Parto desde el principio: el árbol. Es una portada que le viene bien a esta novela, no solo por la más obvia referencia a la figura del árbol genealógico, sino por la naturaleza de la historia, porque iremos recorriendo sus varias ramas y raíces, a través de distintas estaciones. Calza bien entonces que las cuatro secciones de la novela se dividan en otoño, verano, primavera e invierno. Y es que tal vez la protagonista de la novela no sea Krystyna, la adorable y fascinante abuela de Enrique, sino el paso del tiempo. Ya nos lo adelantaba en el epígrafe, citando a Sófocles: “el tiempo continuo y sin medida saca a la luz las cosas ocultas y luego las encripta”. Es la historia, entonces, de una familia; son recuerdos, imágenes, reconstrucciones, secretos y revelaciones. Y lo que hacemos de ellos.

La historia no es lineal (pero cuándo lo es), tampoco el orden en que se nos presentan los capítulos, simbólicamente enumerados con letras del alfabeto polaco. La novela comienza el 2008, con Krystyna de ochenta cuatro años, y el descubrimiento, el rebalse casi, de la basura y los malos olores que preocupan a vecinos, al Municipio y a sospechosos amigos. A partir de ahí, comienza a desenhebrarse una larga madeja, que nos llevará desde 2014 y hasta 1800 en búsqueda de ancestros, peregrinajes, guerras, revoluciones, persecuciones y huidas. La historia recorre el Chile al que llegaron Krystyna y el indescifrable Alfons en 1948; el Chile de los 70’s en que creció el único hijo de ambos: Enrique; el retorno y la búsqueda de este otro Enrique sentado a mi lado; atraviesa las idas y venidas por las tierras rusas/polacas/germanas de Alfons, sus padres, abuelos y tatarabuelos; la Polonia de la infancia de Krystyna, demasiado corta; la Polonia que luego vio desmoronarse con la guerra y de la que huyeron junto a Alfons; la Polonia sobre la cual décadas después caerían los poemas escritos sobre ellos por su nieto; y Valparaíso, la ciudad adónde llegan en búsqueda de una nueva vida, donde estamos hoy presentando esta novela y dónde crece el Winter más joven: el pequeño Manuel.

A ratos la historia parece ser circular. A pesar de las diferencias de época o lugar, hay guiños, que incluso pueden resultar involuntarios. Me tocó, por ejemplo, leer la descripción del golpe militar y los días, meses y años que lo sucedieron mientras escuchaba los resultados de estas últimas elecciones, en que la primera mayoría la obtenía un candidato que ha defendido públicamente la inocencia de quienes persiguieron y asesinaron a jóvenes con menos suerte que Enrique. Guardando las proporciones, me vi compartiendo parte de la desazón de esas páginas. Pensando cuánto de lo que hoy nos divide se arrastra desde entonces. Todavía. O más adelante en la novela y más atrás en la historia, cuándo describe los levantamientos y quemas de obreros y estudiantes, en los lejanos 1900s. Un estallido cien años antes del nuestro, pero no sé qué tan distinto.

Hay también temas que resuenan más allá de las circunstancias que los rodean. Un tema que atraviesa esta historia es la impronta de la paternidad/maternidad. La primera relación que irrumpe en la novela es la de Enrique con su madre Krystyna, una relación áspera, en que él aparece como acusado del abandono y la soledad de ella. Las cosas, como siempre, no son tan simples. Y a medida que avanzan las páginas y retrocede el tiempo, es ella quien desafía los estereotipos de mujer –de madre y esposa- y vemos a un pequeño Enrique que crece más apegado al padre, de niño duerme con él, lo espera ansioso del trabajo. Ella en cambio no demora en salir de casa, trabaja en múltiples ocupaciones, tiene múltiples amantes. Pero también lo cuida a los pies de la cama cuando enferma, tira al incinerador sus diarios El Siglo y lo cobija en el barrio alto cuando la dictadura amenazaba.

