Las plantas trepadoras se encaraman a un elemento (vivo o muerto) y parasitan ahí. Pero su objetivo no es alimentarse de ese hospedador, sino lograr altura para acceder a la luz del sol.
Los poemas de Cieno (Traza Editora, 2021), de Cristina Bravo Montecinos, recurren a esta imagen dos veces: «Las murallas / se embellecen de musgo / se derrumba el adobe», y ya hacia el final de la plaquette: «La pasiflora se aferra a los cercos / las niñas reclaman su belleza». En ambos casos, el poema junta lo parasitario con el surgimiento de lo bello.
En Gusto, Giorgio Agamben cita a Montesquieu, quien escribe: «nos complace casi sólo aquello que no conocemos». Y más adelante, leyendo a Kant, dirá que «lo bello es un excedente de la representación por sobre el conocimiento y que es precisamente este excedente lo que se presenta como placer».
La pasiflora y el musgo aparecen en estos textos como vegetación que excede el orden de la ciudad, pero no de cualquier ciudad, sino aquella donde se ve «la cordillera cada vez más lejos / oculta entre necrópolis inmobiliarias». Es por este desorden, por este excedente que apuesta la escritura de Cieno, más aún si tomamos en cuenta la constante referencia a las plantas.
Ahora bien, sería arriesgado pensar que el gesto trepador de la planta, además de buscar el sol, se «enfrenta» a la ciudad/necrópolis por medio del exceso y el desorden; esto sería asignarle a la planta una intención semántica. En cambio, tenemos que pensar que es la escritura la que, en un movimiento doble y contradictorio, llena el poema de plantas al tiempo que estas ayudan a ordenar el exceso que es el lenguaje. La intención está en la escritura del poema.
Tanto las referencias al reino vegetal como el título de la plaquette —donde agua y tierra confluyen— crean el marco para que el discurso poético celebre la naturaleza y una comunidad de mujeres, y es esta celebración la que en todo caso hace frente a la necrópolis, justamente cuando leemos que la pasiflora y el musgo trepan las murallas y los cercos. Este es el orden que alcanza la escritura.
Sin embargo, suele quedar un resto en el poema; ese resto (ese excedente) trae de nuevo un desajuste en el orden discursivo. Así, el poema, más allá de toda intención, grita «tué tué / tué tué». Este, que es el grito de las aves, es el ruido que no llega a ser voz, que queda fuera del alfabeto tanto como el crujido de la madera en el bosque o el de las corrientes fluviales.
Este resto incomprensible constituye tal vez la piedra angular de la escritura: las plantas trepadoras, el grito de las aves, «el agua rodeando todo»; es la belleza que reclaman las niñas del poema, es el intento por «recuperar el grito de las aves», cuyo ruido da cuenta de otra voz.
Por Miguel Hernández Zambrano
Imagen de portada por Yves Klein
* Ambas citas tomadas de Giorgio Agamben (2016). Gusto. Adriana Hidalgo Editora. Buenos Aires.
Cieno
Cristina Bravo Montecinos
2021
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