Este año soñé, por primera vez, con Diego. Un amigo que murió hace un poco más de dos años. En el sueño, unos amigos iban a buscarme para decirme que él se había perdido, que estaban desesperados buscándolo. Comenzábamos a buscarlo, a pie, por zonas que tenían cada vez menos casas. Desaparecían las veredas y comenzaban a levantarse los árboles y el pasto. Ya adentrado en el verde, encontraba una pista: tres o cuatro camisetas de la Católica –equipo del que el Diego era hincha– dobladas cuidadosamente sobre el suelo. Comenzaba a caminar por un sendero angostito, y lo encontraba flotando, de espaldas, sobre un cuerpo de agua que no había visto nunca. Él se veía hasta divertido. Sonreía y tenía dibujada en la cara la sana resignación de quien es descubierto haciendo una travesura sin malicia. Me dijo algo, pero no puedo recordar qué.

Esa semana le comenté el sueño a mi psicóloga, y me dijo que de seguro el agua significaba algo. Que lo de las sonrisas y las camisetas eran algo evidente. «Yo creo que él está bien», me dijo. «Tal vez las camisetas, dobladas así, sean para dar cuenta de que estaba ordenando lo que dejó acá». Me comentó, entonces, que alguien a quien ella apreciaba mucho sabía sobre símbolos y significados de los sueños. Que hablaría con esa persona.

La semana siguiente, la sesión comenzó con ella diciéndome «el agua son los afectos, Maximiliano».

Esa fue la primera vez que la presencia del agua como un reflejo de los afectos se me hizo evidente. La segunda, fue leyendo El río Sábado, escrito por Juan Santander Leal, y publicado por ediciones Overol. El libro, una breve colección de prosas poéticas, de máximo una plana, parece ser una apuesta digresiva, tanto en el imaginario y el desplante técnico del autor mostrado en libros anteriores, como en su forma de abordar el síntoma de la escritura. Aquí, el poema parece convertirse en un terreno para revisar el entorno y entregarse a las dudas. Si bien el río Sábado parece ser, por momentos, un flujo cristalino, que pretende aclarar, Santander mete los pies al agua para buscar en lo más profundo de sus piedras y sedimentos.

Sabemos que son los ríos los que desembocan en el mar, pero el río Sábado parece ser, en sí mismo, una desembocadura de los afectos. Un espacio de serenidad donde el poema se plantea dudas y opina a partir de los estímulos sensibles que lo afectan. Llegar al río es un ejercicio de honestidad. El poema puertas, por ejemplo, asegura que «Los vestidos florales me recuerdan que la moda tiene pena de sí misma, sobre todo si atraviesa la colina cuyo pasto nace ahora». La escritura de Santander pone en tensión al entorno y lo que pasa al interior de la cabeza y el corazón de quien escribe. Asimismo, al final del mismo poema, asegura «solo hay que mantenerse quieto y preparado para pasar días sin expresarse».

Sin embargo, el río Sábado no es un terreno limitante ni limitado. La voz –o voces– que relata estos poemas está en un constante movimiento, uno donde el terreno también se ve enfrentado a otros panoramas. Como en el poema montaña. Cuando, elevado en el cielo, lejos del espacio del río, nace la pregunta «¿Qué soy para una montaña cuando ando de noche y busco algo de comer en mi equipaje?». Las preguntas siempre quedan suspendidas. No parece haber una respuesta inmediata, ni mucho menos lógica a estas inquietudes. Sin embargo, esta misma y original ignorancia, se equilibra con momentos de una luminosidad chispeante. Sigue, el mismo poema, diciendo «Me interesa lo que resucita, lo que no posee subjetividad y resucita, porque no uso la palabra amor con los objetos. Y escucho: “Solo estoy a tu lado si no puedes verme. Te espero en el expresionismo de siempre, no decaigas”».

Esta relación con los otros, la presencia del río como un afluente que lleva, también, un movimiento de conciencia y comprensión, comienza a abrirse con frecuencia después de este poema. La voz comienza a coleccionar los momentos elocuentes que le han otorgado quienes la rodean. Dice el poema miocardio: «La ambición te repite entre personas susceptibles: “No hagas un álbum de amaneceres tristes”». Sin miedo al riesgo de los lugares comunes, Santander ocupa la difícil palabra triste en un poema. Sin embargo, es la carga de sentido y contexto la que le devuelve a las palabras su insólita belleza. La sinceridad es el único pasaporte necesario para cruzar la frontera que nos lleva al río Sábado.

He tenido la suerte de compartir con Juan muchas veces y sé, tanto por sus conversaciones como por su poesía, que es copiapino. Yo también viví en Copiapó una temporada, entre los once y los trece años. El agua, decían mis papás, era «muy dura». Yo era demasiado chico para poder ponerle una imagen a esa contradicción. Con el tiempo fui entendiendo que esa dureza refería más a lo pesado. A lo cargado de sustancias que estaba el agua. La ciudad, además, era muy seca. Mis amigos y yo íbamos a andar al río en bicicleta y ellos me comentaban que hacía mucho tiempo había habido agua. Y que un par de años antes de que yo llegara, incluso se había desbordado.

Es extraña esa nostalgia por el agua. Cuando los lugares se secan, lo primero que hacen las personas, viendo la espalda partida de la tierra, llena de maleza y piedras, es sentir nostalgia por el tiempo donde hubo agua. En ocasiones, perdemos de vista el cauce del río Sábado y Santander vuelve a sus relaciones personales con el agua dura de esa ciudad que corta el desierto. En su poema cobalto dice: «En ese tiempo mi única obligación era estudiar lo que estaba por construirse, y tenía bastante tiempo para la sinestesia. El agua era de color cobalto y oculto en una ducha me convertía en juventud».

