Esta es una historia real, le sucedió a la amiga de un amigo.
Corría el aburridísimo año 2018 y el ocaso de una supuesta tusa que no le dolió nada. Una estampida de presuntas mariposas ansiosas le hacía ruido en la panza mientras ella intentaba embocar la llave en la cerradura de la puerta de su casa, esperando salir presurosa al afortunado encuentro callejero con el frío y con un hombre que hacía las veces de un match de Tinder. Para entonces, las fotografías de los dos protagonistas de esta historia habían sido cuidadosamente repasadas y la conversación cumplía exactamente dieciocho noches de coqueteo y diversión. Nada podría salir mal.
Pero, cuando estuvo por fin al otro lado de la puerta, se convirtió toda ella en un reproche. Un reproche a voz baja contra su mejor amiga, por haberla obligado a salir de la cama, negociar con el espejo su mejor atuendo y aceptar esta invitación de la que no esperaba nada bueno. Un reproche a grito herido contra su madre, por haberla convencido alguna vez de que no había forma de ser mujer fuera de un matrimonio en comunión con Dios, y que los hombres buenos no se encuentran en internet, sino en la iglesia y en las familias de respetable ascendencia. Un reproche contra ella misma por hacer lo indebido con tantas ganas y por disfrutar la culpa de avergonzar a sus padres ante toda su congregación, lo que la hacía sentir viva por primera vez a sus 21 años de edad y con sus 68 días de divorciada, mientras se dirigía al encuentro de un hombre desconocido en un bar de modesta reputación y precios amigables, sobre la calle 45 con 16.
Allá estuvo ella, con las uñas bien arregladas y los antebrazos marcados con un mosaico de cicatrices afiladas, producto de la desdicha de ser la esposa de un tal Diego, quien nunca supo siquiera que a ella no le gustaba el café, que se había hecho experta en fingir orgasmos, y que utilizaba en secreto un método anticonceptivo para evitar la bendición de un embarazo concebido en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo. Allá estuvo él también, un tal Juan que prefería la cerveza negra y que había pasado años practicando una sonrisa encantadora para ocultar su timidez y su largo historial de fracasos amorosos. Allá estuvieron los dos, fulminando el silencio con absoluta naturalidad, y buscando ocasiones para rozar un hombro con una mano y una sonrisa con una boca que se moría por besar la otra en lo que dura una canción completa. Allá estuvieron los dos hasta la hora en que la ciudad, por decreto de algún fulano con delirio de alcalde, debía irse a dormir.
Se enamoraron.
No solo allí, también en otros bares, en bibliotecas, en cafeterías, en centros médicos, en buses de transmilenio, en salas de casas y en algunas camas cómplices de una desnudez que ella aprendió, por fin, a disfrutar. Se enamoraron como ella nunca se enamoró de su Diego, que había sido una instrucción de sus padres y un automatismo suyo al aceptar, dos o tres días después de terminar el colegio, una propuesta de matrimonio inesperada. Se enamoraron y se sintió más viva que nunca, con su Juan y ningún Diego a quién deberle pobremente una cordialidad obligada. Se enamoraron y no vivieron felices para siempre, no se casaron de blanco y no concibieron nietos para ningún abuelo. Se amaron despacio y sinceramente, hasta que entendieron que no había nada más para amar y decidieron terminar su historia con un gesto de resignación indeseable. Dejaron de amarse y se sintieron tristes, se llamaron ebrios a las dos de la mañana, lloraron en el teléfono, comieron muy poco y cantaron canciones de Juan Gabriel, hasta que un día dejaron de lamentarse y siguieron con sus vidas. Tal como sucede en la vida real.
Bueno, como puede suceder en la vida real; porque, a nombre del buen juicio, estamos obligadas a reconocer que en la vida real también hay parejas que se enamoran y nunca se desenamoran, así como parejas que nunca se enamoran pero viven felices para siempre, y otras que nunca se enamoran, viven infelices para siempre o se separan poco antes de sus bodas de plata, odiándose con pasión. Y así, sucesivamente.
Es que la vida analógica de los abuelos ya no ofrece garantías de nada. Una gran parte de la idiosincrasia de nuestra generación se fundamenta en la aceptación de que, desde hace ya varios años, la forma de levantar de nuestros ancestros es obsoleta. Para casi nadie es ya una opción dedicar meses de paciente e insistente cortejo para buscar un matrimonio que es, básicamente, análogo a comprar el Baloto y hacer de tripas corazón para ganarse el premio mayor. La gente, en general, ya no tiene mucho tiempo para ser gente; y por supuesto, quisiera evitar al máximo la fatiga de tener que conseguir, con uñas y dientes, una solución a su soledad congénita. Y ahí es donde se hace obvia la ventaja de utilizar Tinder u otras plataformas similares —evidentemente menos populares— para acortar el camino hacia el amor o cualquier otro tipo de relaciones sexoafectivas.
Utilizar medios digitales para conocer potenciales parejas no es un acto de frivolidad, es una consecuencia lógica de tan avanzado desarrollo tecnológico. Recordemos que, desde siempre, el hombre se ha dedicado fervientemente a inventar formas de facilitarse la vida; y que ya en la época de la primera revolución industrial se hablaba de la tecnología como un proceso en el que, mezclando conocimiento científico y técnica, se crean dispositivos (en el sentido amplio de la palabra) con este mismo propósito. La cosa está bien clara: esta es una cuestión adaptativa, fortalecida por intereses hedonistas. Porque, además, el amor y sus derivados son ya un objeto de consumo, y hay quienes se dedican a coleccionar amores.
Como yo lo veo, los medios digitales no son otra cosa que la extensión de los escenarios posibles para la subjetividad humana. Por supuesto que no voy a negar que la digitalidad cambia las reglas del juego e inaugura nuevas formas de existir y de coexistir para el ser humano; pero sí me atrevo a asegurar que una relación entre dos personas que se conocieron a través de Tinder tiene las mismas probabilidades de resultar tan bien o tan mal como otras relaciones, gestadas en escenarios más naturales. La indignación por la pérdida de las buenas costumbres está mandada a recoger, y no deberíamos tomarnos este asunto tan en serio. Tinder no es más que un atajo que te dirige al mismo angustioso deber de construir o destruir, tú misma y sin ayuda de nadie, el vínculo con otro ser humano.
Por Paula Castañeda