Lo que vive según la razón, vive contra el espíritu.
Paracelso
The idea of infinity cannot be expressed in words or even described,
but it can be apprehended through art, which makes infinity tangible.
Andrei Tarkovsky
Sin final. Nunca termina. ¿Dónde empieza?. En ningún lado, y aún así está en todos. No fue ni será. Es. Es constante movimiento. Su final es el comienzo.
Desde pequeño he intentado, en reiteradas ocasiones y de diferentes maneras, comprender la idea de infinidad, sin jamás lograrlo. Comprendo ahora el error que cometía una y otra vez; signos matemáticos y deducciones, ambos pertenecen al pensamiento, al vallado terreno de la razón, que, no me oiga Platón, raramente revela o puede explicar tan clara o intensamente como la imaginación.
Tras leer La Biblioteca de Babel, sentí, por primera vez, cómo se sentía (valga la redundancia) la infinidad. Porque la infinidad –o inmensidad, como la llamaría Gastón Bachelard– no se piensa, se siente (íntimamente). Sí, uno puede comprender el concepto matemático o filosófico de infinidad, pero continuaría, aún así, sin saber qué es la infinidad (frase aplicable a casi cualquier cosa entendida por la razón, pero desconocida para nuestro ser). La virtud del escritor reside en la sutileza con que habla de tan delicado y enigmático tema. No sé, ni sabré jamás, que ha querido retratar exactamente Borges en aquel alegórico cuento –suposiciones, imagino no únicamente mías, me llevan a pensar en su versión del universo, de la infinidad–. Tampoco me interesa, pues por sí solo habla –como el símbolo– el texto.
Contrario a la filosofía, la literatura no busca del misterio la verdad; sirve a este como espejo, esclareciendo sus formas difusas, iluminando, como una vela en un cuadro barroco, los detalles escondidos en el vacío, en la oscuridad. Este espejo, cuando hablamos de la literatura, es la imaginación; tierra etérea donde las palabras toman forma, donde el espíritu literario goza de la ilimitación de esta mágica y enigmática noción. Volviendo la mirada completamente hacia el cuento, se leen, tal cual uno empieza, las siguientes palabras: “El universo (que otros llaman biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas”. He aquí la imagen del infinito. Le basta a Borges la descripción de una sala hexagonal para mostrarnos el infinito, pues, nosotros lectores, no imaginamos la sala hexagonal, las imaginamos todas a un tiempo. Una vez toma forma, ese vasto pozo, esa cantidad de galerías hexagonales repetidas indefinidamente se vuelve interminable. No quiero condicionar su emoción al leer el pasaje, pero este evoca, al menos en mí, una vertiginosa sensación de movimiento: miro hacia abajo, no veo más que el negro interminable del pozo. Imagino una caída, donde no vería más que luces tenues, bibliotecas y “barandas bajísimas”; no vería más que las galerías hexagonales, repetidas eternamente. Lean las palabras que usa Borges: Número indefinido, vasto, pozo (además de obviamente la palabra infinito en sí misma). Además de la tan curiosa aunque excelente analogía entre Universo (infinito)-Biblioteca (todo el que haya pasado más de diez minutos leyendo títulos y nombres de autores en el lomo de los libros amontonados en las estanterías de una biblioteca habrá sentido la tan peculiar sensación de mareo, dolor de cabeza y agobio que ésta práctica paradójicamente placentera genera), agrega “desde cualquier hexágono, se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente”, y luego “La distribución de las galerías es invariable […] En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito…”. Así, la palabra biblioteca se vuelve un sinónimo de la palabra universo o infinito dentro del cuento, y, para el lector, una manifestación de la idea (comprendida en su connotación más idealista), del arquetipo de la infinidad. Finalmente, y en mi edición por lo menos, en letra cursiva, se dispone el narrador a dar la definición de la biblioteca-infinito, el dictamen clásico, como lo llama en el texto: “La biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible”. Es entonces el infinito una biblioteca con vastos pozos, un número indefinido de galerías (cuya apariencia es invariable), desde las cuales pueden verse otras idénticas -interminablemente- con espejos en los zaguanes. Es esférica, sin centro -o con infinitos centros-. Es entonces, la biblioteca “iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta […] la biblioteca es ilimitada y periódica”. La palabra infinita sirve para describir la biblioteca, y la palabra biblioteca nos sirve para describir (y entender) la infinidad². ¿No sienten ahora, la infinidad?. Lean, no mis palabras -pues no son mías-, sino las de Borges “con los ojos cerrados”. Dejen que su voz relate estas palabras a ustedes mismos, e imaginen, experimenten el universo entero abrirse en su interior. Imaginen, pues es allí la única tierra donde no tenemos más límites que lo que nos ate al pensamiento (curiosamente, Borges dice, en el cuento, “quienes lo imaginan sin límites…”).