La relación padre-hijo no es más sencilla. Si Krystyna salió al mundo cuánto pudo, Alfons parece haber hecho el recorrido contrario. Se preocupó del rendimiento académico de su hijo y organizó un viaje al sur y otro al norte, para que siendo adolescente conociera su país (décadas después el hijo organizaría un viaje para que la madre se reencontrara con el suyo). Pero eso no evitó que Alfons se encerrara en sí mismo hasta resultar inalcanzable. Desde un comienzo nos adelantan que parte de ese hermetismo parece haber sido heredado al hijo, de quien se nos cuenta que nació “silencioso como prometía ser el resto de su existencia” y que de adulto “no es de contar chistes” ni de amigos íntimos.

La novela también nos cuenta cómo crecieron Krystyna y Alfons. La infancia, tierna pero demasiado corta, de canciones, juegos y paseos de Krystyna. La niñez solitaria de Alfons, a pesar de los hermanos mayores y menores. Recién entonces parece que los conocemos y entendemos algo más.

Otro tema que aparece porfiado es el deseo de huida. “Quizás nada sea más persistente que el deseo de huir, y cuando llega arrasa con cualquier pensamiento. Lo demás orbita la posibilidad de empezar de nuevo en un lugar distinto”. Pero este deseo no aparece solo en Krystyna, es una pulsión que se repite en los desplazados por Europa. En palabras del pordiosero que aparece en el tren que llevaba a Krystyna y Alfons a Alemania después de la Segunda Guerra: “el hogar y la patria no existieron nunca, eran un engaño por la necesidad de pertenencia” o más tajante aun en las palabras de una de las parientes remotas de Alfons, Elizabeth, quien sentenciaba: “heredamos la urgencia de la huida, se siente una angustia difusa en la garganta que los descendientes no saben de dónde viene, porque en general no saben nada, y los pies pican por irse lejos como si eso los acercara al lugar de donde comenzaron, pero empiezan a acumular lugares por padre y madre hasta que las sucesivas migraciones se alejan entre sí y en cualquier parte se es un extranjero”.

Y a esas huidas físicas, a través de continentes, cabe sumar las huidas finales. La enfermedad, la resignación. El olvido. Más triste que la Krystyna que va perdiendo la luz, el gas y el agua, es la que pierde los recuerdos. Esa Krystyna estable en la casa de reposo, hasta maquillada, pero cada vez menos ella. “Impedían la demencia atacando su memoria, porque el recuerdo nos vuelve locos”. Ella misma lo decía enojada, cuando se entera de la muerte de uno de sus amantes, “que se pudran mis recuerdos”, para luego adoptar la muletilla del “no sé, no me acuerdo”. Tal vez es esa la verdadera huida. Pero en algún sentido, esta novela es una especie de antídoto, un retorno. Es la reconstrucción, a partir de memorias y vacíos, de una identidad colectiva. La resignificación y celebración de esos recuerdos.

No quisiera terminar sin antes alabar la edición de la novela. Porque a los diálogos y descripciones se suman con igual fuerza las imágenes. Las fotos complementan y cuentan a su vez esta historia. Vemos denuncias, partes médicos, pasaportes, libretas de familia, lugares y mapas. Lo que da cuenta no solo del serio trabajo de investigación detrás de la novela, sino de lo real y palpable de esta historia. En este tipo de libros, que desentierran historias familiares, a veces uno se pregunta cuánto hay de real y cuánto de ficción; pero como con los spoilers, no es algo que realmente importe. Poco importa si a lo largo de estas cuatrocientas páginas logramos reírnos, enternecernos y angustiarnos con ellos. Finalmente, nos acostumbramos a la forma en que hablan y también en la que callan.

 

Por Constanza Toro 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sobre nosotros callaremos
Enrique Winter
Provincianos editores
2021
456 pp.
$13.500 pesos chilenos en este enlace