“Todo salto vuelve a apoyarse. /Pero en algún lugar es posible / un salto como un incendio, / un salto que consuma el espacio / donde debería terminar. /He llegado a mis inseguridades definitivas. / Aquí comienza el territorio / donde es posible quemar todos los finales / y crear el propio abismo, / para desaparecer hacia adentro.”  Roberto Juarroz

Una imagen particularmente significativa expuesta por Fromm en El Miedo a la Libertad es la existente relación fundamental entre el hombre y la libertad ofrecida en el mito bíblico de la expulsión del hombre del Paraíso. El mito identifica el comienzo de la historia humana con un acto de elección, pero acentúa singularmente el carácter pecaminoso de ese primer acto libre y el sufrimiento que este origina. “Hombre y mujer viven en el Jardín edénico en completa armonía entre sí y con la naturaleza. Hay paz y no existe la necesidad de trabajar; tampoco la de elegir entre alternativas; no hay libertad, ni tampoco pensamiento. Le está prohibido al hombre comer del árbol del conocimiento del bien y del mal: pero obra contra la orden divina, rompe y supera el estado de armonía con la naturaleza de la que forma parte sin trascenderla.    Desde el punto de vista de la Iglesia, que representa a la autoridad, este hecho constituye fundamentalmente un pecado. Pero desde el punto de vista del hombre se trata del comienzo de la libertad humana. Obrar contra las órdenes de Dios significa liberarse de la coerción, emerger de la existencia inconsciente de la vida prehumana para elevarse hacia el nivel humano”. Obrar contra el mandamiento de la autoridad, cometer un pecado, es, en su aspecto positivo humano, el primer acto de libertad, es decir, el primer acto humano. El acto de desobediencia, como acto de libertad, es el comienzo de la razón.

Chantal Akerman ha plagado sus piezas cinematográficas de un malestar que comúnmente se halla en lugares funcionales, sus personajes parecen luchar contra la represión de sus instintos y la conformidad automática de la vida como envase principal y espacio de confinamiento subrayando siempre uno de dos extremos: la discrepancia entre nuestro “yo individual” y el mundo, o la completa y trágica simbiosis y posterior desaparición del individuo en ese ejercicio. En sus obras ha elegido cinematográficamente y vitalmente un profundo sentimiento de soledad y angustia que conlleva el ejercicio de la libertad y “la libertad de” sin dejar muchas veces claro el desenlace de “la libertad para”. En sus obras filmadas, hay algo aterrador que se esconde siempre, siempre hay un revés, una espalda de las cosas y una sospecha constante de la rutina, la seguridad y la aprobación que hallamos en las relaciones sociales y privadas, en cualquier forma de distracción que hallamos afuera, un afuera que ha sido gritado tan fuerte que ha pasado desapercibido como un adentro.

Saute Ma Ville, uno de los primeros cortometrajes dirigidos por Chantal Akerman nos hace testigos de una asfixiante rutina doméstica de una mujer. En gestos erráticos se induce en una cadena de actividades, todas ellas en un aparente encierro doméstico, ninguna con un sentido explícito o expresado. Al realizarlas su cuerpo parece estar alienado en una mecánica física y psíquica que es retratada con una precisión poderosa.

Todo el monólogo corporal de Akerman como actriz principal plantea una posible conexión entre la represión y la existencia de lo que Erich Fromm denomina seudo actos y la operación de eliminación de ciertas partes del yo real que han sido silenciadas o mutiladas. Saute Ma Ville hace uso de un solo personaje femenino, invisibilizando temporalmente cualquier suerte de fuerza externa que inaugure el ideal femenino-doméstico. La mujer es testigo de su propio teatro del que eventualmente sale como si de un hechizo se tratase. Su cuerpo y voluntad se encuentran desconectadas de su pensamiento y emoción, al mismo tiempo que el cuerpo adopta un camino errático y mecánico. La mujer en la cocina propone un sentir deforme del deber, pero teniendo en cuenta que la presión bajo la forma del deber ha sido lo bastante fuerte como para ahogar el sentimiento de que lo hace porque está obligada a ello, creando en la mujer un patrón de pseudo voluntad, algo que socialmente debe querer.

Concebir el cuerpo femenino en las películas de Chantal Akerman como una prolongación del cuerpo social justifica la densidad física que vemos sobre los cuerpos que ella crea y que, por tanto, devela toda estructura que pesa sobre él; este peso deforma y transfigura las expectativas externas hasta que toman apariencia de los deseos propios. Hacia el final de la historia de este cortometraje la mujer experimenta una sensación de terror y pulsión de auto-destrucción en un lapso de auto-consciencia con la que ya no puede quedarse: toma en sus manos un ramo de flores y hace explotar su cocina con ella dentro.

La precisa alternancia entre las labores domésticas y el trabajo sexual en Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1090 Bruxelles (1975) uno de sus largometrajes más conocidos, donde narra la rutina asfixiante de una ama de casa que diligente y servilmente responde al cuidado de su hijo adolescente y durante el día ejerce como trabajadora sexual para mantener la situación financiera de su hogar a flote, de nuevo trae a la discusión el seudo-yo y sus respectivos seudo-actos. El contenido de la voluntad, pensamientos y emociones se originan desde afuera y se dan de manera tan vasta que surge la impresión de que aquellos seudo-actos constituyen la regla y que pueden ser perfectamente lógicos y racionales; El deber maternal y La “Libertad” como instrumentos desfigurados eliminan en la protagonista partes de su yo individual y obligan a colocar el seudo-sentimiento de deber y cuidado en sustitución de otros que han sido reprimidos. “El seudoyó, en cambio, es tan sólo un agente que, en realidad, representa la función que se espera deba cumplir la persona, pero que se comporta como si fuera el verdadero yo” expresa Fromm en El Miedo a la Libertad.

