“Cada palabra es como una innecesaria mancha en el silencio y en la nada”.
S.B.
I. “EL ASEDIO EN EL CUARTO”. Así llamó Becket a su intenso periodo de escritura iniciado en 1946, época en la que publicaría sus novelas Molloy y Malone muere, y la pieza teatral que se transformaría su obra más popular, Esperando a Godot. En su biografía de Beckett, Paul Strathern describe la cotidianidad del escritor durante aquellos días de “el asedio”, los que pasó “principalmente en su habitación, aislado del mundo, enfrentándose a sus propios demonios, intentando explorar los mecanismos de su mente. Su rutina era por lo general bastante simple. Se levantaba en las primeras horas de la tarde, se preparaba unos huevos revueltos, y se encerraba en su cuarto tantas horas como podía soportar. Luego salía a hacer su periplo nocturno por los bares de Montparnasse, bebiendo ingentes cantidades de vino tinto barato, y regresaba antes del amanecer para pasarse largo rato intentando conciliar el sueño. Su vida entera giraba en torno a su casi psicótica obsesión por escribir”.
Todo había comenzado con una revelación. Durante una tormenta de invierno, de madrugada, Beckett decide salir a caminar por el puerto de Dublín. De pronto, entre los aullidos del viento y los azotes de las olas, comprendió que la “oscuridad que se había esforzado por reducir” en su vida –y en su escritura, la que hasta entonces no había logrado encontrar lectores ni satisfacer sus propios anhelos– debía ser su materia prima creativa. “Siempre estaré deprimido –concluyó Beckett–, pero lo que me reconforta es darme cuenta de que ahora puedo aceptar este lado oscuro como el lado dominante de mi personalidad. Aceptándolo, lo haré trabajar para mí”.
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II. “SIN UN PUNTO FIJO”. En cada obra de Samuel Beckett, la voz narrativa es una lluvia de palabras lanzadas desde algún lugar extraño, difuso, indeterminado. Una manada de frases mordiéndose, persiguiéndose unas a otras hasta difuminarse en el fin del relato. Cada texto suyo es errancia en un laberinto, el tránsito de una fuerza literaria que perturba, que permite múltiples caminos y nos traslada a un espacio ambiguo. Una voz que narra (o hace hablar) a personajes “innombrables” que parecen no ser de este mundo, pero que lo habitan radicalmente, mientras se mueven sin encontrar un punto fijo en el que situarse, rechazando todo racionalismo.
Utiliza el absurdo existencial –al igual que Camus– como una cavilación metafísica que le sirve para explorar el devenir de la vida en las más diversas formas. La “realidad” de una novela de Beckett es un sueño excesivo, una dilatada pesadilla que abarca pasado y futuro, una manifestación fluida de una pulsión aparentemente inconsciente. Elude la tentación del estructuralismo y el significante de las narraciones que “cuentan cosas” o “se dice algo”, para imbuirse en los desvaríos del lenguaje que se vuelca sobre sí mismo.
En Compañía, una voz llega hasta alguien que está sentado en la oscuridad. La voz nombra y describe a ese alguien, su pasado, su futuro y sobre todo su presente, está ahí, en la oscuridad, escuchando. Pero alguien más está en otra –o en la misma– oscuridad imaginándose todo lo que ahí se dice. Hay, al menos, tres personajes claramente diferenciados en el texto: alguien que imagina todo, alguien que escucha y una voz. Pero estos tres personajes son al mismo tiempo uno solo, la voz narrativa que leemos. La voz extraña de un yo múltiple que nos describe –como en el relato de González Vera– su necesidad de compañía, la que parece no ser otra que la del lector que se enfrenta al texto.
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III. “EL QUE VIVE FUERA DEL MUNDO”: Murphy, el protagonista de su homónima primera novela, amante del silencio, la oscuridad y la vida contemplativa, es empujado a la calle por la insistencia de Celia a que busque un trabajo. A punto de abandonar su abúlica búsqueda, se cruza en un bar con un funcionario de un manicomio que necesita un reemplazo.
El capítulo en el que Murphy llega a trabajar al sanatorio, comienza con una frase que Beckett toma de André Marlaux: “Es difícil para el que vive fuera del mundo no buscar a los suyos”. Pero Murphy es atraído por algo que está más allá de la manoseada enajenación de la locura, y decide suicidarse sin ningún heroísmo. Su último deseo había sido que sus cenizas fueran tiradas al baño público de su teatro favorito y que, sin ninguna tristeza ni solemnidad, tiraran la cadena. El hombre encargado de cumplir con su deseo, lleva sus cenizas en una bolsa y en un bar se las lanza a la cara a un tipo que lo insulta. La bolsa con los vestigios de su humanidad queda tirada en el piso del bar, la que los parroquianos patean “tanto y tan bien que mucho antes de la hora de cerrar, el cuerpo, la mente y el alma de Murphy estaban libremente distribuidos por el suelo, y antes de que el alba viniera a desplegar su luz grisácea sobre la tierra, fueron barridos con el aserrín, la cerveza, las colillas, los vómitos, los escupitajos”.
