Un arte del desgaste

Hace tres o cuatro años la idea de pop-art ganó esa difusión amplísima que al mismo tiempo consagra y anuncia, sin remedio, el desgaste, la dilución de un concepto.

Las crónicas periodísticas, las conversaciones de sobremesa (privadas, o redondas por televisión), aun las gacetillas de los distribuidores postularon entonces la existencia de un pop-cinema para referirse a los films de Richard Lester o a la oscura genealogía de agentes secretos que, de Bond a Flint, de Matt Helm a Napoleón Solo, sirvieron y desgastaron una moda. ¿Hasta qué punto, en qué forma pueden asociarse tales films, o el cine en general, con esas nociones de desubicación e impermanencia que el pop art provoca?

Si algún rasgo común pudiera señalárseles, más que el colorido agresivo, la agitación ininterrumpida y cierta delectación en lo incongruente, sería la ironía muy explícita con que registran implausibles mecanismos (referidos, quizá no casualmente, al perfeccionamiento de las armas mortales y a la satisfacción de los sentidos), convenciones fatigadas (inverosímil pero eficaz articulación de las peripecias, estrategia de la atracción sexual) o la absoluta artificialidad del paisaje (decorados o supuesta naturaleza: en realidad un espacio homogéneo cuyas variaciones importan menos que la común derivación de un modelo visual fijado por la ilustración publicitaria).

Esta ironía subrayada busca una complicidad entre film y público, halaga a éste en una clave quizá menos primaria que la satisfacción directa, al invitarlo a guardar una distancia, burlona pero no crítica, que es sólo una forma furtiva de complacencia: “¡Qué sofisticados somos, qué bien sabemos sonreír ante lo supuestamente terrible! ¡Estamos de vuelta!” Al carecer los objetos de esa presencia brutalmente concreta, invasora, que distingue al pop art más genuino; al solicitar un matiz de percepción aparentemente más fino, aunque realmente más fácil, no es con el pop art sino con el gusto camp que esos productos se emparentan: la misma mezcla de burla y afecto por lo excesivo, por los colmos (generalmente coincidentes) de artificio y vulgaridad.

La única idea de fugacidad asociada con ellos es la del desgaste incesante que implica la moda, y la consiguiente volubilidad con que el gusto retrospectivo rescata sus manifestaciones: aquellos despojos que, en vez de conservar su sabor pretérito, adquieren el que la distancia emotiva les impone. Los retornos de la moda y las revaluaciones del juicio crítico no operan como alas impermeables, frívola y severa, de una misma acción bélica. Una relación casi incestuosa confunde sus fuerzas. (Hoy, el gusto camp abraza católicamente Ivan el terrible y las historietas de Tarzán, venera en un mismo altar a Gustav Klimt y a Libertad Lamarque). Es sólo natural que el cine, al registrar más ampliamente y precisamente la textura de la experiencia (las variaciones en el largo de las faldas y en la sensibilidad política, en el código de la relación entre los sexos) sea el depósito más generoso de materiales perecederos. Por esta razón, más que en los productos deliberadamente fabricados para halagar una actitud y un gusto, es en el cine del pasado donde éstos pueden hallar su alimento más precioso, como el ave de rapiña que escarba un montón de residuos.

Un arte del desplazamiento

Una lata de sopa Campbell reproducida por Warhol, un cuadrito de historieta ampliado por Lichtenstein, un collage de avisos compuesto por Rosenquist apelan primeramente a la percepción de su desplazamiento. Se requiere atención para aquello sobre lo cual la atención suele resbalar, una mirada cuidadosa para lo que se suele consumir y descartar. La lata -que por otra parte nunca contuvo sopa alguna- no fue violada por ningún abrelatas metálico ni echada a un tacho de desperdicios. El cuadrito de historieta aparece arrancado a la continuidad donde adquiría un significado: un rostro (y no un personaje), un gesto (y no una psicología), una frase (y no una anécdota) aparecen trasmutados en signos de algo diferente, inquietante. Las ilustraciones publicitarias ya no procuran vender un producto, ni siquiera una actitud: por el contrario, su simple proximidad juega a impugnar el mismo orden al que aisladamente servían.