Jeanne representa diversos papeles de cuidado y satisfacción de necesidades: (domésticas y sexuales) y se halla subjetivamente convencida de que ella es ella en cada uno de ellos. Pero en todos no es más que lo que se espera que ella deba ser; Erich Fromm explica que en los sueños, fantasías o quiebres aflora el verdadero yo “A veces se trata de malos pensamientos o de emociones que fueron reprimidas porque el individuo experimentó miedo o vergüenza.” Lo que explicaría en gran medida la pulsión destructiva al final del filme cuando asesina a sangre fría al hombre que está en su cama, muy en concordancia con la explosión doméstica que lleva a cabo en Saute Ma Ville.

Sin embargo, una gran parte del tiempo Jeanne se halla bajo la más estricta conformidad, recibe con amabilidad el abrigo, sombrero y bufanda no solo de su hijo adolescente inútil sino de los hombres que entran a la casa a “satisfacer” sus deseos sexuales. Los planos estáticos y de alta duración no pretenden ocultar el vacío ni el silencio, la acompañan en su jornada automática y dictada, la vemos levantarse robóticamente, hacer el mismo desayuno todos los días, prepararle los zapatos a su hijo, hacer las mismas preguntas día tras día, recorrer el mismo camino en su laberíntica casa. Todos estos gestos de servidumbre y sujeción son gestos externos que ha hecho propios. La hiperactividad e impulsividad de la acción tanto doméstica como sexual, donde tiene la ilusión de tener todo bajo control, y que no tienen para ella ningún gusto peculiar, tan solo son de carácter instrumental. El jarrón que esconde el dinero que sostiene el hogar, se erige allí como símbolo de abundancia y provisión en su comedor, resultado de esta instrumentalización sexual.

En ambos casos el mecanismo de evasión se constituye de la adopción completa que le son impuestas a partir de las pautas culturales, sociales, familiares. La brecha entre el Yo y el mundo desaparece. Este mecanismo lo compara con el mimetismo animal: se fusionan con el ambiente que cuesta definirlos. La mejor palabra para definirlos es la de autómata. No vive angustiado, pero ha perdido su personalidad. Jeanne despliega y recoge su vida doméstica con una simple cama plegable en la que su hijo duerme. Usa un uniforme a cuadros para sus labores en la casa, como cualquier empleado diligente, y usa otro distinto para su horario laboral como prostituta. De ambas labores, esclava. La expresión inconsciente de esa esclavitud internalizada y arraigada en lo propio crea en ella una tendencia compulsiva hacia la acción y la disposición de hacer de su vida un simple instrumento por un lado de dominación y por el otro de adoración. Este tipo de seudopensamiento se puede encontrar en la apreciación estética, la opinión respecto a política, creencias religiosas o la vida diaria. El punto no es si están equivocadas o no, sino la originalidad del pensamiento del individuo: hasta dónde piensan Ellas y hasta dónde el pensamiento es propiedad de una autoridad invisibilizada.

Chantal Akerman usa el sobrepeso corporal para revelar que ninguna acción allí es espontánea, ni siquiera tararear música, un gesto terriblemente inconsciente. El yo individual de Jeanne hace aparición hacia el final del filme cuando el personaje empieza a fallar en sus rutinas, empezamos a notar las grietas en el sistema que ha construido. Aún así, la imposibilidad de verbalizar es infinita, es sólo el hombre y el amo quien nota las fallas en el patrón de su empleado: “Mamá, tu botón”, “Mamá, ¿No vas a prender la radio?”

Claudia Yurley Quintero en su reciente texto ¿Quiénes compran sexo? pone sobre la mesa la discusión entre abolicionismo y regulacionismo, argumentando cierta esclavitud en las mujeres que ejercen la prostitución, “Considerar la prostitución un trabajo y no una “situación” por la cual cualquier mujer puede pasar beneficia a quienes se lucran de sus cuerpos o descargan su misoginia sobre ellas”; Erich Fromm, en la obra mencionada anteriormente, expresa también cómo usar el término “empleado” — “employer” con un patrón abstracto e invisibilizado (Que no es tan evidente como parece ¿Es el hombre, es su deseo? ¿El amor, el dinero, el hombre extraño en su cama, su hijo adolescente inútil?) ha hecho del individuo, en este caso, un instrumento de fines suprapersonales que ha aumentado el espíritu de ascetismo y de insignificancia individual y plantea la pregunta “¿Cómo podemos conciliar el hecho de que mientras objetivamente llegó a ser el esclavo de fines que no le pertenecían, subjetivamente se creyó movido por el autointerés?” Parece ser que es existente una suerte de compulsión internalizada de la mujer, tanto la doméstica como la servidumbre sexual, ambas en su naturaleza socialmente excluyentes.

Jeanne finalmente termina cometiendo el trágico acto pecaminoso que la expulsa de su paraíso personal: la rutina y el beneficio de no tener que elegir entre dos caminos. En aquel paraíso masoquista y en buena medida sadista donde no solo se pone al servicio y se integra hasta desaparecer con el otro, sino que también disfruta del control y autoritarismo limitado que eso le ofrece, donde no es posible el pensamiento y a la vez no es posible la libertad, decide ejercer su libertad y superar el estado de coerción, se sienta en silencio y despojada de sus uniformes, descansa en el horror y la destrucción.

Por María Natalia Peralta