Murphy se transforma en un desecho, pero su itinerario vital no ha terminado. Beckett se lamentará después de no haber podido expresar con más fuerza y claridad la presencia de Murphy en el bar mientras sus cenizas están desparramadas por el suelo, pero ¿cómo narrar a un personaje que ha perdido la corporalidad que permite describirlo? ¿Cómo hacer que unos fragmentos tengan en la narración la misma presencia con la que fue descrito antes de ser polvo? Murphy en su estado de cenizas pisoteadas entre aserrín y colillas, se ha vuelto innombrable, indescriptible como persona.
En cada una de sus novelas posteriores, Beckett irá haciendo que esos indescriptibles hablen, que ellos mismos nos cuenten su multiplicidad y su tránsito, y pasará de la tercera persona a la primera, para culminar en el monólogo incesante de El innombrable, esa voz que nos dice que viene de un pedazo de cuerpo dentro de un jarrón que decora la entrada de un restorán: “De los ruidos que me llegan se desprende con toda claridad que no estoy completamente sordo. Pues si aquí el silencio es casi total, no lo es del todo. Recuerdo el primer ruido que oí en este lugar y que después he oído con frecuencia. Pues debo suponer un comienzo a mi estancia aquí, aunque sólo fuera para comodidad del relato”.
Hacia el final de la novela, esa misma voz se preguntará si no es nada más que una mancha de semen en las sábanas de un adolescente: la voz de algo que advierte su imposibilidad de existir.
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IV. “HABLA DE SÍ MISMO COMO DE OTRO”: Ese yo indeterminado fue finalmente la marca propia de la extraña voz narrativa que caracteriza la obra de Beckett, la que se sitúa al otro lado de la valla del realismo, en una zona poética sin pasaje de regreso a las formas tradicionales de la literatura. En esa exterioridad fragmentada, sus no-personajes abandonan el perímetro psicológico tradicional. Incluso cuando utiliza la tercera persona, parece no poder evitar que haya un desdoblamiento en el que esa tercera persona se encuentra absorbida por la primera. Como alguien que en su monólogo hablara de sí mismo como si se tratara de otro, pero, al mismo tiempo, deja claro que se trata de sí mismo: “Inventor de la voz y del que escucha y de sí mismo. Inventor de sí mismo para hacerse compañía. Permanecer en eso. Él habla de sí mismo como de otro. Hablando de sí mismo él dice, él habla de sí mismo como de otro. Él se imagina a sí mismo para hacerse compañía”, nos dice el narrador de Compañía.
Beckett hace literatura con las propuestas del psicoanálisis y la filosofía contemporánea que entiende al ser humano como una entidad de múltiples vértices, y su concepción de la realidad rechaza la idea de la literatura como una representación objetiva del mundo y las personas. Su escritura, implícita o explícitamente, no evade el problema de lo real, de su naturaleza múltiple. Pero su propuesta narrativa también tendría detractores: para el filósofo y crítico literario húngaro Georg Lukács, por ejemplo, la escritura de Beckett es un síntoma de toda la “degeneraciones burguesas de la literatura contemporánea”, que busca la “disolución de lo real, del hombre y del mundo”, dice que sus personajes son “seres privados de toda unidad objetiva”, un “estilo de la mueca”.
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V. “AVANZANDO COMO RETROCEDIENDO, O DESVIÁNDOME”: “Estilo de la mueca” que se mueve por los caminos inciertos y siempre desconcertantes de una búsqueda. La búsqueda de personajes que indagan en su percepción del mundo –de un paraíso o un infierno– soslayando el cotidiano. Para Beckett, la búsqueda no es melodramática ni trágica sino cómica: un yo incontrolable que busca con la esperanza de encontrar algo que lo elude constantemente.
Sus personajes sufren en sus mundos en miniatura, con toda ausencia de heroísmo y de sentido hasta disolverse en una abstracta comicidad, una escritura que niegan la vida en su orden lógico y se solaza en esa misma negación. “Toda esta historia de tarea que cumplir, para poder pararme, de frases que decir, de verdad que hallar, para poder decirla, para poder pararme, de tarea impuesta, rezuma, descuidada, olvidada, por hallar, por satisfacer, para no tener que hablar más ni oír más, la he inventado yo con la esperanza de consolarme, de ayudarme a proseguir, de creerme en algún sitio, moviéndome, entre un principio y un fin, tan pronto avanzando como retrocediendo, o desviándome”, nos dice El innombrable.
Su voz narrativa absorbe el escepticismo y el pesimismo carente de toda divinidad y amor propio. Personajes que luchan por la supervivencia de la no-vida pese a la desesperanza y el abandono. El efímero y casi aparente fulgor de esperanza que ve Camus en el tránsito inútil de Sísifo, Beckett lo transforma en la desesperada búsqueda del hombre por encontrar respuestas que nunca conocerá.
Por Felipe Reyes F.