Sólo en las artes plásticas puede tener sentido esta percepción de un desplazamiento esencial, que finge aceptar el producto industrial sin oponerle esa forma de resistencia implícita en toda modificación estética (pues, si modificación hay, es por el nuevo orden donde el producto ingresa, no en su identidad individual). ¿Qué revolución puede implicar para el cine registrar minuciosamente la superficie de la experiencia urbana contemporánea cuando ha venido haciéndolo desde su origen? Ocurre, además, que la imagen cinematográfica registra esa superficie con tan absoluta neutralidad, con prescindencia tan perfecta que, aun sin proponérselo, la atraviesa, fácilmente va más allá. Ni el periodismo ni la antropología social ni la literatura de ficción pueden fijar en forma tan inmediata el tono de la vida en un lugar y un momento, su agitación visible y también el humus de nociones adquiridas y convicciones tácitas que alimenta esa agitación. Más acá de toda posible transfiguración creadora, la imagen en movimiento delata más verazmente cuanto menos deliberadamente el revés de toda trama.

En las artes plásticas, la imagen resulta de una elección tan restringida que los elementos finalmente admitidos componen una suerte de ícono, en cuyo ámbito el sentido se hace más denso. En el cine la imagen denota llanamente todo lo que recoge; su significado opera opuestamente: es la índole del continuum lo que confiere sentido a los elementos en él incluidos, arrastrados, ordenados o desechados. ES en el curso de una acción donde el cine muestra.

Si se insistiera en hallar en el cine no un equivalente del pop art sino una actitud con él emparentada, sería en el cine americano más tradicional donde podría reconocérsela; pero no, como en las artes plásticas, con un sentido de ruptura, de revelación agresiva, sino con la espontaneidad de un hallazgo. Mientras el cine europeo, más consciente de su condición de arte, descubrió mediante la reflexión teórica y el experimento estético todo lo que la literatura, la pintura y el teatro podían aportar al nuevo lenguaje, el cine americano tradicional, con infalibilidad empírica, creó un lenguaje por simple necesidad. Las tortas de crema, los Keystone Cops, las vampiresas, cowboys y gángsters requerían un lenguaje para manifestarse y sólo existieron a partir de ese lenguaje. Ni el primer plano, ni el travelling ni el montaje paralelo surgieron de la meditación sobre la fenomenología de la imagen, sino de la necesidad de mostrar un rostro asustado, de seguir el galope de un caballo, de suscitar inquietud por la simultaneidad de un peligro inminente y un auxilio demorado. Quizá por esta razón el cine más duradero resultó ser aquél, y sus convenciones tradicionales, tan respetables como las de la ópera o la poesía pastoral, configuran un sistema sólido, coherente, que sólo puede ser objetado si se someten a parecida exigencia los principios aristotélicos de peripecia o catarsis.

Un concepto-herramienta

La idea de pop art, más que una definición exacta, resultó útil en la medida en que no aprisiona una provincia de la realidad sino proyecta nueva luz sobre un territorio familiar, modificando su perspectiva. Las serigrafías de Warhol pueden multiplicarse o desaparecer: poco importa. Esa mirada inmutable, tan mecánica en la ampliación fotográfica como en la aplicación de colores uniformes, que recoge sillas eléctricas o rígidas flores, autos destrozados, a Jacqueline Kennedy, Marilyn Monroe o a los trece hombres más buscados por la policía de New York, es fundamentalmente una mirada posible: una vez descubierta, permanece disponible, como un arma en descanso pero cargada.

Hacia el final de 2 ou 3 choses que je sais d’elle, Godard compone una suerte de naturaleza muerta, una imagen atiborrada de bienes de consumo. Ese cuadro es una interrupción, la inserción de un desarrollo, el resumen de una exposición; sólo en relación con ésta cobra sentido, y más que una naturaleza muerta su inmovilidad violentamente colorida evoca algún tableau vivant alegórico, pero detenido en un esplendor publicitario, nada heroico y muy perecedero: el icono irónico y patético de todos los bienes de este mundo que podrá alcanzar la confundida protagonista.

