Nathalie Goffard (Chile, 1975) es una de las figuras relevantes para plantear, pensar y discutir el análisis de obras que utilizan la imagen fotográfica como material de producción. Es teórica del arte y ensayista en el campo del arte contemporáneo y los estudios visuales, centrando su área de investigación en el paisaje. Es autora de los libros “Imagen criolla, prácticas fotográficas en las artes visuales de Chile” e “Intramuros. Palimpsestos sobre arte y paisaje”, ambos editados por Editorial Metales Pesados. En esta breve entrevista, repasa sus primeros acercamientos a la fotografía y la escritura, las transformaciones de miradas y perspectivas, tanto geográficas como simbólicas, en las distintas prácticas fotográficas acaecidas durante la última década en Chile; por último, la reivindicación del rol del ensayo en la escritura como labor creativa en las artes visuales.
El palimpsesto es una buena metáfora del acto de crear:
nunca sucede a partir de la nada, siempre trata de combinatoria.
Escribir, lo es aún más: nada es más maleable, reutilizable y ubicuo que las palabras.
N. Goffard
Hace algunos meses publicaste una foto en Instagram en la que apareces de pequeña con una cámara haciendo una foto, por lo que me resulta inevitable saber cómo fueron tus primeros acercamientos a la fotografía.
Vengo de una familia de fotógrafos amateurs, escritores diletantes y cinéfilos, insisto en el calificativo masculino, pues era una práctica muy asociada en esa mirada masculina, y pedir mi primera cámara a los 10 años fue una suerte de empoderamiento para ya no solamente posar ante sus cámaras, sino yo misma crear mis propias imágenes. La fotografía posteriormente formó parte de toda mi juventud, desde los dos lados, porque fui modelo y porque cada vez que me prestaban una cámara réflex, fotografiaba, hasta recibir una propia heredada de un hermano mayor.
Siempre quise estudiar artes visuales, pero no particularmente la fotografía -quizás porque sentía que ese talento ya estaba tomado y saturado dentro de la fratría- Más bien era una dibujante obsesiva, que también pintaba. Fue recién durante el tercer año de mis estudios universitarios, que me empecé a expresar exclusivamente a través de este medio. Sin embargo, lo que más me fascinaba era el trabajo de laboratorio -la cocina-. Tuve la suerte de aprender a ampliar fotografía a color manualmente, que se hacía en completa oscuridad. Menciono esto, pues una vez egresada, trabajé un tiempo en el campo de la fotografía publicitaria, en forma paralela a mi trabajo autoral, y empecé paulatinamente en el marco de mi magíster a acercarme cada vez más a la escritura en artes visuales. Por decirlo de algún modo, la escritura me buscó a mí, no yo a ella.
El año que empecé a hacer clases teóricas sobre fotografía contemporánea, coincidió con el robo de todo mi equipamiento fotográfico análogo, que reemplacé luego por uno digital, pero no fue nunca más lo mismo, y me fui acercando cada vez más a la escritura como consecuencia a mis investigaciones como docente.
En resumen, diría que fue por una mezcla circunstancial de factores biográficos, intereses y talentos personales que terminé escribiendo sobre fotografía.
Tu libro me dio a entender que no es viable hablar de “fotografía chilena” dentro del actual contexto de flujos de información y simbiosis territoriales mestizas, ¿qué aspectos han cambiado desde el 2013, año en que se publica Imagen Criolla, en relación a las imágenes que se producen dentro de este territorio actualmente?
Creo que mucho ha cambiado desde la publicación de Imagen Criolla, ¡Pronto se cumplirán 10 años! Este libro se centraba en una generación particular, la más joven de la Gen X y la más vieja, de una palabra que aún no se mencionaba por entonces: los Millenials. Era el rango etario, al que yo misma pertenecía, la generación post-dictadura que había vivido la llegada de la democracia, la televisión por cable, primero, internet después. En su momento, me pareció fundamental que ese grupo tuviera una voz coetánea y actualizada desde las artes visuales, ya que por entonces el campo teórico de la fotografía seguía amarrado a la autonomía del medio, a la lógica documental: el esto-ha-sido, los punctum y studium barthesianos hasta el hartazgo.
Diez años después, han habido un sinfín de publicaciones que permiten entenderla desde su ubicuidad exponencial, hasta la hiperproducción en la era digital. Vivimos en la era de la imagen, por lo que esa “territorialidad mestiza” se ha complejizado, porque ya no alude solo a fronteras geográficas y lugares físicos, sino a las virtuales también. Nunca fue tan fácil hacer fotografía, pero nunca fue tan difícil hacer obra.
Por otro lado, lo que ha cambiado mundialmente, es el repliegue identitario y el enfoque autorreferente. Si en los 90 e inicios del 2000, abundaban fotografías de los ya famosos no-lugares de Marc Augé, hoy abunda lo cotidiano y lo autobiográfico. Las redes sociales primero, las olas feministas, las teorías decoloniales, los movimientos sociales y luego, dos años de pandemia mundial, no hicieron más que acrecentar ese fenómeno. Hay una práctica fotográfica y artística cada vez más enfocada a cuestiones de género y de identidad.