Ilimitado, periódico, infinito, son palabras que podrían tranquilamente encontrarse en una clase de física o matemática, pero no esta vez; con ellas Borges se refiere a la biblioteca (así, estas abstracciones meramente conceptuales o numéricas toman forma, se vuelven imaginables). La sala hexagonal, todas las que podamos ver, imaginar, se repiten periódicamente. Además, la biblioteca está, como es de esperarse, repleta de libros “armada de volúmenes preciosos”. Estos libros son también descritos en el cuento “a cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. […] (las letras son) puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas […] cada ejemplar es único, irreemplazable, pero siempre hay varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma”. Los libros forman también parte del infinito; ellos parecen ser infinitos, inconmensurables al menos para el humano.
“No hay, en la biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles se dedujo que la biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veinticinco símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito)”.
Esto conduce a las últimas frases del libro, donde se lee “Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar –lo cual es absurdo. Quienes lo imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros”. En este punto, se siente la paradoja, la gran contradicción de principios que conlleva el infinito. Borges agrega “Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: la biblioteca es ilimitada y periódica.” Esto, sumado a otro pasaje, que aparece casi al comienzo del cuento “yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito…”, sugiere que, para el humano, la biblioteca es infinita por inconmensurable, por la “infinidad” misma que a todos nos confiere. Jamás podremos ver la infinitud, sino más que en forma periódica, una repetición casi invariable (con cambios pequeñísimos, como ocurre con los libros en el cuento) de lo que sí podemos ver.
Ahora, hablando del efecto del cuento en el lector, me atrevo a decir que dentro nuestro, en nuestra imaginación, podemos tener el infinito en nuestras manos. Podemos examinarlo, contemplarlo, hundirnos en él, sentirlo, agobiarnos, pero entenderlo mucho más claramente que viviéndolo (fuera de nosotros). Pues la literatura ilumina, esclarece el misterio –sin quitarle su naturaleza de misterio–.
No se entienda por esto que la infinidad es la biblioteca; es la forma en la que podemos, o al menos yo puedo entender y sentir la infinidad, y esa forma (y por ende la comprensión) es posible gracias a la imaginación (tierra intermedia donde lo material de espiritualiza y lo espiritual se materializa). Gaston Bachelard, en la introducción en su libro La Poétique de l’espace (La Poética del Espacio), dice “la impresión de inmensidad está en nosotros, no está ligada a ningún objeto”. Bachelard explica porque la infinidad debe ser comprendida desde la imaginación, no desde la razón, despegándose casi de la palabra (no del lenguaje, pues la imaginación tiene un lenguaje: la lengua primordial, la de los símbolos) “Cuando vive verdaderamente la palabra inmenso, el soñador se ve liberado de sus preocupaciones, de sus pensamientos…”³.
Ahora bien, si algo aparentemente inútil (como en parte lo es todo libro) había logrado explicarme algo que ninguna otra cosa, suceso o pensamiento, había podido ¿no le daba esto un sentido, una utilidad?. Como los mitos narrados antiguamente en templos o en desiertos, escritos no más que en la memoria de los oradores que contaban, a forma de cuento, las historias del génesis o los mitos primordiales ¿no es la literatura, algo similar?. Ambos transcurren en una tierra común: la imaginación, despertada por, en ambos casos, los sucesos narrados por alguien más (oradores y escritores).Y es esta noción, la imaginación, que habla la lengua arcaica de los símbolos, quien es capaz de comunicarnos más de lo que comúnmente pensamos “La imagen ha tocado las profundidades antes de conmover las superficies”⁴, dice Bachelard. Así, no somos nosotros, los mismos que pensamos, los que comprendemos, por medio de un mito o de un cuento, cosas que de otra manera no podríamos; es un ser más profundo, que vive el cuento, siente lo que sucede en el relato, experimenta, en esa tierra ubicua e informe, lo que no puede fuera de ella; el misterio (que, como dije antes, no es tratado de igual manera por la filosofía –que busca deshacerlo–, que por la literatura –que busca ahondarlo–).
La literatura, en su inutilidad, ilumina. En ella el lector es testigo de los sucesos narrados desde dentro de ellos. Enseña de la misma manera que nos enseña un sueño; por medio de sensaciones, de símbolos. El lector que se regale a lo narrado, aquel obtendrá más del texto, y de sí mismo. Aquel experimentará lo inexperimentable. Aquel vivirá el misterio.
Pues no son las palabras en sí mismas, o por sí solas, las que puedan revelarnos mucho más de lo que vemos. No son las palabras, la razón discursiva, como es llamado por ciertas doctrinas contemplativas el pensamiento. Es lo poético, lo que hable el mágico lenguaje de los símbolos –catena áurea–, lo que revele al humano parte de su camino. Porque es la emoción y no el pensamiento quien talla, en la memoria del alma, los mas intrínsecos recuerdos. Así, en la imaginación, conocí la infinidad.
Notas:
1Cuento de Jorge Luis Borges, del libro Ficciones.
²En el cuento, las palabras con las que Borges se refiere a la biblioteca, para generar esta sensación de infinidad, son “número indefinido, vasto, pozo, invariable, interminable, esfera –cuya circunferencia es inaccesible–, iluminada, solitaria, perfectamente inmóvil, ilimitada, periódica.”
³La Poética del espacio, La Inmensidad Íntima; de Gastón Bachelard.
⁴La Poética del Espacio, Introducción; de Gastón Bachelard.
Por Nicolás Bouilly
Foto por Robert Capa