En otra clave, Modesty Blaise fingía acogerse a la moda de agentes secretos, complots cósmicos y armas prodigiosas para alcanzar, más allá de la burla, la reflexión sobre algunos temas permanentes de su autor: otro film de Losey, Eva, invocaba una prestigiosa tradición de erotismo subvertido, donde gozo y humillación, puritanismo y libertinaje se implican; Modesty Blaise manejaba el humor disparatado de una historieta sofisticada; ambos, sin embargo, alcanzan una misma gravedad de tono al hacer que sus figuras femeninas enfrenten el sexo, el dinero y toda relación personal con una actitud (todavía identificada como) masculina: un meditado, eficaz profesionalismo. El interés de Modesty Blaise reside en que recurrió al pop art para rechazar las mismas pautas de conducta que éste recoge figurativamente. (En un nivel menos ambicioso, Caprice de Tashlin cubrió de ridículo al género del film de espionaje al aplicar sus fórmulas y una inextricable red de traiciones y lealtades a la industria de los cosméticos: se roban fórmulas de desodorantes, se muere defendiendo la posesión de un spray que resista al agua.)

Como todo concepto-herramienta, la utilidad de la idea de pop art no se mide por la extensión del territorio explorado sino por la calidad de la luz que sobre él arrojó. Cuando Georg Grosz visitó por primera vez los Estados Unidos, en 1932, emitió sólo apreciaciones cautas, nada entusiastas, sobre la pintura americana; en cambio, la publicidad de las revistas ilustradas cautivó su imaginación. Ese universo de hogares relucientes y alimentos barnizados, sonrisas impecables y emblemas de felicidad era la experiencia visual más apasionante que América ofrecía al autor de Ecce Homo, una forma moderna, profundamente original, de poesía pastoral, donde el escenario de la égloga se reconstruía con una cercana mitología de gadgets y confort. De allí al collage de Rosenquist (¿hasta dónde diferente del que se obtiene al hojear rápidamente cualquier revista ilustrada?) sólo hay un paso: el de ese desplazamiento, esa ampliación y aislamiento que revelan un sentido latente: en una mancha de color, no ver el color sino la alineación regular de puntos de retícula que Lichtenstein elevó a recurso figurativo.

Por esta razón, aunque parte del cine tradicional haya derivado su estilización narrativa de los cómics, nada está más lejos de la energía sostenida del movimiento cinematográfico que la sucesión de momentos culminantes, aislados, encuadrados por cada dibujo de historieta. Los modos de atención a que apelan no son asimilables. El cine sólo puede encontrarse con la historieta en circunstancias limitadas (cuando Terence Stamp atiende el teléfono desde el lecho, en Modesty Blaise, su compañera se incorpora y viste; cada toma registra casi accidentalmente sólo un muslo, un brazo, un cierre relámpago que corre; el erotismo reside en el carácter retaceado, huidizo de esas imágenes como recortadas en cuadritos de cómic) o en el plano de la reflexión: Jeu de massacre de Alain Jessua desarrolló un contrapunto entre la imaginación que crea y la que consume historietas, y entre ambas y la vida. Film más ingenioso que imaginativo, carece de esa mínima vulgaridad que podría animarlo: entre los dibujos de Guy Pellaert que incluye y los de un ilustrador de verdaderas historietas, entre el film de Jessua y ciertas comedias Fox que Tashlin dirigió hace más de una década, con las cuales su tono podía haber coincidido (The Girl Can’t Help It, Will Success Spoil Rock Hunter?), existe la misma distancia que entre Martial Raysse y Rauschenberg: la que separa lo chic del vigor.

 

Un arte de lo efímero

La naturaleza efímera, intrínsecamente perecedera de tantas obras actuales no sólo refleja una conciencia muy contemporánea de lo transitorio de toda experiencia; la acepta e incorpora activamente, como principio creador. Desde los recortes de diarios pegados por Braque y Picasso en sus telas cubistas, sometidos al inevitable amarillo de los años, a la posible desintegración de su propia sustancia, hasta las máquinas autodestructoras de Jean Tinguely, que ejercen una forma dramático-erótica de funcionamiento (performance) cuyo fin es la propia aniquilación, lo perecedero se ha convertido en un principio que otorga sentido, que determina la forma misma por la que ese sentido se creará.