¿Sientes que hay alguna tendencia o inclinación que no se ha visto antes, hacia ciertos senderos, durante los años recientes, en la fotografía contemporánea que se hace acá en Chile?
Retomando la pregunta anterior, creo que no solamente atañe a la fotografía, sino el arte en general. Lo que se ha visto mundialmente es una emancipación y empoderamiento de la mirada: colonial, racial, patriarcal, etc. Tuve la suerte de ver el año 2015 una exposición sobre la relación entre poder y fotografía documental, y efectivamente la figura del foto-reportero-hombre-blanco, que llega a un lugar, fotografía desde una posición de poder, y luego se va, está cada vez más obsoleta. Asimismo pasa con las tendencias indigenistas coloniales que otrora vendían bien afuera. Por ejemplo, si en Chile, antes, el pertenecer a los pueblos originarios era algo más bien problemático, que se ocultaba, hoy forma parte de muchas investigaciones artísticas de las y los artistas más jóvenes, que lo reivindican. Pasa lo mismo con las cuestiones de género, un transgénero, por ejemplo, ya no solamente es fotografiado desde una mirada ajena, puede transformar la misma condición queer en la problemática de su obra.
A partir de Imagen Criolla tengo la sensación de que la fotografía es omnipresente, casi como una columna vertebral que unifica a otras disciplinas, ¿quedan espacios donde la fotografía aún no ha metido sus narices?
Es que la fotografía está omnipresente en todas las aristas de nuestras vidas, con la llegada de los teléfonos inteligentes. Vivimos con una cámara-pantalla-prótesis adherida a nuestro cuerpo. Ciertamente persisten ciertas prácticas artísticas, vinculadas al arte abstracto, a la escultura formalista o la instalación objetual donde no parece tener mayor presencia visual. Mas, muchas de esas obras se registran y difunden mediante imágenes fotográficas, e incluso el público conoce muchas obras de arte no fotográficas solo a través de ese registro. Así que en realidad no, la fotografía ha metido sus narices en todos los espacios, de una u otra forma.
Algo que me llamó la atención de tu libro Intramuros: Palimpsestos entre arte y paisaje (2019) fueron los epígrafes. En general los epígrafes tienden a ser frases introductorias a lo que veremos en el interior del libro, y en tu caso los sentí como una declaración de principios. ¿Es así?
Supongo te refieres a los epígrafes “Escribir es morir un poco, pero menos solo” de Marc Augé y “Si las palabras son usadas, y estas proceden de ideas sobre arte, entonces son arte y no literatura, los números no son matemáticas” de Sol Lewitt. Sin duda, claramente son una declaración de principios. Uno es de tinte más personal y poético-filosófico, el otro es más bien una reivindicación del ensayo y la escritura en artes visuales como una labor creativa de derecho propio.
Explico el primero: el ejercicio escritural, la labor del escritor/a, son sumamente introspectivos y solitarios. En cierta forma, cada vez que te encierras a escribir, mueres un poco, pues te entregas a ese mundo paralelo y dejas de vivir por un rato en el real, pero siempre con esa idea, que cuando termines, comunicarás cosas y te leerán. Con Intramuros, a diferencia de Imagen Criolla, tenía mayor consciencia de esas futuras personas que me leerían, lo que me hacía sentir menos sola. Aún recuerdo mi primera salida a un evento, después de estar encerrada por meses escribiendo Imagen Criolla, reconozco que me sentía en una dimensión paralela, como saliendo de una cueva y me costó volver a socializar mundanamente. Con Intramuros, no me sucedió, aprendí mi lección y no dejé de salir, de escribir otros proyectos en paralelo y por sobre todo, nunca dejé de imaginar y proyectar que escribía para otro/as.
El segundo es totalmente una declaración de principios, puesto que los ensayistas solemos quedar en tierra de nadie. No somos ni artistas, ni escritores de ficción, y por ende, desde cierto imaginario, no somos creadores. Es verdad que las investigaciones académicas no lo son tanto, pero con los años y la experiencia adquirida en diversos ensayos y textos curatoriales, siento que mis palabras tienen cada vez más una voz propia, que complementan y enriquecen las obras que narro. Justamente eso: narro…no describo, ni explico.
Cuando puse ese epígrafe, hacía poco había tenido una experiencia, en la que se me había solicitado escribir un texto curatorial gratuitamente, -sin propuesta de canje de obra tampoco- cosa que me indignó y a la que me negué rotundamente. El mundo del arte está lleno de malas prácticas de precarización laboral, que a veces practicamos entre nosotros mismos. Debemos valorar monetariamente nuestro trabajo profesional y recordar que vivimos del arte, y no por amor al arte.
Entrevista por Luciano Contreras
Imagen de portada de Helena Almeida, perteneciente a Pintura habitada