, en su gestión como presidente de la SECH se volcó a la organización de la primera Feria Nacional del Libro –la que se realizó en plena Alameda en 1940–; el inmediato reconocimiento que organizó junto a la Alianza de Intelectuales al profesor y escritor Carlos Sepúlveda Leyton en el salón de Honor de la Universidad de Chile, cuya temprana muerte truncó una promisoria voz narrativa que duró apenas cinco años en los que publicó toda su obra, la Trilogía normalista (1934-1938), y las decididas gestiones para la creación del Premio Nacional de Literatura, que finalmente se concretó en 1942, ocasión en que se le otorgó el justo reconocimiento a Augusto D’Halmar (“el hermano errante”). Un premio que nunca le fue concedido, a pesar de haber sido uno de sus primeros candidatos. Pero su relación y práctica del oficio comprendía una mirada –y una lectura– más allá de todo establishment literario, camarillas, fuegos artificiales mediáticos y entelequias jerárquicas, pues parecía fundado en una convicción a toda prueba, en la camaradería, bandera y lucha en la fiebre permanente de un ‘enfermo de literatura’ (en el que cada incidente o acontecimiento de la vida, por nimio que sea, se relaciona a una frase leída, a un texto recordado), un escritor habitado por lo que Onetti llamará posteriormente “literatosis”, una incontinencia bibliomaníaca, capaz de transformar la observación del movimiento de la cola de una gato en la duda de Hamlet y reconstruir de paso la biblioteca del mundo en ese acontecimiento habitual.
Hasta que paso del tiempo cayó sobre Romero y lo llevó al obligado retiro, abandonando el trabajo gremial y toda sociabilidad literaria. Luego vino el golpe de Estado y la oscura dictadura y la destrucción y borramiento de obras de la bota milica sepultó parte importante de la literatura social chilena, y con ellos su obra, publicada y reeditada en su mayoría por Nascimento y Quimantú. Entonces, Romero se trasladó a Viña del Mar donde vivió sus últimos años. Murió el 21 de noviembre de 1981 a los ochenta y cinco años de edad.
Por Felipe Reyes F.