Parece ser esa misma nostalgia por el agua lo que invita a la reflexión. Un lugar común de los cuerpos de agua es el sentarse a mirar. El lugar común de la pesca como un ejercicio terapéutico, por ejemplo, el del nado como una especie de tratamiento viscoso, la tina como lugar de contemplación, o las caminatas nocturnas por la playa, parecen estar cruzados por el ejercicio del pensamiento y la atención por el agua. El río Sábado no se queda atrás, y el cauce de las ideas que comienzan a correr al contemplarlo, o al meterse en sus aguas, abre la puerta a la reflexión. Junto al agua nos hacemos preguntas que no tienen respuesta. En el poema emblemas, la voz se pregunta «¿Cómo insistir cuando no hay fuerza suficiente para retroceder?». Incluso en aguas tranquilas, pueden acabarse los deseos de bracear.

Y es que el deseo, como el agua, son flujos inconstantes. Los poemas de El río Sábado se mueven por una serie de paisajes irregulares. El río Sábado no siempre está bien nutrido ni es cristalino. Se desprende, entonces, que no siempre hay posibilidad de entrar al río, ni de que este refleje algo. El poema música asegura que «Bajo los puentes el río Sábado es un hilo de agua sucia pasando entre los adoquines». Los puentes, a su vez, parecen alzarse como una misteriosa contradicción: acaso un ejercicio de educar, de domesticar el agua. No me parece coincidente, entonces, que este mismo poema esté tan cercado por el espacio de la ciudad, donde «Un cartel publicitario afirma: “te hemos dicho tantas veces que no busques”».

El amague de desaparición también puede aportar a que nos extraviemos y alejemos del río Sábado, como una forma de apartarse de la claridad y un pequeño acercamiento a una desesperación, controlable, claro, pero desesperación al fin y al cabo. En el poema antepasados, por ejemplo, se lee «Es mejor caminar con nuestro anhelo como si supiera conducirnos hasta el río Sábado pero, ¿cómo orientar la brújula hacia el núcleo que no se alcanza mediante viajes?». Se abre la nueva pregunta de si el viaje hasta el río Sábado es interior o exterior. Sin embargo, a mi propio juicio, como lector, esa diferenciación no es tan importante. Lo realmente importante es qué tan próximos estamos del río. Idealmente de su parte más caudalosa, de una que nos deje meter los pies al agua.

Pareciera ser que en las zonas más profundas del Sábado, la voz adquiere una agilidad y una capacidad de asociación admirables. Como un cauce, sus preguntas y reflexiones invitan a hundirse, a nadar en el poema. Acá lo importante no es el reconocimiento de los objetos, del pensamiento ni de las emociones, sino la claridad con que estos son planteados y nos deja participar a quienes leemos de estas mismas dudas y preguntas. Dice el poema conciliar que «Habitar involucra pactos no considerados y aspavientos al sumergirse en la tristeza de los demás», como una manera de reconocer las dificultades del relacionarse con las personas, sin embargo, dejando abierta la posibilidad de abrazar esos aspavientos, y no permitir que estos hundan lo que hemos construido al fondo del río. El agua, como los afectos, vuelve a mostrarse transparente.

Desde el punto de vista de la comprensión, el agua también puede ser leída como una proyección del apego en sí misma: material necesario para la vida, compone la mayor parte de los cuerpos, y tiene la potencia de brindar vida a otros planetas. Dice el poema traspaso: «Venus lleva agua este noviembre hacia el espacio del sueño; es la estrella responsable de nuestras odiseas. Todavía hay espectros alimentando sangre al pasar la juventud, pues no sabemos si esta lluvia prefiere caer sobre la tierra o sobre el mar». Se disecciona, entonces, el agua como una posibilidad, manteniendo siempre en la primera fila a la importancia de su presencia. El agua puede aparecer en forma de lluvia o del río Sábado. Sin embargo, su manera misteriosa de transportarse, es suficiente para que confiemos en ella. La ignorancia también tiene la potencia de la belleza.

Aunque a pesar del optimismo en la búsqueda del agua, la calma, el reposo, la claridad, suelen adscribirse, en este imaginario, al río Sábado. Visillos, uno de sus últimos, nos invita a no dejarlo atrás: «Silba en la orilla del río Sábado y luego diserta en las calles vacías». Parece ser que son esos ejercicios silenciosos, personales, los que nos dotan de comprensión y dignidad. Según el director iraní Abbas Kiarostami, los signos de interrogación son la puntuación de la vida. Creo que esto puede entenderse desde la búsqueda de verdad o experiencia a partir de la duda. Es necesario preguntarse cosas para alejarse de la confusión, y esto se propone en estos poemas como una especie de libertad. En su último poema, preludio –justo antes del conclusivo desembocadura–, la voz recuerda un lejano 1999, donde «Podíamos decidir si nuestro cotidiano era o no una mercancía. No éramos insectos, no éramos estrellas, no éramos insignificantes».

El río Sábado, de Juan Santander, construye a lo largo de sus treinta y dos poemas una irregular serie de afectos personales. Una serie de afluentes confusos que, eventualmente, llegarán a tocarse en ese mar al que podríamos llamar calma o entendimiento. Una búsqueda del orden al interior de quien lee y quien escribe.

Pienso, como lector de El río Sábado, que ojalá esas hayan sido las aguas en las que vi flotar a Diego.

 

El río Sábado
Juan Santander Leal
Overol
2022
48 pp.