Los assemblings de Rauschenberg logran reproducir el caos fortuito, trivial, la asimilación del proceso creador al desgaste y la confusión que la existencia impone a la materia. Esa aglutinación en lo indefinido (Coexistence es el nombre, más concreto que irónico, de una obra suya) sólo permite reconocer los materiales iniciales para que se advierta el uso incongruente, la depredación violenta a que se los somete: ruina veloz, sin gloria, meta de todo producto destinado al desgaste, permite descubrir más sentido en un cementerio de automóviles que en el esplendor ilusorio de los supermarkets.

Sólo Godard ha intentado reproducir en el cine este proceso. Su inclusión de materiales brutos (afiches, estadísticas, textos impresos, entrevistas), la elección de la digresión como forma de exposición, el abandono gradual de la narración o su uso puramente alusivo, como ilustración de un tema (en Une femme mariée o 2 ou 3 choses que je sais d’elle) o como metáfora poética (en Le mépris o Pierrot le fou), configuran una obra que no alcanza su sentido por la integración de sus elementos sino por el conflicto preservado entre ellos, por la aspereza e incomodidad de su coexistencia. (Lo que puede entenderse como integración de esos elementos en un nivel distinto al de su asimilación.)

La fragilidad de la película no es mayor que la de formas de creación más tradicionales: si La última cena ya es casi obra de sus restauradores, si los fragmentos perdidos del Safo son más que los conservados, la desaparición (casi siempre la desubicación) de copias y negativos no resulta demasiado escandalosa. Mientras no se realice un film cuya proyección culmine con su incendio no habrá reductio ad absurdum de su condición perecedera, como la ilustrada por los mecanismos de Tinguely.

Sin embargo, la conciencia de esa fragilidad latente se agita poéticamente en el centro de dos films recientes. En Persona de Bergman la condición de imagen impresa en celuloide y proyectada se subrayaba con insistencia. El film se inicia con el borde perforado que pasa ante el proyector, como si la película no lograra insertarse en los dientes que deben guiarla, y continúa con los números decrecientes que anuncian el primer fotograma impreso. Termina después que la última bobina ha pasado, mostrando en la intimidad de la máquina cómo se extingue el carbón que permitió proyectar las imágenes. La combustión de la película, si no como hecho real, ya aparece como metáfora en Le départ de Skolimowski, cuya última imagen no sólo se detiene (como en Les 400 coups, como en los films de Bo Widerberg), sino que también se oscurece, se vuelve amarilla y se deshace sobre la pantalla, como lo haría un fotograma detenido ante esa luz que simultáneamente le da vida y lo consume.

Estas interrogaciones del cine sobre su propia naturaleza física, ya no estética, parecerían añorar una pureza perdida al mismo tiempo que admiten su incapacidad para recobrarla. Los films más recientes de Warhol (The Chelsea Girls o Lonesome Cowboys) parecen seducidos, en cambio, por la posibilidad de un neoprimitivismo que no sólo reduce las tomas a un enfoque neutro, prolongado mientras algo ocurra en el ámbito que capta; cultivan, también, una desprolijidad de montaje y grabación que es serenamente insolente. Quizá por rechazo de la decaída noción de obra, quizá por natural indiferencia a la pulcritud que la técnica puede procurar, su única preocupación evidente es mostrar (con todas las impurezas de una textura visual aproximativa y una banda sonora sucia) instantes alternados de inercia y de exceso, de festejo y de agotamiento: aplicada nostalgia de un primitivismo quizá irrecuperable.

“Casi no existen hoy caminos practicables que conduzcan a un arte primitivo y sin embargo valioso. Un arte creador, avanzado, auténtico, hoy sólo significa un arte complejo” (Arnold Hauser). La paradoja de una parte importante del arte contemporáneo quizá sólo sea tal cuando se intenta racionalizarla: hallar, en el extremo de la mayor complejidad, la fuente natural y accesible de una sencillez cuyo valor, sin embargo, sólo se mide por aquella complejidad: vencida o rechazada.

Por Edgardo Cozarinsky 

Texto extraído del tercer número de la revista El Cielo, dirigida por César Aira y Arturo Carrera, que funcionó a fines de los 60′. Este texto solo es posible gracias al tremendo trabajo que realiza el Archivo Histórico de Revistas Argentinas (AHIRA) a quienes agradecemos enormemente su valiosa labor.